Los socios/as escriben
Recuperar la interioridad
Reseña de 'Ángeles o robots', libro en el que Jordi Pigem reflexiona sobre la condición humana contemporánea bajo el impacto de la crisis ecológica, de la crisis de los horizontes tradicionales de progreso y del impacto de las nuevas tecnologías en nuestra experiencia cotidiana.
«No quiero viajar en una nave estelar, / con los pies sobre la tierra quiero estar. / No quiero viajar en una nave estelar, / a la sombra de una higuera una siesta voy a echar».
Así dice el estribillo de La nave estelar, canción de Juan Perro que narra la perplejidad de un individuo ante las consecuencias de los excesos tecnológicos de la era digital. La canción, que forma parte del álbum Río Negro (2011), ha regresado a mi mente de un modo recurrente durante las dos semanas en que he estado leyendo Ángeles o robots. La interioridad humana en la sociedad hipertecnológica (Fragmenta), un ensayo a cargo de Jordi Pigem, filósofo especializado en ciencia y ecología.
En junio de 2015, el papa Francisco publicó su segunda encíclica, Laudato si, una profunda exhortación a «mirar la realidad con sinceridad» en aras de preservar esta casa común que es la tierra. Muchos —católicos y no católicos— vieron en esta carta un acto de valentía y honradez por parte del pontífice. Aunque el núcleo de Ángeles o robots nació inicialmente como un comentario a la encíclica, para dar forma a las reflexiones que componen esta obra, Pigem se apoya además en textos de otros «autores críticos con el rumbo que está tomando el mundo». Entre estos autores destacan Raimon Panikkar (1918-2010) y Romano Guardini (1885-1968) ambos filósofos y teólogos católicos, catalán de origen índico y alemán de origen italiano respectivamente.
Viendo el exacerbado consumismo en que vivimos instalados, no hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que el mundo va a la deriva, posiblemente hacia lo que Guardini llamó una “catástrofe global”. En relación con esto, Ángeles o robots aporta datos bien reveladores, como por ejemplo el que hace referencia al doomsday clock (reloj final de los tiempos), un artefacto ideado por una organización de científicos independientes para indicar de manera simbólica lo cerca que estamos de una catástrofe global. Si bien las estimaciones de este reloj han ido fluctuando durante las últimas décadas, en 2018, debido al impacto combinado del cambio climático, la eclosión tecnológica y la amenaza nuclear, estamos más cerca que nunca del colapso total; concretamente, a tan solo dos minutos, al igual que durante los momentos más críticos de la guerra fría.
Lamentablemente, uno no tiene la impresión de que la humanidad vaya a realizar un cambio de rumbo drástico que nos evite la debacle. Ante la apremiante gravedad de esta situación sin precedentes en que nos encontramos, la sociedad muestra todavía una actitud evasiva que, tal como señalaba Bergoglio en Laudato Si, «nos sirve para seguir con nuestros estilos de vida, de producción y de consumo».
¿Acaso alguien con un mínimo de cordura es todavía capaz de creer que es posible seguir consumiendo y produciendo al mismo ritmo de las últimas décadas? Según Pigem, el crecimiento ilimitado de la economía no es posible porque «la Tierra tiene límites biofísicos y geológicos. En la actualidad, consumimos la abundancia que nos proporciona la tierra a un ritmo mucho mayor del que permitiría reponerlos, hipotecando así la capacidad de recuperación de los ecosistemas de los que la humanidad y el conjunto de la vida dependen». Y es que no existen ya en este sufrido planeta recursos suficientes como para universalizar el obsceno nivel de consumo de las democracias industriales.
Pasear innecesariamente en vehículos cada vez más lujosos y mejor equipados, viajar en avión cada vez con más frecuencia, son algunas señales inequívocas de la absurda ostentación de los habitantes de las sociedades del primer mundo. Sin embargo, este afán por hacer gala de grandeza tiene un coste para otras regiones del planeta. A estas alturas, quien más quien menos, todos han oído hablar, por ejemplo, de la terrible situación de la República Democràtica del Congo y de cómo el capitalismo mundial aprovecha la coyuntura de aquel país para abastecerse de coltán, un mineral utilizado para la fabricación de todo tipo de dispositivos móviles. ¿Debería nuestra ostentación ser considerada un delito? Probablemente sí.
Otra de las cuestiones a las que hace referencia Ángeles o robots es lo que el papa Francisco dio en llamar «la omnipresencia del paradigma tecnocrático», una suerte de fe ciega de la sociedad actual en las posibilidades infinitas que brindan los avances tecnológicos: «miramos la realidad a través del prisma tecnológico. El criterio predominante de evaluación es la eficiencia tecnológica». A pesar de nuestro afán por atribuir inteligencia a las máquinas, por más que hablemos de smartphones o de que incluso seamos capaces de crear algoritmos para escribir narrativa u obras académicas, lo cierto es que, según sostiene Pigem de modo irrefutable, «no hay inteligencia sin vida y sin sensibilidad».
Usadas con juicio y cordura, las nuevas tecnologías bien podrían brindarnos maravillosas oportunidades. Sin embargo, el uso descomedido y sin control que de ellas hacemos podría estarnos conduciendo hacia lo que Pigem llama «un laberinto crecientemente deshumanizador» capaz de poner en jaque incluso a la misma condición humana. Cada vez nos cuesta más vivir sin recibir los estímulos constantes y distracciones banales ofrecidos por dispositivos como el omnipresente smartphone. Cuesta creer que alguien sea capaz de hacer algo provechoso (ya no digamos alcanzar la excelencia en algo que se proponga) sujeto a las mil distracciones de la vida moderna, a la avalancha de datos derivados del uso enfermizo de los dispositivos móviles.
¿Dónde queda, a todo esto, nuestra interioridad? ¿Es posible recuperarla? Según Pigem, estamos ante una encrucijada: «Hay dos caminos, el de la interioridad y el de la reificación. Hay dos modelos, el de los ángeles y el de los robots. Son modelos incompatibles, son caminos divergentes. Hay que elegir«.
Después de leer Ángeles o robots resulta apremiante reencontrar nuestra esencia, lo que propiamente nos corresponde como seres humanos: retomar nuestros vínculos de hermandad con la naturaleza; sopesar el próximo impulso que nos lleve a consumir («cuanto más vacío se encuentra el interior de una persona mayor es su necesidad de consumo»); apartar la vista del móvil y recuperar la sana costumbre de mirarnos a los ojos los unos a los otros mientras hablamos.