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Que nos devuelvan nuestro tiempo
Una reflexión sobre cómo el capitalismo, la precariedad y los nuevos modelos de vida han expropiado nuestro derecho al tiempo.
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¿Te agobia contar las doce campanadas? ¿Te estresa comerte las uvas? ¿Has pensado cómo vas a aprovechar tus días en el nuevo año? ¿No sabes de dónde sacar horas? ¿Renunciarás a pasear al perro? ¿Optarás por una jornada reducida? ¿Irás menos veces a ver a tu familia? ¿Temes que te regalen una agenda? ¿Un reloj? ¿Un libro de autoayuda? Pues tómate 10 minutos, que es lo que te llevará leer este artículo. Luego tómate otra horita para terminar de leer el resto del dossier. Puede que te sirva. Puede que no. Pero al menos podrás reflexionar un ratito sobre esta cosa que llamamos tiempo. Resultaba inevitable comenzar este especial –un poco de fin de año y mucho de inicio de curso– con las siguientes palabras: “Existe una cosa muy misteriosa, pero muy cotidiana. Todo el mundo participa de ella, todo el mundo la conoce, pero muy pocos se paran a pensar en ella. Casi todos se limitan a tomarla como viene, sin hacer preguntas. Esta cosa es el tiempo. Hay calendarios y relojes para medirlo, pero eso significa poco porque todos sabemos que, a veces, una hora puede parecernos una eternidad, y otra, en cambio, pasa en un instante, depende de lo que hagamos durante esa hora. Porque el tiempo es vida y la vida reside en el corazón”.
Los hombres grises de Momo, la conocida novela de Michael Ende, lo sabían perfectamente. Y por eso estaban empeñados en robar el tiempo a los seres humanos. A Fusi, un barbero cualquiera, le hicieron ver que dedicaba cada día ocho horas a trabajar, ocho horas a dormir y dos horas a comer. ¡Qué locura! Que dedicaba a su madre una hora entera, a la que le hablaba a pesar de su sordera. Un cuarto de hora a un periquito. ¡Quince minutos! Una hora a hacer la compra, lustrar los zapatos y otras cosas molestas. Y no quedaba ahí la cosa, no. Le hicieron notar, incluso, que una vez a la semana iba al cine y otra vez cantaba en un orfeón, y que se reunía dos veces por semana con sus amistades.
Ah, y a veces leía un libro. ¿Te imaginas? Leer de vez en cuando un libro que no sea una guía para saber cómo poder leer un libro sin sentirte culpable con todo el trabajo que tienes por delante, con todas las lavadoras que tienes que poner, con todos los pañales que tienes que cambiar, con todos los emails que tienes que responder, con los dos minutos que llevas ya sin ver Twitter… ¡Venga, piénsalo otra vez! Leer de vez en cuando un libro, dar un paseo, charlar tranquilamente como si no hubiera un mañana… Además, el señor Fusi dedicaba media hora al día a una chica de la que estaba enamorado. Y encima tenía la costumbre de sentarse cada noche, antes de acostarse, junto a la ventana para reflexionar sobre el día. Todo ello, según los hombres grises, era tiempo perdido.
Una imagen del documental ‘Ladrones de tiempo’.
“No me acuerdo del año exacto en el que leí Momo, pero debía de tener 10 o 12 años. Y lo que más me impresionó fueron las escenas donde los protagonistas empiezan a no tener tiempo, uno por el otro, por ejemplo, en el restaurante de barrio que se convierte en un fast food. La otra cosa que el libro explica muy bien, una lección en estos tiempos estresados, es el hecho de que cada hora es preciosa y una vez gastada no vuelve nunca más”, rememora Cosima Dannoritzer, directora del documental Ladrones de tiempo, en el que explora cómo nos hemos dejado llevar por la supuesta productividad y eficiencia sin poner demasiadas objeciones. Si echamos un vistazo a nuestras vidas, a nuestras sensaciones, quizá pensemos que hemos llegado al punto en el que, también como los hombres grises, consideramos que todo lo que no sea trabajar significa perder el tiempo.
“Llevamos un chip en la cabeza que nos dice que cada minuto podría ser lucrativo de alguna manera, de la misma manera que una máquina produce más si corre más horas. Esto viene de la época del capitalismo industrial. Para los empresarios, cuando instalaron máquinas de fichar en las fábricas, cada segundo se convirtió en posible ganancia, y cada segundo de pausa en posible pérdida. Hoy en día esta actitud ha ‘contagiado’ nuestro comportamiento fuera del lugar de trabajo: nos sentimos culpables si no aprovechamos cada segundo, y muchas veces cuando decimos ‘perder el tiempo’ lo que realmente estamos pensando es que estamos posiblemente perdiendo dinero. Pensamos: el tiempo es dinero. En vez de: el tiempo es vida”. Como trataba de transmitir Ende.
María Unanue vive en Bilbao, es profesora de inglés, francés y euskera en primero de Bachillerato. Tiene 34 años. Vive con dos perras con las que pasea a diario, ensaya con su grupo de teatro semanalmente, come con sus amigas una vez por semana y no tiene pareja en estos momentos –cosa que celebrarían con entusiasmo los hombres grises–.
Hace unos días, respondió así, en el blog de Píkara Magazine alojado en eldiario.es, al anuncio de vinos Ruavieja, una versión actualizada del vuelve a casa por Navidad que se encarga de recordarnos las pocas horas que nos quedan para tomar un café o echar unas risas con nuestra gente: “No veo a mis amigas por lo mismo por lo que no leo y por lo que hace meses que no bailo: porque vivimos en una colmena capitalista individualista donde el eje es ir a trabajar”. Aun así, asegura Unanue, su situación no es la peor: “Siendo adulta tengo la mejor vida que se me ocurre y lo cierto es que tengo tiempo de hacer todo lo que quiero. De hecho he elegido conscientemente tener más tiempo y menos dinero. En cualquier caso, sí hay algo que echo de menos de cuando era niña y es precisamente que mis amigas tenían la misma vida que yo tenía. No había nada que negociar, no había que ir rascando minutos: pasábamos horas y horas y más horas juntas y eso era el objetivo prioritario de nuestras vidas en sí mismo. Hoy por hoy, por las vidas que ellas han elegido, eso es prácticamente imposible. ¿Que te hemos metido por los ojos que tienes que trabajar para ganar dinero porque si no no eres nadie? Bueno, pues ahora que estás hasta el cuello de trabajo y difícilmente conseguirás salir de ese marrón, te jodes y te decimos que lo importante es pasar tiempo con las personas que quieres, viajar o hacer mindfulness“, reflexiona.
LA PRECARIEDAD Y EL TIEMPO ABSTRACTO
Su abuelo y su abuela migraron desde Galicia a Suiza, y después a Francia. Ella, empleada del hogar; el, cantero. Su madre se crió con monjas en un internado. Y esa educación, cuenta esta joven, la dejó marcada: “Desde pequeña yo notaba que cuando mi madre hablaba conmigo sin verme (estando en casa de mi abuela, aprendiendo inglés fuera, erasmus…) se preocupaba en exceso sobre si me estaba divirtiendo más de lo que ella consideraba ‘normal’ y veía extraño que no le contara ninguna ‘desgracia’. A ella le inculcaron que el ocio y la diversión no eran algo deseable. Y me temo que las creencias judeocristianas en las que se han criado nuestras abuelas y madres nos han transmitido que hay que vivir con cierto grado de sufrimiento, porque esto será señal de que se están haciendo las cosas bien”. Desde su punto de vista, considera comprensible que su generación tenga “una bomba de relojería en la cabeza” y sienta que no trabajar y no sacrificarse es ir al infierno: “Nos falta recalibrarnos la vida y actualizar las expectativas, que no son las de nuestras abuelas o nuestras madres“.
El sociólogo Jorge Moruno, autor de No tengo tiempo. Geografías de la precariedad (Akal, 2018), explica que el capitalismo inauguró un concepto, el “tiempo abstracto”, que, a diferencia de los tiempos concretos usados para medir lo que se produce, impone una única modalidad de tiempo para medir socialmente todo. “Los tiempos concretos miden lo que se tarda en hacer algo según distintos criterios, como el tiempo que lleva rezar un padrenuestro o lo que se tarda en hacer el arroz. En la modernidad todo eso cambia y se impone una única forma de tiempo para medir cualquier cosa que se produzca”.
Esta realidad, prosigue, trastoca las formas de vida, separa a la población del acceso directo a los medios de subsistencia para convertirlos en trabajadores libres, es decir, en una mercancía llamada fuerza de trabajo que tiene que vender su tiempo a un tercero para acceder al dinero que le permite obtener los medios de subsistencia. “Así –dice– la libertad es la libertad de comprar el tiempo de otros como un medio para unos fines, y la libertad de los otros para dejarse comprar, sin cuestionar nunca aquello que denunciaba el protagonista de Germinal: ‘Por qué la riqueza de unos, por qué la pobreza de otros’. Nace así la sociedad de trabajadores, una sociedad fundada sobre la expropiación del tiempo que obliga a la población a ser libres de vender, como ‘mejor negocien’, su capacidad de trabajar; su tiempo de vida para producir riqueza como capital”. [Ver entrevista aquí].
Fotograma del documental ‘Ladrones de tiempo’.
Manolo A., que trabaja como experto en redes sociales y tecnologías en una organización política, lo resume así: “Estamos rodeados de estímulos, de información, de entretenimiento y estamos permanentemente localizados para que cualquiera disponga del poco tiempo que pensábamos que teníamos libre. Esa tecnología y ese entretenimiento forman ya parte de nuestra vida y lo deseamos todo: más banda ancha, mejor móvil, todas las series o fútbol. Y todo eso vale mucha pasta. Nos obliga a trabajar más para poder pagarla. Es todo una trampa”. Y luego están las redes sociales: “Ese espacio donde puedes sentar cátedra sobre lo que desconoces y vender que tienes una vida que no tienes, 500 amigos en Facebook pero no dices ni buenos días al panadero real”.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), los riesgos directos del estrés laboral han sido relacionados con cardiopatías, trastornos digestivos, aumento de la tensión arterial, dolor de cabeza y trastornos músculo-esqueléticos como lumbalgias. Un estudio reciente de la Academia Americana de Neurología halló que las personas con trabajos muy exigentes y poco control sobre ellos tienen un 58% más de probabilidades de sufrir una isquemia y 22% más de sufrir una hemorragia cerebral. Otro estudio, publicado en agosto en la revista Neurology, sostiene que el estrés podría conducir a la pérdida de memoria y al encogimiento cerebral.
El filósofo Luciano Concheiro, que analiza en Contra el tiempo. Filosofía práctica del instante (Anagrama, 2016) la velocidad en su dimensión económica –la obsolescencia programada, el modelo de producción de Toyota, el de consumo de Zara…, reivindica, contra todo ello, la contemplación y la celebración de lo aparentemente nimio. Es decir, sentir que leer un libro o pasear o tomarte un café sin más no es perder el tiempo, sino ganarlo.
Un hombre con Bangkok al fondo. ÁLVARO MINGUITO
“La falta de tiempo es una ilusión. Los días siguen teniendo 24 horas como hace 200 años. No es que falte tiempo, es que sobran actividades y obligaciones que nos hemos autoimpuesto: ‘hoy no puedo quedar, tengo que ir al gimnasio’, ‘hoy no puedo quedar, tengo que ir a terapia’. Y, en realidad, la única excusa real que yo pongo es que hoy no puedo quedar porque tengo que descansar”. Todas esas opciones, por otro lado, han encontrado un nicho de mercado. “Solo hay que mirar cuántos talleres de gestión de tiempo se ofrecen, cuántos libros de autoayuda, cuántas webs donde puedes cazar los ladrones de tiempo en tu vida y hacerte más eficiente. Ahorrar tiempo se ha convertido no solo en una obsesión sino también en un negocio”, opina Dannoritzer.
¿Y no será que, además, nos organicemos mal? “Seguro que hay momentos donde nos podríamos organizar mejor, y también es verdad que voluntariamente perdemos mucho tiempo en Internet y en las redes sociales. Pero esta no es la historia completa y no siempre es solo culpa nuestra cuando el día se va volando”, añade Dannoritzer, que pone este ejemplo: “Hasta hace poco había que facturar las maletas en el aeropuerto utilizando una máquina. Ahora empiezan a pedir que imprimamos las etiquetas de maleta en casa para llegar al aeropuerto con todo preparado… Antes, había que pesar la fruta en el súper, ahora han puesto cajas autoservicio. El otro día incluso me encontré con una nota en un hotel diciendo que había que sacar las sábanas antes de irse y entregarlas juntas con la llave“. Antes, insiste, estos trabajos los hizo alguien con un sueldo: “Ahora lo hacemos nosotros y nos llaman empleados parciales; es decir, somos oficialmente parte de la cadena de producción sin darnos cuenta”.
“El marido de una amiga que trabaja en la construcción –apunta Unanue– toma ibuprofenos diarios para aguantar el dolor corporalque tiene. El sábado a las dos, cuando termina de trabajar y tiene tiempo para estar con mi amiga y sus dos hijos, a ver quién se atreve a decirle que no tiene tiempo porque no se organiza”. Y esto afecta más a mayor pobreza, como analiza la cineasta: “Vendo mi tiempo para cobrar un sueldo, y luego puedo utilizar este sueldo para comprarme más tiempo, pero esto no funciona si tengo un sueldo muy bajo y si tengo que trabajar a todas horas. Por ello, quien sufre más pobreza de tiempo son quienes tienen trabajos más precarios, y esto afecta a las mujeres. El acceso a algo de tiempo libre debería ser un derecho humano, igual que el acceso a la educación o el sistema de salud”.
EL CUIDATORIADO, NUEVA CLASE SOCIAL
Venga, un par de minutos más. Un último anuncio. ¿Recuerdas este de Pavofrío? Nace el primer restaurante que cocina recetas libres de éstres, donde tienen como plato del día ‘No he ido al gimnasio porque no me ha dado la gana’. Una de las comensales pide un suculento ‘Hoy no llego a recoger a mis hijos al cole con loncha de pavo acompañado de ya está su padre para hacerlo, digo yo’. Otra se decanta por este plato: ‘Sigo sin pareja estable y me la resbala sobre base de aguacate y arándanos, con extra de me la resbala’. La socióloga María Ángeles Durán cuenta en El valor del tiempo. ¿Cuántas horas te faltan al día? (Espasa, 2006) que, cuando nació su tercer hijo, el bebé tuvo una diarrea que le supuso en el plano práctico poner cinco lavadoras en un solo día.
“Fue al día siguiente de aquella urgencia, en el fragor de la lucha con montañas de sábanas, sabanitas, faldones, toquillas, camisones, empacadores y plásticos sucios, cuando decidí que llevaría un diario en el que apuntaría todos los consumos de tiempo imprescindibles que se realizaban en mi casa para atender la vida doméstica cotidiana. Me resultaba incomprensible que en la facultad de Económicas, en la que enseñaba entonces, se concediese más importancia analítica al nacimiento de ovejas y vacas que al de niños. Y dispusiésemos de mejor información periódica sobre las toneladas de carbón que se extraían que del esfuerzo y tiempo que era necesario aplicar para mantener en condiciones de funcionamiento normal, esto es, de bienestar medio, la vida dentro de los hogares”.
Es lo que denomina en su libro La riqueza invisible del cuidado (Universitat de València, 2018) como el cuidatoriado, una nueva clase social compuesta mayoritariamente por mujeres. Y ocurre también que ese tiempo es difícilmente medible en una linealidad y darle un valor monetario cuando se realiza fuera del mercado, como argumenta en La economía de los cuidados (Deculturas, 2016) la catedrática de Historia e Instituciones Económicas Lina Gálvez: “El tiempo del cuidado es otro tiempo, es un tiempo slow que pone límites entre otras cosas a la automatización de ese cuidado”. Implica lentitud, un factor emocional, es un tiempo de calidad. Un tiempo sin tiempo, como el que disfrutan los niños y las niñas.
Así que, siguiendo con Momo: “Organizaremos una gran manifestación de niños. Pintaremos pancartas y carteles e iremos con ellas por todas las calle. Así atraeremos la atención sobre nosotros. Vendrán aquí a miles. Y cuando se haya reunido aquí una multitud increíble, desvelaremos el terrible secreto. Y entonces el mundo cambiará de golpe. Ya no le podrán robar el tiempo a nadie. Cada uno tendrá tanto tiempo como quiera, porque volverá a haber bastante. Y eso, mis queridos amigos, lo podemos hacer todos juntos si queremos. ¿Queremos?”. ¡Feliz año nuevo!
La consigna de las dictadura capitalista es: deprisa, deprisa….
Lo tienen todo pensado para que no pensemos.
Si empezamos a pensar, a reflexionar, a interiorizarnos hasta escuchar nuestra propia conciencia, con toda seguridad que les desmontamos el «chiringuito».
Así que lo tienen todo pensado, calculado y dispuesto para que en nuestro tiempo libre no nos falte tele
(63% según esta encuesta), futbol (cómo en los mejores tiempos del franquismo), ir de tiendas (a comprar lo que no necesitamos y el que pueda), vamos, que «adormideras» es lo que nunca nos va a faltar con la dictadura capitalista.
Ni cosas peores, como drogas, ludopatía, y otras adicciones. ¿que le importa a esta dictadura que echemos a perder nuestras vidas? lo que sí le intranquiliza es que nos diera por pensar. Nos tienen que mantenernos ocupados, incultos, manipulados, apresurados, distraídos en la intrascendencia para evitarlo.