Feminisimo | Sociedad
Las víctimas olvidadas
"Desde que en 2013 se empezaron a contabilizar los asesinatos de menores por violencia machista, al menos 27 niños y niñas han sido asesinados en España, en la inmensa mayoría de los casos por parte de los padres".
Segunda parte del capítulo escrito por Patricia Simón en el libro Todas. Crónicas de la violencia contra las mujeres (Libros.com). Puedes leer la primera parte aquí.
Unos 800.000 menores conviven a diario con el maltrato a sus madres en España. Según un estudio de la ONU de 2006, entre 133 y 275 millones de niñas y niños están expuestos cada año a este tipo de violencia en el mundo. Y una encuesta realizada en los centros para supervivientes de esta lacra en España en 2005 encontró que el 66% de los menores sufrió maltrato directo. «Un hombre que les expone a ese tipo de vivencias no puede ser un buen padre. Miro a mis hijos —incluso a mis nietos, que también presenciaron algunas escenas violentas— y veo en ellos un gran dolor. Pero no soy capaz de hablarlo con ellos. Duele mucho», musitaba Pilar.
Desde que en 2013 se empezaron a contabilizar los asesinatos de menores por violencia machista, al menos 27 niños y niñas han sido asesinados en España por violencia machista, en la inmensa mayoría de los casos por parte de los padres, para hacer daño donde más dolía a sus madres. Hay casi una decena de casos más bajo investigación. Y sólo desde 2013 más de 221 se han quedado huérfanos por la misma vía.
«Para un menor, el peor de los malos tratos es ser testigo de violencia de género», sostiene el neuropsiquiatra infantil Jorge Barudy, fundador del Centro Exil destinado a la atención de los menores víctimas de violencia machista. Aunque el patrón de respuesta de estos críos es muy variado, todos los estudios de referencia coinciden en que la exposición a estas situaciones predice trastornos psíquicos que pueden derivar en síntomas postraumáticos, trastornos en los modelos de apego infantil, bajo rendimiento en pruebas de inteligencia y trastornos psicosomáticos.
Eugenia no se llama Eugenia, es el nombre que ha elegido para contar lo que tanto le sigue atormentando sin tener que abrir la espita de hacerlo público. «Es horrible crecer en medio de una guerra fría, esperando siempre el momento en el que todo va a saltar por los aires. Desear que tu padre muera para que llegue la paz y que tu madre pueda ser feliz. Pero es tu padre, y es como si estuviésemos programados para quererle a pesar de todo. Así que cuando muere, sientes una culpabilidad tremenda y la memoria empieza a reconstruir los recuerdos para priorizar los buenos. Y vuelves a sentirte culpable por sentir que, por momentos, le estás justificando, que estás traicionando a tu madre, a la que tenías que haber defendido más, a la que deberías seguir defendiendo sin fisuras. Es un dolor que arrastramos siempre y que, a ratos, te genera odio por los dos. Por haber tenido que vivir eso, por tener que mirar a la persona que eras de niña con tristeza, como un ser desprotegido al que no cuidaron lo suficiente», verbaliza lentamente esta mujer a la que le sigue costando reconocer como un trauma algo que era habitual en el pueblo andaluz en el que se crió. «Aunque entonces era habitual, cuanto más tiempo pasa, más pesa», añade.
La psicóloga Sofía Czalbowski, especializada en la atención a menores y familias víctimas de la violencia machista, lo explica así en Detrás de la pared, libro que ha coordinado: «Los niños y niñas viven en un ambiente como si fuera de guerra. Nunca saben cuándo va a estallar el siguiente episodio. (…) Los que padecieron los efectos de la guerra compartían sus vivencias, los de la violencia de género padecían el secretismo. Los de la guerra, la habían dejado atrás y antes hubo momentos felices. Los que habían sido expuestos a la violencia de género empezaron a sentirse mejor a partir de estar en una casa de acogida, antes no recordaban momentos felices».
La relación de las madres con los hijos fruto de las agresiones tampoco es siempre sencilla. «El susodicho no quería utilizar métodos anticonceptivos y escaparme para abortar tampoco era factible. Así que, a mi pesar, fui encadenando embarazos. Estar embarazada sin desearlo genera mucha culpabilidad. Cada nuevo niño supone que tendrás que pasar más tiempo con el maltratador o que te resultará más difícil huir. Ahora me cuesta tener una relación fluida con mis hijos porque sigo estando en conflicto con lo que viví, con la persona que fui», confesaba Pilar en un acto de valentía poco frecuente y con unos datos refrendados por la OMS como generales a las mujeres sometidas a estas circunstancias. Al menos el 45 % de las víctimas de violencia machista sufren abusos sexuales, según esta agencia.
Al igual que los embarazos forzosos, tampoco son infrecuentes los abortos o los daños sobre el feto provocados por los golpes recibidos. De hecho, según también la OMS, las agresiones aumentan durante el embarazo porque los atacantes perciben una mayor dependencia emocional por parte de sus compañeras —que más difícilmente les abandonaran en ese contexto—, muchos de los cuales dirigen sus golpes contra sus vientres para aumentar el impacto emocional en las gestantes por el temor a posibles daños en el bebé. Según numerosos profesionales de la salud consultados, se identifican pocos casos de este tipo por varias razones. Entre ellas, que el vientre de las encintas está diseñado como una especie de airbag con gran capacidad de protección, y que las mujeres agredidas que acuden al hospital —embarazadas o no— suelen ocultar el origen real de su malestar o lesiones.
«Cuando él entraba en la casa yo temblaba porque sabía que me iba a pegar. Tenía miedo. Me daba en la panza, me agarraba de los brazos como si yo fuera grande y pudiera defenderme. Una vez, mi hijo chiquito salió corriendo a buscar a mis padres, porque ellos sí venían y me defendían. Pero cuando se iban, él me decía: ‘Ahora sí me las vas pagar’, y me daba más duro. Actualmente, uno de mis tres hijos me maltrata, siempre está borracho y me dice que su padre le ha dicho que me puede hacer lo que quiera porque esta casa es suya. Un día van a venir los dos borrachos y me van a ahorcar», nos advertía Virginia Tum. Ella, como Pilar, también se veía muerta en cualquier instante. Por eso, sólo quería huir, «hacerme mi casita en otro sitio y vivir tranquila». Pero esa opción es aún menos factible en Guatemala para una mujer pobre y sin una estructura estatal real que las proteja. Cada noche rezaba para que no la matara su marido —que ya no vivía con ella— ni su hijo, con el que compartía techo, al que le seguía teniendo que cocinar, lavar la ropa y mantener con el trabajo que encontraba de vez en cuando en labores domésticas.
«Que tu padre sea un maltratador no te vacuna contra la violencia machista. Mis dos hijas la han sufrido, una de mis nietas creo que también. Y probablemente también la sufra mi bisnieta. Creo que me centré en educar a mis hijos para que no fueran maltratadores y olvidé educarlas a ellas para que no la sufrieran», reflexiona Pilar.
Ninguna ideología ha asesinado a tantas decenas de millones de personas a lo largo de la historia de la humanidad como el patriarcado. Ningún régimen o sistema como el que determina que lo masculino es el marco desde el que se define lo universal y que, por supeditación, existe lo femenino. Un sistema binario basado en una relación del poder ostentado por los hombres para los que las mujeres son sus súbditas y que engloba todas las esferas de la vida: la heterosexualidad como norma, el control económico, el espacio público como el propio de los hombres y el privado como el de las mujeres; las tareas reproductivas y de cuidados para ellas, la toma de decisiones para ellos.
La cultura machista es la que ha normalizado que anualmente unas 42.500 mujeres sean asesinadas en el marco de las relaciones de pareja o por familiares —en su inmensa mayoría hombres—, según el Informe Global sobre Homicidios de las Naciones Unidas de 2013.
Ese mismo año fueron asesinadas más de 3.300 mujeres por violencia de género sólo en Europa. Y, de nuevo, para adelantarnos a suspicacias, de las más de 38.000 denuncias que se interpusieron en España por este motivo en el primer trimestre de 2017, el 70 % eran de españolas. Es decir, que siendo mayor su incidencia entre la población extranjera, que representa el 10 % de los habitantes del país, no se corresponde con la imagen estereotipada que se suele transmitir de que es una problemática que afecta fundamentalmente a mujeres pobres e inmigrantes. Estas tienen que sobrevivir en una situación de mayor vulnerabilidad porque carecen —o es muy débil— de una red familiar de apoyo, porque pueden proceder de países donde las leyes no contemplan ni penalizan la violencia de género y, por tanto, desconocen la legislación española en este sentido; o porque conociéndola, son conscientes de que denunciar no garantiza recibir la protección necesaria. Pero, sobre todo, en los casos en los que están en situación administrativa irregular denunciar significa exponerse a ser deportadas a su país de origen. Por tanto, la ley de Extranjería favorece que un 36% de las mujeres asesinadas según el registro oficial del gobierno en 2018 fuesen extranjeras.
En cualquier caso, si no fuese porque la muerte anual de estas decenas de miles de mujeres son inherentes al sistema patriarcal dominante, ¿aceptaríamos que cualquier otro colectivo sufriera este número de bajas como si se tratase de un hecho irremediable?
ONU Mujeres, la Agencia de las Naciones Unidas para la Igualdad de Género y el Empoderamiento de la Mujer, define la violencia de género como «aquella dirigida contra una persona en razón del género que él o ella tiene así como de las expectativas sobre el rol que él o ella deba cumplir en una sociedad o cultura». Y ateniéndonos a esta definición, son muchas otras las tipologías de violencias que las mujeres sufren por el mero hecho de serlo.
Matar a sus hijos para hacer daño donde más duele a las madres…
¿pesa más el odio a la pareja o ex pareja que el amor a un hijo?
Algo está desequilibrado en esa cabeza.
Ninguna cabeza cabal lo haría.
Algo está pasando.