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Elvira Lindo: “No quiero que me arrinconen para hacer gracietas”

La escritora dedica el último retrato de su libro a pintarse a sí misma con ese humor cervantino y azconiano que tanto le gusta.

Elvira Lindo. ÁLVARO MINGUITO.

El libro ’30 maneras de quitarse el sombrero’ (Seix Barral) es un conjunto de semblanzas de artistas extraordinarias. Su autora, Elvira Lindo (Cádiz, 1962), evoca en el título el episodio protagonizado por Maruja Mallo, Margarita Manso y Concha Méndez en el Madrid de los años 20: se quitaron el sombrero en la Puerta del Sol como gesto de protesta contra las normas que imponían la mansedumbre y el recato a las mujeres de la época. La Historia, sin embargo, se olvidó de ellas y se volcó con sus amigos: los poetas (hombres todos) de la Generación del 27. Acompañando a estas pioneras, Lindo enumera a otras mujeres geniales y compone con sus historias un pequeño tratado sobre el feminismo.

Se lo preguntaré de forma egoísta: ¿por qué yo no conozco a Concha Méndez? ¿Por qué me han ocultado a esta mujer?

Pues eso digo yo, ¿por qué no la hemos conocido? Pues por el ninguneo, por el hecho de que algunas de estas mujeres estuvieran casadas y se les diera más importancia a sus maridos. Incluso María Zambrano, que firma el prólogo de su biografía, se refiere a ella como «la mujer de Manuel Altolaguirre». No era solamente una cuestión masculina, todo el mundo estaba acostumbrado a expresarse así. Era como si no pudieran caber dos escritores en la misma casa. En realidad, ella, que era una mujer muy valiente, le arregló la vida a Altolaguirre, que era una persona mucho más vulnerable. Y no solo lo hizo con él, fue una buena anfitriona y protectora de otros escritores en el exilio, como ocurrió con Cernuda.

De esa generación me viene a la cabeza Pepín Bello. ¡Pero Pepín Bello nunca hizo nada! Lo conocemos solo porque era hombre.

Es un buen ejemplo, sí. Era un hombre muy simpático y ya está. Pero está en los manuales porque era una responsabilidad masculina de aquellos poetas nombrar a Pepín Bello. Porque era su amigo, la persona que les divertía. Siempre hay una persona así en los grupos. Pero no pensaban que tuvieran que nombrar a Concha Méndez y fue una escritora muy especial. Ella misma era una mujer muy especial.

En el libro usted confiesa que le interesa mucho la vida personal de los artistas que admira. ¿No tiene miedo de que, al conocerlos, luego resulte que son unos cabrones?

Pues no. [Risas]. Si en la vida solo hubiera personas intachables sería un peñazo. Sus contradicciones vitales me reconfortan porque yo también las tengo. Yo soy una persona vividora. A veces soy buena y otras me desmadro. Y las personas que nunca se equivocan a mí me ponen muy nerviosa. Soy comprensiva con los defectos. Siempre, claro, que no se trate de crueldad, mala fe o desprecio por los derechos humanos. Eso no.

Un ejemplo que está en el libro: ¿le gusta menos El guardián entre el centeno después de conocer el abuso que ejerció J.D. Salinger sobre Joyce Maynard?

Me sigue gustando, pero mi percepción sobre esa novela, que llenó mi adolescencia, ha cambiado. Yo quería ser Holden Caulfield. Hasta me compré una gorra como la que él lleva. Quería ser tan original como él. Pero hace tiempo empecé a percibir el lado tóxico que tenía, también sus cuentos: su tendencia a presentar a los niños como los únicos seres puros e inocentes y que las personas, cuando empezamos a desarrollarnos, nos convertimos en individuos despreciables. Esa idea es tóxica porque no es verdad. Holden Caulfield, visto hoy, a veces me parece un gilipollas. Es esa exaltación de la primera adolescencia, el momento en el que somos geniales. «Mis deseos son superimportantes, estoy en contra del mundo, todos los adultos me parecen unos pervertidos…». Todo eso encaja con la vida del propio Salinger y con el trato infame que le dio a muchas mujeres.


Elvira Lindo, en la entrevista. A. M.

La permisividad con la que fue acogido el escándalo de Salinger o el de Clinton con Monica Lewinsky sería intolerable hoy, pero se sigue votando masivamente por hombres que han dicho cosas abominables sobre las mujeres, como Trump o Bolsonaro. ¿Por qué?

Ayer leí una columna muy rara en la que se decía que estamos poniendo demasiado el acento en el racismo, la homofobia o la misoginia de estos líderes cuando eso es solo una carta de presentación y lo importante es lo que luego vayan a hacer. ¿En serio? ¿No hay que tener en cuenta las barbaridades que dicen? Creo que la tesis del artículo participaba de ese discurso que dice que las minorías han venido a joderlo todo. Y nos meten a las mujeres ahí, cuando no somos minoría, pero bueno. Dicen: «Tenemos que volver a la idea de la izquierda que de verdad se preocupaba por los problemas laborales». Y yo me pregunto: ¿pero es que es incompatible?

Me recuerda a otra mujer de su libro, Grace Paley, para quien ninguna lucha social fue irrelevante.

Grace Paley fue una diosa del activismo. Incluso dejó de escribir por eso. Participó en las luchas grandes y en las pequeñas. Estaba comprometida con el feminismo, luchó contra la segregación racial, contra la guerra de Vietnam, contra la guerra de Iraq, pero también se involucró en las protestas vecinales para conservar su barrio. Nada le era ajeno. Y lo hizo siempre desde la alegría. Era tan generosa que cuando la detuvieron en una manifestación y tuvo que pasar unos días en la cárcel, se sintió afortunada por tener la oportunidad de acercarse a las prostitutas para interesarse por sus vidas.

O sea, que no se puede ser feminista sin tener un compromiso social amplio.

Yo no lo creo, sinceramente. Yo soy feminista porque tengo que serlo. Lo necesito. Por mí y por otras mujeres. Por la sociedad. Y por usted también. Yo quiero que este libro lo lean también los hombres. Estas mujeres no solo me sirven a mí como ejemplo. Deben servir de ejemplo a todo el mundo. El feminismo tiene que estar dentro de un conjunto de aspiraciones sociales. Por eso no se lo puede separar de otros compromisos políticos o de otros colectivos o de las minorías. No creo que la izquierda pueda plantearse eso.

En el capítulo que le dedica a Chimamanda Ngozi Adichie explica que ella tiene seguidores que le piden que cambie la palabra ‘feminismo’ por la palabra ‘igualitarismo’. Y esa es una mala idea.

Claro, porque tiene que ver con la importancia de nombrar las cosas con exactitud. James Baldwin, en un debate interesantísimo con un profesor blanco que está favor de la igualdad, decía que no podían hablar solo de igualdad. «Porque yo soy negro», decía Baldwin. «A usted le parece fácil hablar de igualdad, pero yo me levanto y salgo a la calle y me basta un segundo para darme cuenta de que, en esta sociedad, no somos iguales». Y con las mujeres ocurre algo parecido. Hay cosas que nos afectan solo a nosotras. Por eso, como dice Chimamanda, no es el momento de cambiar el término feminismo. Porque además no se trata solo de una cuestión de igualdad: hablamos de una vulneración de los derechos humanos.

¿Quitarse el sombrero en Madrid en los años 20 sería el equivalente a quitarse el velo hoy?

Depende. Las Sinsombrero tenían ideas bastante libres pero yo he conocido a mujeres con velo que se parecen a ellas, con vidas y aspiraciones intelectuales libres. Cuando tienes que taparte la cara y la cabeza porque de otra manera no puedes salir a la calle, evidentemente eso es un acto represivo. Mire, yo no soy muy popular en Irán pero curiosamente Manolito Gafotas sí lo es, y a mi casa han venido profesoras iraníes con velo y a mí no me ha provocado ninguna incomodidad. Cuando se trata de una elección propia, ¿cómo voy a decirle yo a esa mujer que se tape o que se destape?

¿Está la corrección política matando el humor?

La corrección política nació en Estados Unidos, que es un país marcado históricamente por el racismo. Así que tenía y tiene su razón de ser. En España, cuando alguien dice que va a ser incorrecto políticamente es que va a decir una grosería. Y en el mundo ciertos líderes neofascistas están expresando en sus mítines que la corrección política ha encorsetado el lenguaje del pueblo y que hay que acabar con ella. Lo que están diciendo, en realidad, es que uno tiene derecho a ser racista, misógino u homófobo. No se trata solo de las palabras. Si para ti tu libertad consiste en hacer chistes de maricones, mujeres violadas, negros, gitanos, etcétera, pues te felicito. ¡Has encontrado la libertad! Pero yo creo que hay muchos otros campos para hacer humor. Aunque a veces me he preguntado si no estaré siendo demasiado puritana.

¿Y qué se ha respondido?

Que no. He reflexionado mucho sobre la transgresión en el humor y no puede ser que esa transgresión apunte hacia abajo. Reírse de la gente que tiene algún defecto o de sectores marginados o de los pobres… Eso es antiguo. Yo creo que podemos progresar un poco. ¡Incluso en el humor! ¿No hay más espacios en el humor que el aferrarse continuamente a la falta de piedad? El humor de Gila, por ejemplo, era un humor que acompañaba a los pobres en sus dificultades, no era a costa de ellos.

¿Se ha dado por vencida? ¿Ha dejado el humor?

Nooooo. Siempre procuro meter algo de ironía en mis columnas, pero hay temas que no me la despiertan. Si tengo que escribir de la pederastia en la Iglesia católica no puedo hacer bromas porque no me hace ni puta gracia, claro.

Y dice que está harta de que en los periódicos se use a las mujeres para que escriban textos graciosos como «guinda o chispa de la actualidad».

Sí, «para dar color». ¡Arrrg! No, yo he ido decidiendo qué es lo que quería escribir en cada momento y ya no quiero cumplir ese papel. No he perdido el humor, pero no quiero que me arrinconen para hacer gracietas. Yo también tengo una opinión.


Manolito is too much

Lindo dedica el último retrato de su libro a pintarse a sí misma con ese humor cervantino y azconiano que tanto le gusta. Ahí explica la incomprensión que han sufrido sus textos humorísticos (mucha gente pensaba que lo narrado en su sección Tinto de verano, que escribía en El País, era absolutamente real y que se refería a ella y a su marido, el también escritor Antonio Muñoz Molina). También habla de los quebraderos de cabeza que Manolito Gafotas, su personaje más célebre, le ha dado en Estados Unidos o en Francia, donde fue maquillado y censurado. Si su madre le daba pescozones era «maltrato infantil». Si su abuelo dormía con él, era «pedofilia». Y así todo. En Irán no le tocaron ni una coma, pero no publicaron el volumen en el que El Orejones salía del armario. Durante un tiempo, aquel niño de Carabanchel Alto le hizo sombra. «Pero ahora que lo he sacado de las colecciones infantiles, porque no quiero que sufra, estoy teniendo una especie de luna de miel con Manolito», explica sin perder la sonrisa.

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Comentarios
  1. “Cuidado con las mujeres cuando se sienten asqueadas de todo lo que las rodea y se sublevan contra el viejo mundo. Ese día nacerá el nuevo mundo”. Las palabras son de Louise Michel, poeta y luchadora en las barricadas de la Comuna de París.
    Así comienza «Revolucionarias» el libro de Josefina L. Martínez que recupera la vida de doce mujeres revolucionarias y rebeldes.

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