Cultura
‘El Valle de los muertos vivientes (La comedia salvaje reloaded)’
Fragmento de una obra de teatro del escritor José Ovejero.
[…] Miliciano 1: ¡No se puede vivir así! ¿Por qué contáis esas historias? Ya pasaron, coño, ya pasaron.
Falangista: Todo eso sucedió hace mucho. Hace mucho tiempo. Y estáis aquí. Y tendréis hijos. Y saldréis sonriendo en las fotos. Y nadie querrá oír vuestra historia y vosotras estaréis aliviadas de que no os pregunten, de que nadie os obligue a recordar. Hay que vivir.
Miliciano 1: Hay que seguir viviendo. Para eso luchamos. Incluso ellos luchan para eso. (Señala al falangista) Olvidar, olvidarlo todo. Para eso también luchamos. Porque sin olvidar no es posible vivir. ¿Lo entendéis? Solo el olvido nos permite levantarnos cada mañana y mirar a la gente a la cara.
Falangista: No podemos quedarnos anclados en el pasado. Reabrir una y otra vez las heridas.
Todos, menos las dos mujeres: Hay que dejar que los muertos entierren a los muertos.
(Las dos mujeres escupen cada una hacia uno de los hombres que han hablado antes y se van al fondo, muy juntas. Regresarán a la trinchera después de un tiempo. El Miliciano 1 se va hacia la pared de la derecha, abre un nicho y se mete en él. Se levanta la trampilla de la que había salido antes Franco, y el dictador vuelve a asomar la cabeza. Mira a su alrededor.)
Franco: ¿Es que no se van a callar nunca? ¿No pueden hablar sin gritar? No se puede pegar un ojo en este país. Los españoles siguen gritando como cabreros. Y esas mujeres. Qué pesadez. ¿Por qué no se las llevan sus maridos? ¿Es que no tienen niños que cuidar? Las mujeres nunca paran de hablar. Carmen tampoco. Menos mal que es muy rezadora y cuando reza solo bisbisea.
(Sale de la trampilla con el sudario puesto. Se pasea a cuatro patas por el escenario; después se asoma a la trampilla y saca un fajín, un sable y una gorra de plato. Se los pone. Se dirige al proscenio, ensayará ante el público su gesto habitual de subir y bajar la mano mientras pronuncia un discurso.)
Franco: Les voy a confesar una cosa. A mí nunca me han gustado las mujeres. Lo que de verdad me gustaba era el fútbol. Yo era del Real Madrid. Como ustedes. Porque supongo que serán del Real Madrid. Yo creo que todo el mundo es del Real Madrid. Salvo los que odian a España. A mí me gustaba mucho ver los partidos en la tele. Cuando llegó la tele, que la traje yo a España, y eso no me lo agradece nunca nadie; antes tenía que oírlos por la radio. Pero uno no puede hacer lo que quiere, no puede ver el fútbol, o el cine, que también me gustaba mucho, ver películas americanas, o españolas, pero españolas de verdad… (Se interrumpe, vuelve a ensayar el gesto.) Españoles… Quien recibe el honor y acepta el peso del caudillaje, en ningún momento puede acogerse legítimamente ni al relevo ni al descanso… (Al público.) Pero ¿qué descanso?, si no lo dejan a uno ni cerrar los ojos. (Otra vez en modo de discurso.) Ha de consumir su existencia en la vanguardia de la empresa fundacional para la que fue llamado por la voz y la adhesión de su pueblo…
Miliciano 2: (Interrumpiéndole.) Franco era un asesino.
Franco: Y este, ¿por qué habla de mí en pasado?
Miliciano 2: Ya lo era antes de la guerra.
Franco: Ah, antes.
Miliciano 2: Aquí donde le veis, cortaba orejas a los africanos. Y la cabeza de los cadáveres. Y fusilaba como un loco.
Apuntador: (Citando de la primera edición de Diario de una bandera con el tono de quien cuenta un cuento.) El pequeño Charlot, cornetín de órdenes, trae una oreja de un moro, «lo he matado yo», dice enseñándola a los compañeros. Al pasar un barranco, vio un moro escondido entre unas peñas y, encarándole la carabina, le subió al camino junto a las tropas; el moro le suplicaba: «¡Paisa no matar, paisa no matar!». «¿No matar?, ¡eh!, marchar a sentar en esta piedra», y apuntándole descarga sobre él su carabina y le corta la oreja que sube como trofeo. No es esta la primera hazaña del joven legionario.
Falangista: Pero era cristiano. Era un buen creyente.
Franco: Qué manía de hablar de mí en pasado. Lo sigo siendo. Soy cristiano por la gracia de Dios. Yo me sabía el catecismo de memoria. ¿Eres cristiano? Soy cristiano por la gracia de Dios. ¿Qué significa ser cristiano? Ser cristiano significa ser discípulo de Cristo. ¿Cuál es la señal del cristiano? La señal…
(Se oye un chirrido y se abre otra trampilla en el suelo del escenario. Todos se vuelven hacia ella, también los obreros. Se queda unos segundos abierta. Al fin asoma, aunque no entera, la cabeza de Millán-Astray, tuerto y con gorro de legionario. Sigue unos segundos medio agazapado, mirando a todos.)
Millán-Astray: ¿Ha visto alguien mi mano izquierda? No encuentro mi mano izquierda.
(Todos se interrogan con la mirada. Alguno hace el gesto de rebuscar en los alrededores. Niegan con la cabeza.)
Millán-Astray: Yo antes tenía una mano también de este lado. (Levanta la manga vacía). No sé dónde habrá ido a parar. (Sale con mucho esfuerzo de la trampilla y se dirige al centro del escenario mientras inspecciona su propio cuerpo –Franco se ha retirado a un lado hablando solo, como si continuara recitando el catecismo–. Lleva un bastón en la mano derecha.) Tenía una mano izquierda y un brazo izquierdo. Pero ya no están. (Declamando.) El camino del samurái se encuentra en la muerte. (Otra vez más para sí.) Pero esto no es morirse, esto es un despiece, como si fuese una res. ¿Y mi ojo derecho? ¿Ha visto alguien mi ojo derecho? También me falta un trozo de una pierna. Si quieren se la enseño. (Comienza a subirse la pernera, pero se interrumpe.) Lo que me inquieta es qué va a pasar después, cuando me muera, quiero decir. Seguro que no lo han pensado nunca, pero el día de la resurrección de la carne, ¿dónde voy a resucitar? ¿Van a resucitar todos mis miembros juntos o voy a ser como un mecano? Uno aquí, otro más allá, otro a diez kilómetros. ¿Voy a ser tuerto en el paraíso? Ja, ustedes se ríen, pero es un asunto muy serio. Por cierto, ¿se comerá bien en el otro mundo? (Declamando.) El samurái se limpia con el mondadientes aunque no haya comido. Por dentro, pellejo de perro; por fuera, piel de tigre.
La obra completa El Valle de los muertos vivientes
(La comedia salvaje reloaded) será publicada próximamente en La Marea.
Falta la iglesia:
La Iglesia católica, la misma que nos dictaba para hacer la comunión, la misma que está en centros educativos, la misma que crea toneladas de culpa en su discurso, que dicta el pecado y que otorga el perdón, es la que acumula cientos de pecados ocultos durante años. Su estamento barrió el escenario de aquellos horrores y crímenes y los ocultó bajo la alfombra.
Con el paso del tiempo, tenemos sobre la mesa dos de las grandes vergüenzas de la Iglesia. Los bebés robados del franquismo y los casos de pederastia son dos ejemplos máximos de vulneración de los derechos humanos dentro de la institución. Aunque se exponga a sus culpables y se repare parte de la dignidad de sus víctimas, nada podrá curar el inmenso trauma y horror que esos actos han supuesto en cientos de personas. Y eso que nunca llegaremos a saber la dimensión de la realidad, bien por desconocimiento o por miedo. No es fácil enfrentarse a un estamento sagrado en un país que, por mucho que diga en su Constitución que es aconfesional, tiene la buena consideración de las instituciones y la sociedad.
En el caso de los bebés robados, iniciado en el franquismo, se calcula que unos 30.000 niños fueron arrebatados de sus madres, la mayoría republicanas, presidiarias o madres solteras. Pero aquello también ocurrió en democracia. En una denuncia, conocimos que en 1981, Purificación Betegón perdió a sus gemelas en la clínica Santa Cristina de Madrid. Teresa Gallardo, médico residente que atendió en el parto, concretó la existencia de un “protocolo” especial para atender a las embarazadas que enviaba la monja María Gómez Valbuena. Las marcaban con un “paciente sor María’” y se les ponía una anestesia para que la madre no oyese llorar al feto. Cuando despertaban, comunicaban que los bebés habían muerto. Así, se cerraba la misión, con el dolor de una madre de haber perdido unos hijos y el horror de un menor que nunca conocería a su verdadera madre. Una desaparición forzosa que durante años nadie reconocía, y donde la Iglesia entregaba a esos menores a familias “de bien”. Aquella religiosa, de 87 años, fue citada a declarar como imputada, pero no acudió al juzgado y falleció cuatro días después. Esta trama se extendió hasta 1996. El 99% de los casos están archivados.
A estos casos espantosos, se une otro de igual envergadura imposible de cuantificar: los abusos sexuales a menores dentro de la Iglesia. Durante tiempo esos menores relataron auténticos espantos vividos, testimonios anulados frente a la buena imagen de la institución.
Un informe sobre abusos sexuales apunta que hay unas 100.000 víctimas de curas y religiosos en el mundo. Ha sido sistemático. La respuesta fue silenciar, trasladar a sus responsables a otras iglesias o mandarlos bien lejos, a Misiones.
En los dos casos, las víctimas son las únicas con la dignidad suficiente para hablar y gracias a ellas se ha levantado la alfombra que acumula cientos de vergüenzas. Porque hay otras muchas, como la complicidad con regímenes autoritarios o el papel clave y central que tuvo en todo el desarrollo del franquismo. Solo con estas dos situaciones que contemplo aquí, la Iglesia debería pedir perdón toda su vida.
https://laicismo.org/las-verguenzas-de-la-iglesia/