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Koldo Almandoz: “Lo que escondemos es lo que realmente nos define”

El cineasta reflexiona sobre su película 'Oreina' (Ciervo), una historia de un joven saharaui que intenta salir adelante en un entorno que no es el suyo: las marismas del río Oria, en el País Vasco.

Una escena de 'Oreina'.

Paul Bowles solía explicar su vida como expatriado en Marruecos recitando El canto de la golondrina de Las mil y una noches: “A mis ojos, no hay nada más delicioso que la condición de extranjera. Así me mezclo con los humanos porque no son de mi especie, y precisamente para ser una extraña entre ellos”. Koldo Almandoz (San Sebastián, 1973) agradece la referencia: “Me encanta Bowles. Pero, claro, él se refiere a ser un extranjero que llega a otro país desde Estados Unidos y con ciertos medios. No es un guineano que llega a Marruecos. Hay algo que también me interesa mucho de él: Bowles, evidentemente, no es un racista, pero sabía que nunca llegaría a ser amigo de verdad de la población nativa. Era muy consciente de que siempre sería visto por ellos como un medio para conseguir cosas y que eso era normal. El suyo es un planteamiento racial, no racista, pero también es real”.

¿Por qué hablamos de Bowles? Por observar el fenómeno de la extranjería desde otro punto de vista. La película que acaba de estrenar Almandoz, Oreina (Ciervo), cuenta la historia de un joven saharaui que intenta salir adelante en un entorno que no es el suyo: las marismas del río Oria, en el País Vasco. Llegó allí siendo niño, ha crecido allí, no tiene muchos recuerdos de su país de origen, habla euskera perfectamente y, sin embargo, tiene dificultades para ser aceptado por la población local. La gente allí a menudo se dirige a él en castellano porque, por su aspecto, no creen que pueda ser euskaldún. Para él, que ni siquiera puede ser considerado un extranjero en sentido estricto, parecer forastero no es precisamente una experiencia “deliciosa”.

Koldo Almandoz.

Periodista de formación, locutor, cantante punk y cineasta alternativo, el director donostiarra debuta en el largometraje con una película que insinúa más que enseña. Ese es otro rasgo muy vasco. Y, curiosamente, también muy árabe. “¡Yo me apellido Almandoz, así que lo tengo todo!”, bromea. En Oreina no quiere mostrar las emociones de sus personajes, es una película muy pudorosa. Y lo es conscientemente. “Tengo la sensación de que hoy quizás nos define mejor lo que no decimos, lo que escondemos, que lo que mostramos. Es un rasgo de esta sociedad contemporánea. Cada vez hablamos más de nosotros mismos, con menos pudor, y me parece que al final ahí hay más impostura o más mentira sobre lo que somos que cuando escondemos algo. Lo que escondemos es lo que realmente nos define. Yo quería transmitir eso en la película: los personajes se relacionan entre ellos, pero solo sabemos quiénes son de verdad cuando están solos. Por otra parte, no creo que haya un solo tipo de vasco o de español o de francés. Pero, por mi experiencia, en mi familia no somos gente que nos contemos todo, nos abracemos y nos besemos demasiado. Hay amor, por supuesto, pero no se muestra de una forma muy efusiva”.

Almandoz se enfrenta por primera vez a una producción de corte «industrial», como dice él, pero no ha querido cambiar radicalmente su forma de trabajar. Cuando rueda cortometrajes todo está abierto a la improvisación. No hay guiones de hierro que lleven la historia por donde se supone que debe ir. Con Oreina ha intentado hacer lo mismo. “No me gusta ir a un rodaje con todo organizado. Necesito zonas de duda porque creo que así estás abierto a que sucedan cosas. Yo me tengo que divertir trabajando. Para trasladar fielmente el guion, pues hubiera hecho un cómic”. Admite haber rodado «más de cien escenas» que no estaban en el plan inicial. El resultado es una historia bastante diferente a la concebida inicialmente. “Cambiar el plan de rodaje pone muy nervioso a todo el equipo, pero creo que es fundamental. Hay una escena en la que Khalil (Laulad Ahmed) y José Ramón (Patxi Bisquert) van en lancha hasta la desembocadura del río y entonces vemos ese mastodonte de cemento que han construido en Orio y que parece un nicho”. Explica que eso no estaba en el guion, pero que servía para mostrar otro personaje central de la historia: la mezcla de ambientes, el natural y el fabril, que se dan en la zona. “Más que el entorno de naturaleza pura, me interesa el entorno de periferia, que no solo se da en el País Vasco. Se ve también en Cantabria, Asturias, Galicia… En ese mundo se puede pasar de lo urbano a lo más salvaje en apenas medio kilómetro. Yo salgo de Donosti y lo primero que veo es el polígono industrial en el que curré cuando tenía 20 años. Hacía ese trayecto en moto y veía la fábrica, y al lado los caseríos, y más allá el barrio de los trabajadores del polígono, donde ahora viven sobre todo obreros de otros países y de otras culturas… Y toda esa variedad se da en un espacio muy pequeño. Está todo muy mezclado”.

Para él, ese paisaje de vías ferroviarias, carreteras, ciudades dormitorio, chimeneas industriales y naturaleza agreste —»y la gente que vive ahí», añade con énfasis— es algo familiar, algo que de pequeño no estaba acostumbrado a ver en el cine. Almandoz recuerda la primera vez que sintió algo similar. Fue con Tasio (1984). “Yo la vería con 12 o 13 años, y en su momento me marcó porque veía algo reconocible. Y pocas veces hasta entonces habíamos visto un entorno, una gente, un idioma que fuera reconocible”.

Con aquel título comparte a uno de sus actores, Patxi Bisquert, presencia totémica de la cinematografía vasca que no relacionó, en un principio e intencionadamente, con Tasio, aunque su personaje en Oreina también viva en una especie de simbiosis (maliciosa, eso sí) con la naturaleza. Cazador furtivo, pescador ilegal de angulas, disecador de animales, bebedor, putero, homófobo, expresidiario… lo tiene todo para que nos cayera mal, pero es el mentor de Khalil, lo acoge en su seno, lo trata con respeto y afecto paternal, por lo que es muy difícil odiarlo. “Hay dos cosas que me molestan mucho en el cine: por un lado, detesto los subrayados, ya sean con la música o con el texto; y por otro, pastorear al público, decirle qué es lo que tiene que pensar y lo que tiene que sentir. Yo sé que el cine es manipulación, que es mentira, y no lo niego, pero me molesta ir a ver una peli y sentir eso”. Por eso siempre esconde sus cartas. Sabemos por una conversación con Khalil que el personaje de Bisquert ha estado en la cárcel, pero no sabemos por qué. ¿Ha estado en ETA? “Es lo primero que piensas, claro. Un hombre de esa edad, con condenas de 3 y 4 años… Y empiezas a atar cabos: ‘No hay delito de sangre, entonces es por colaboración’. En nuestra mente de vascos eso lo tenemos como muy claro. Pero a mí me da igual que haya estado en la cárcel o no. Incluso a él le da igual. Lo importante, lo que a él le jode, es que perdió a su novia. Siempre hemos afrontado ese tema desde un punto de vista muy general: la lucha de ETA por unos ideales, pero no se cuenta la historia en minúscula, lo que esa gente deja atrás, la vida íntima. Lo han dado todo por una causa pero la causa personal, la causa de la gente que quieren, su familia, su pareja, sus hijos, la hemos tenido abandonada. Eso es una cosa también muy vasca”.

En su afán por perseguir el realismo, Almandoz eligió como protagonista a un actor no profesional, desestimando otras opciones más cómodas. “Por fenotipo y por su conocimiento de la lengua, Eneko Sagardoy [el premiado gigante de Handia] era perfecto, pero entonces iba a ver en todo momento a un actor haciendo de árabe y no quería eso. Hicimos un casting y Laulad Ahmed ni siquiera fue el que mejor lo hizo, pero es que su historia personal era muy parecida a la del personaje que yo había escrito. Era él. Laulad es un chico más espabilado que cualquier chaval de 20 años de Donosti porque ha tenido que buscarse la vida. Estoy muy contento con su trabajo. Es creíble”. Además, hay otro detalle, quizás menor, pero al que el director concede una gran importancia: “Laulad es saharaui, no marroquí. Mi generación está muy acostumbrada a que, desde hace 25 años, todos los veranos vienen chavales del Sáhara y hemos crecido con ellos alrededor, hemos jugado al fútbol en la playa con ellos. Quien conoce ese fenómeno, será capaz de captar otra capa más de realidad”.

Almandoz tiene a gala ser un cineasta instintivo y eso es lo que enseña a su alumnado en sus clases de la Casa de la Cultura de Larrotxene –por la que tiene una especial querencia por su carácter popular: “Allí hay desde señoras de 60 años hasta chavales de 14 que quieren hacer vídeos de skate”– o en sus tutorías en la Escuela de Cine Elías Querejeta. “Yo soy consciente de que la mitad de ellos saben más de cine que yo. Al final soy yo quien aprende de ellos. Lo que quiero transmitirles es una especie de antiacademicismo. Creo que es bueno que los cineastas jóvenes huyan un poco de la cinefilia, que no sea esa su única inspiración. Se lo escuché a Lucrecia Martel en una charla y tiene toda la razón: estamos tan empeñados en que para ser cineasta tienes que ser cinéfilo que al final nos olvidamos de otro tipo de fuentes: la literatura, la tradición oral, la calle, las experiencias propias… Por ejemplo, ella usó los cuentos de miedo que oía de pequeña en su casa para hacer La ciénaga (2001). El cine se puede alimentar de muchas otras cosas”.

A su juicio, afrontar el trabajo sin ideas preconcebidas es lo que hará surgir la magia: “Prefiero arriesgar y hacer una película imperfecta pero con momentos notables que hacer una película correcta, con un guion de hierro, en la que todo está explicado pero que en cuanto salgas del cine se te haya olvidado”.


Paisaje humano

En Oreina, Koldo Almandoz ha querido mostrar un fenómeno que está cambiando, para bien, el paisaje étnico de Euskadi. “En esa misma marisma de Orio hay una segunda y una tercera generación de gente que vino del Magreb y que sabe euskera, que se ha educado en ese idioma. Por ejemplo, Kamel Ziani, el atleta. Y yo conozco el caso de Ondarroa, adonde llegaron muchos senegaleses para trabajar en la pesca. Sus hijos están perfectamente integrados y los ves con 18 años participando en las traineras. No son inmigrantes y sin embargo no los consideramos como nuestros. Y en sus países de origen tampoco son considerados como nacionales”.

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Comentarios
  1. Lo importante es de dónde se siente uno, que suele ser en dónde se siente más a gusto, no de dónde te sienten los otros.
    «No son inmigrantes y sin embargo no los consideramos como nuestros. Y en sus países de origen tampoco son considerados como nacionales”.
    Esto también se puede dar sin salir de la Península Ibérica:
    Más de uno hemos experimentado lo que cantaba Labordeta en esta estrofa de «Crónica del regreso»:

    Y de golpe me encuentro en mi casa,
    forastero en donde nací,
    forastero también
    en el tajo
    donde yo levanté con mis manos
    lo que uno trabaja por mil.
    https://www.youtube.com/watch?v=EY1Kq3MuCWI

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