Cultura
La vida de Enriqueta Trujillo
Pura Sánchez recoge en 'La luz de la inocencia' (Bellaterra, 2019) el testimonio de una mujer anónima de 95 años. Vive en Granada. Y este es un pequeño adelanto editorial.
«Esta es, pues, la historia minúscula, personal y genuina de una vida, como tantas otras, sí, pero especialmente iluminada por la luz de la inocencia. Al menos, así la veo yo», escribe la investigadora Pura Sánchez en el prólogo de su último libro, La luz de la inocencia (Bellaterra, 2019), en el que recoge el testimonio de una mujer anónima, Enriqueta Trujillo Gallardo. Tiene 95 años y vive en Granada. A las manos de Pura Sánchez llegó el relato, grabado en 15 horas de vídeo, de toda una vida: «Con sus claroscuros, sus grandezas, sus miserias, su dolor, su intimidad. Una vida contada a una hija con la intención de que otros ojos y otros oídos, los míos, la conocieran», escribe la investigadora. «Espero –añade– que este relato contribuya modestamente a evidenciar que la historia no ocurre fuera de cada uno de nosotros, sino que traspasa nuestra biografía y, de alguna manera, muestra la complejidad de esa historia, arrojando luz sobre ciertos rincones oscuros u oscurecidos».
Lo que viene a continuación es un pequeño extracto.
A la liberación por la esclavitud
Cuando llamaron a Enriqueta a la oficina de la cárcel para comunicarle que quedaba en libertad, al principio no supo qué pensar. Después sintió que, con la salida de la cárcel, perdería el afecto de sus compañeras y el amor de Miguel. Salió de prisión el día de la Inmaculada Concepción. En el febrero próximo cumpliría veinte años; había estado presa desde los quince. No sabía dónde ir, no tenía dinero, era menor de edad y no podía quedarse sola. Era la candidata perfecta para ingresar, al menos hasta la mayoría de
edad, en el convento de las Adoratrices Esclavas del Santísimo Sacramento
y de la Caridad.
Le dejó a Antonia la de la Eustaquia las mantas y el colchón, se despidió llorosa de sus compañeras de encierro y escuchó sus palabras de consuelo. “En el convento te van a enseñar a bordar”. “Allí seguro que vas a estar mejor que aquí, que ni sabemos cuánto tiempo estaremos presas”. “Las monjas te van a enseñar a ser una mujer”. Enriqueta se llevó puesto lo poco que tenía: el vestido de luto y los zapatos, y procuró, sin conseguirlo, despedirse de Miguel. Confió en que sus compañeras le contaran. Todavía hoy lamenta que no le diera la medalla que le prometió. “Así llevarás siempre contigo algo mío”.
El primer encuentro en el convento de las Adoratrices fue con la madre
superiora, una mujer de gesto serio, que a Enriqueta le pareció lo más opuesto a una madre, a pesar de que así debía llamarla. La superiora le comunicó que debía cambiarse el nombre. “Aquí nadie tiene su nombre real. Tú te llamarás Anunciación de ahora en adelante”. Le enseñaron el dormitorio común y le dieron el uniforme que debía vestir. Para completar su recién adquirida identidad, le cortaron el pelo, con un corte descuidado y radical, con el largo justo para recogerlo en dos coletas, a los lados, lo que subrayaba su aspecto y condición de indistinta, porque todas adquirían así el mismo aire de pobres niñas abandonadas. La tristeza, todas ellas la traían ya tatuada en el rostro. Así fue como pasó de un encierro a otro, desposeída de su nombre y sin una historia que le estuviera permitido recordar. Solo en sueños, Anunciación volvía a ser Enriqueta, cuando transitaba por pesadillas de persecuciones y apresamientos y despertaba a las compañeras en medio de la noche. “Que me cogen, que me cogen…” gritaba, sin ser consciente del tiempo que hacía que la habían apresado.
La vida en el convento estaba sometida a una rutina de horarios y tareas, una disciplina de los cuerpos con la que se perseguía el control de los pensamientos y las palabras. Levantaban a las muchachas a las seis de la mañana y las llevaban al oratorio, donde permanecían rezando una media hora. En ese tiempo, era frecuente que algunas niñas se marearan y se cayeran redondas al suelo; pero nadie podía auxiliarlas, advertidas, como estaban, de que no debían tocarse, ni rozarse siquiera. Ni entre ellas ni, mucho menos, tocar a las monjas. De este modo, cada una de las internas andaba metida como en una burbuja, en la que era indistinguible y en la que permanecía aislada del resto. Una soledad en compañía que hacía todavía más insufrible el encierro.
Cuando terminaban los rezos, eran conducidas, en fila india, al comedor, para recibir el pobre desayuno de cada día, una tacilla de café de achicoria con leche. En el trayecto, debían observar cuidadosamente otra regla: en un mundo sin espejos, no les estaba permitido mirarse en los cristales de las ventanas, ni siquiera de forma casual, cuando pasaban por delante. “Si lo hacéis, seréis castigadas por vanidosas”. Al parecer, no solo debían olvidarse de sus nombres; también, de sus caras. Después, debían entregarse a las tareas asignadas: hacer las camas, ayudar a la comida, fregar los suelos de dormitorios y galerías, lavar la ropa y, cuando terminaban, debían ir al taller de costura, donde cada una tenía su puesto y su bastidor para bordar. Primero las fueron instruyendo en la realización de trabajos sencillos, que se iban complicando a medida que aumentaba su destreza. Así iban bordando juegos de sábanas y mantelerías, ajuares de mujeres ricas, mientras soñaban con la vida que no tendrían. Pero, otra regla, no había que recrearse en el trabajo bien hecho. Cuando la monja vigilante advertía que una chica, satisfecha, alejaba de su cara el bordado que acababa de terminar, para admirarlo mejor, entonces ella se acercaba, provista de unas tijeras, y lo deshacía sin piedad, sin importar la dificultad o los días que le hubiera llevado terminar la labor. “La vanidad os pierde. Y no aprendéis”.
Todo lo que se dice de las adoratrices es cierto. Pasé por uno de sus «conventos».
Los mismos fascistas que fusilaban demócratas, simplemente por serlo, entregaban a los huérfanos a las monjas. Muchas de las niñas que fueron maltratadas en la forma criminal que relata Pura Sánchez, no pudieron salir jamás de sus nuevas cárceles/conventos. Algunas quedan aún en ellos recluidas, sin fuerzas, ni posibilidades ya de valerse por si mismas, después de tantos años de esclavitud.
Otros huérfanos, especialmente niños, fueron entregados a familias franquistas.
…Sí, esos mismos que salen con la bandera de España, cuando se manifiestan contra el matrimonio homosexual, contra los derechos y libertades de las mujeres a decidir, son los que dan a entender que España es Una, es Grande y es Libre, sí, esos xenófobos y machistas a los que nunca veo defendiendo con la bandera, ni a la cultura ni a la sanidad.
Son los mismos ideológicamente que hace 80 años dieron un golpe de Estado, que metieron en la cárcel, reprimieron, fusilaron y asesinaron, consiguiendo que España sea el segundo país del mundo con mayor número de desaparecidos y de muertos por el genocidio que supuso aquel golpe de estado a la democracia durante la II República.
No hemos de olvidar a las miles de mujeres represaliadas, a los más de 30.000 bebés desaparecidos, a los más de 190.000 fusilados acabada la guerra, a los más de 114.000 desaparecidos que hay que sacar de las cunetas.
Ellos han conseguido crear un relato para engañarnos y hasta han conseguido que hablemos de guerra civil, de bandos, de guerra entre hermanos y no es cierto.
No hubo una contienda, lo que hubo fue un golpe de Estado antesala de una feroz represión y de 40 años de dictadura, no hemos de caer en la mentira de los dos bandos, pues ningún Estado democrático puede igualar a los asesinos con sus víctimas, pues no es lo mismo el torturador que el torturado, no es lo mismo la cultura y la educación que la violencia y el terror, no es lo mismo un dictador golpista que aquellos que fueron los legítimos defensores de la democracia y del orden constitucional….
(«Levántate Brava» -Andrés Barés Calama)