Internacional

AVANCE EDITORIAL | ‘Sucedió en Seattle. Crítica y delirio’

"Construimos un orden compulsivo que nos sirve para explicar las cosas, y a ese orden nos aferramos", asegura el autor.

Adelanto editorial del libro Alta cultura descafeinada. Situacionismo low cost y otras escenas del arte en el cambio de siglo (Siglo XXI, 2019), de Alberto Santamaría. Puedes conseguirlo aquí

Sucedió en Seattle a mediados de la década de los cincuenta del siglo XX. Podríamos decir que fue una extraña epidemia y que, como toda epidemia, esta se propagó rápida y estratégicamente. La historia podría contarse del siguiente modo. Durante varias semanas, en una ciudad como Seattle, fue aumentando de modo alarmante el número de conductores que, tras observar detenidamente los parabrisas de sus coches, se percataban –sobresaltados– de la existencia de pequeñas –mínimas– hendiduras, a modo de inapreciables cráteres, que se extendían a lo largo de la superficie del cristal. Entre el 14 y el 15 de abril de 1954 la policía recibió 242 llamadas de ciudadanos intranquilos ante aquel fenómeno. Según se narra en diversos lugares, la escena de tipos inclinados sobre la superficie del parabrisas con el fin de comprobar si sus coches habían sufrido aquel insólito y paranormal incidente se tornó habitual en las mañanas de la húmeda Seattle. La inquietud ciudadana crecía a un ritmo dramático. Nada ni nadie parecía quedar a salvo. El gobernador de Washington, visiblemente nervioso ante el sorprendente desarrollo de los acontecimientos y atemorizado por el caos social y político que esto pudiera provocar, envió una petición al presidente Eisenhower con el objetivo de que un grupo de expertos de la quisquillosa Oficina Federal de Verificación investigase lo que estaba sucediendo realmente. ¿Qué se ocultaba detrás de este misterio? ¿Cuál era la explicación válida para este fenómeno que cada día parecía afectar a más y más vehículos? Esa era la pregunta. Esa era la cuestión que abría la investigación. Fue un tal Jackson quien se ocupó de investigar el fenómeno y de, posteriormente, elaborar el informe acerca de la verdadsobre los hechos; un texto impactante y revelador. Jackson recorrió las calles de Seattle, habló con afectados, con mecánicos y chapistas, contempló el cielo, la lluvia, la condensación del aire, reconstruyó escenas, anotó cientos de historias y explicaciones en su pequeña libreta de anillas y, finalmente, en un intento desesperado por hallar una respuesta, se decidió a mirar desde otra perspectiva esos mismos parabrisas. Así, tras varias semanas de investigación, entrevistas y revisión de decenas de declaraciones y vehículos, un sorprendido Jackson llegó a la conclusión de que circulaban dos teorías sobre el fenómeno de los parabrisas. Según la primera de ellas, la llamada «teoría del fall-out»las recientes explosiones atómicas rusas habían contaminado la atmósfera y la lluvia radiactiva generada por los experimentos se había transformado, en el húmedo clima de Seattle, en una especie de rocío que dañaba los cristales de los parabrisas. Los partidarios de la «teoría asfáltica» estaban convencidos, por su parte, de que los largos tramos de autopistas recientemente asfaltadas, en virtud del ambicioso programa de red viaria puesto en marcha por el gobernador Rosollini, habían generado –también aquí bajo el influjo del húmedo clima de la región– numerosas partículas ácidas que afectaban a los hasta entonces incólumes parabrisas. En lugar de dedicarse al estudio y comprobación de estas teorías, los hombres de la Oficina Federal de Verificación concentraron su atención en una pregunta más elemental: y descubrieron que no se había producido en todo Seattle aumento ninguno de parabrisas dañados[1].

¿Qué había sucedido entonces? ¿Era una vulgar invención? ¿Había sido una falsificación de los hechos? ¿O era simplemente un truco? ¿Había en realidad causas para la alarma? Paul Watzla­wick lo expone del siguiente modo: «Lo que se había producido, en realidad, era un fenómeno de masas: al comenzar a correrse la noticia de que había parabrisas dañados fue en aumento el número de automovilistas que comenzaron a fijarse en sus propios vehícu­los»[2]. Ahora bien, estos automovilistas –como descubrieron «los hombres de la Oficina Federal de Verificación»– miraban el parabrisas inclinándose sobre el cristal para poder así examinarlo desde más cerca. De este modo, el número de marcas que se podían observar empíricamente era directamente proporcional a la edad del vehículo: cuanto más antiguo era el coche mayor el número de marcas. Observado el automóvil desde fuera, las señales eran evidentes. Sin embargo, desde dentro y según un ángulo normal, los «hombres de la Oficina Federal de Verificación» se percataron de algo muy interesante. «Desde este nuevo ángulo inhabitual de observación [desde dentro] destacaban claramente los minúsculos cráteres que hay en todo parabrisas y que son causados por el desgaste normal. Lo que se había producido en Seattle no era una epidemia de parabrisas dañados, sino una epidemia de parabrisas ins­peccionados«[3]. Parabrisas inspeccionados, esta es la conclusión de Paul Watzlawick, para quien esta falsificación de la perspectiva puede situarse dentro de una reflexión más amplia acerca de la aceptación de premisas en torno a las cuales creamos un orden, acerca de la imposibilidad de crear distancias críticas, o acerca de cómo aceptamos narraciones disciplinarias. Sí. De eso, en la misma medida, había hablado Walter Benjamin. He ahí el tema: la necesidad de construir historias y meternos dentro de ellas, habitarlas, eliminar las distancias, eliminar las disrupciones. El ser humano tiene esa necesidad de un orden; ese impulso de establecer líneas argumentales que partan de raíces (en principio incuestionables) a partir de las cuales construir nuestro propio sistema, o lo que es lo mismo: hacer de los signos territorios nuevos que justifiquen cualquier lectura. No se trataría tanto de un retorno de lo reprimido, sino de la habilidad de construir constantemente nuestro propio retorno. Para Watzla­wick «los seres humanos tendemos a buscar un orden en el curso de los hechos, y una vez que hemos insertado en ellos este orden, la visión de la realidad que de aquí se deriva se va autoconfirmando mediante una atención selectiva»[4]. Dicho de otro modo, actúa aquí el mismo mecanismo sobre el que se asientan las deformaciones de la realidad de alcance clínico: «una vez que se ha formado y consolidado una premisa, el resto del creciente delirio se produce de forma casi inevitable, a base de conclusiones al parecer totalmente lógicas, extraídas de aquella única y absurda premisa». Es decir: una construcción lógica que parte de una premisa cuestionable.

Tomemos este caso como punto de partida. Por extraño que parezca, el pensamiento de/sobre los parabrisas de Seattle, como es fácilmente intuible, no dista demasiado –en una comparación abierta– de las ideas (psico)estéticas sobre las que determinados artistas, escritores y teóricos trabajan.

La cultura –entendida esta por ahora en un sentido difuso– establece, sobre la base de los medios de comunicación, de la crítica, de la academia, del mercado, o de las redes, sus pequeños delirios desde los cuales se estabilizan presupuestos críticos y teóricos. Toda cultura presupone una forma de orden. En este sentido, tanto la cultura de masas como la alta cultura comparten no solo el hecho de una existencia casi imposible fuera del mercado, sino que, igualmente, sufren modos de crecimiento, variación y desinflado de carácter delirante similar. Es decir: construimos un orden compulsivo que nos sirve para explicar las cosas, y a ese orden nos aferramos. De este modo, las diversas cosmovisiones artístico-culturales, dicho de un modo grueso, se conforman progresivamente bajo la forma del delirio. Toda interpretación, en este sentido, asienta al mismo tiempo una lógica (y una economía) en apariencia incuestionable. Una compulsión de orden narrativo parece definir a la teoría. Milton Erickson se refería a esta «interpretación» como formando parte de la «técnica de la confusión»: cuando vivimos situaciones confusas, ante las cuales carecemos de referencias, «todo el mundo echa mano del primer cable aparentemente salvador […] incluso cuando el punto de apoyo en cuestión es totalmente erróneo o, al menos, insignificante»[5].

Con todo, el delirio (e igualmente «la técnica de la confusión») no ha de entenderse como una irrupción de «algo» sin sentido en el seno de una determinada concepción de lo real (con sentido), sino, por el contrario, como una construcción lógica y diferente de un universo real a partir de una premisa cuestionable. El delirio es un desvío que se construye desde otra lógica (pero al fin y al cabo una lógica); una repetición del presente donde este se nos muestra diferente: virtual. Lo virtual aquí remite al poder interno del delirio, al hecho de crear potencialidades paralelas. Algo que Paolo Virno apuntaba al sostener que «cuando sucede un hecho determinado, además de percibir la realidad, aprehendemos también su trama potencial»[6]. Es decir, construimos un orden teórico lógico a partir de una premisa (la idea de que existe una epidemia o una moda en torno a los parabrisas o cualquier cosa x) y desde ese momento diseñamos el orden interno de nuestro sistema mental (y cultural). Sobre este horizonte la interpretación sucesivaconstruye dinámicas que surten de conceptos, espacios y tiempos. No es exactamente una falsificación –donde hay una conciencia de la duplicación–, sino una desviación –la construcción de tramas potenciales– que nos permite, a su vez, desarrollar una lógica interna (ideas de ordensegún palabras del poeta Wallace Stevens) dentro de un contexto que exige una lógica –la que sea–. Ese orden y esa lógica requieren, a su vez, teorías que son, evidentemente, formas de asentar el delirio. La «teoría del fall-out» o la «teoría asfáltica» son muestras de ese sistema útil como representación. Teorías que son «algo que no se ve»[7]y que certifican, a su modo, un punto de vista. Y de eso, exactamente, trata la estética: de las relaciones que establecemos con la realidad[8], o al menos, de las formas desde las cuales dibujamos modosde acercarnos a lo real (y al arte). Más aún, podemos resumirlo como políticas de la experiencia.

 


[1]Cit. en P. Watzlawick, ¿Es real la realidad? Confusión, desinformación, comunicacióntrad. de M. Villanueva, Herder, Madrid, 1994, p. 88.

[2]Ibid.

[3]Ibid.

[4]Ibid., p. 87.

[5]Ibid., p. 40.

[6]P. Virno, El recuerdo del presente. Ensayo sobre el tiempo históricotrad. de E. Sadier, Paidós, Barcelona, 2003, p. 25.

[7]H. Blumenberg, La risa de la muchacha tracia. Una protohistoria de la teoríatrad. de T. Rocha e I. Reguera, Pre-Textos, Valencia, 2000, p. 15.

[8]«El campo original de la estética no es el arte sino la realidad, la naturaleza corpórea, material», S. Buck-Morss, Walter Benjamin, escritor revolucionario, trad. de M. López Seoane, Interzona, Buenos Aires, 2005, p. 173.

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