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¿Migrante? ¿Refugiada? Llámame Jénnifer
Esta es la historia de Jénnifer, una de las protagonistas de Mujeres que se mueven, un libro coescrito por Patricia Simón y editado por Médicos del Mundo.
La política de cierre de fronteras de la Unión Europea fuerza a miles de mujeres a acudir a las redes de trata para migrar a su territorio e, intentar así, mejorar sus vidas y las de sus familias. Y cuando consiguen escapar de sus tratantes, ya en el país de destino, a menudo se quedan en la clandestinidad, sin posibilidad de acceder a los papeles y, por tanto, salir de la economía sumergida. Mientras, los gobiernos destinan cada vez más presupuesto a campañas de sensibilización contra la trata, sin afrontar sus causas: la creciente desigualdad Norte-Sur y las barreras a las migraciones. Esa es la historia de Jénnifer, una de las protagonistas de Mujeres que se mueven, un libro coescrito por Patricia Simón y editado por Médicos del Mundo:
«Ahora, por fin, estoy disfrutando de ser madre, con mi tercer hijo. Me dice “te quiero mucho, mami” y me abraza. Tiene cinco años. Mis otros dos hijos están en Nigeria. Tienen 17 y 18 años. Cuando los secuestros de Boko Haram, en 2014, me pasé tres meses sangrando. El médico me decía que estaba todo bien, que era por la situación de estrés que estaba viviendo. Temía tanto que les pudiera pasar a ellos. Estoy arreglando los papeles para poder traérmelos. Llevo casi catorce años sin verlos. La misma edad que yo tenía cuando tuve al primero. Un año después tuve al segundo.
Mi vida ha sido muy larga, tanto como para haber criado a once niños a mis treinta y tres años: mis dos hermanas por parte de madre y padre, seis más que tuvieron mis padres por separado y mis tres hijos.
Todo empezó mal y muy pronto. Mi madre sólo tuvo hijas con mi padre y eso, para mi abuela, era tener ‘ashawos’, ‘putas’. Por esa razón, le pegaba y le insultaba, así que cuando tuvo a la tercera niña se marchó porque ya no aguantaba más. Mi padre era policía y se pasaba todo el mes fuera de casa, sólo venía tres días de permiso, le daba el dinero a mi abuela y se iba. Yo tenía tres años cuando mi madre huyó por primera vez. Cinco cuando se marchó definitivamente con mi hermana pequeña.
Mi abuela no nos daba de comer ni nada con el dinero que le daba mi padre, se lo gastaba todo en su hija menor. Yo no usé zapatos hasta que huí de mi pueblo a los diez años. Como no teníamos ropa y allí son habituales las riadas, me iba al río a buscar trapos arrastrados por las lluvias para que mi hermana y yo pudiéramos cubrir nuestros cuerpos. Tenía que ir hasta siete veces al día a buscar agua a muchos kilómetros de distancia. Y todavía hoy tengo cicatrices de las palizas que me daba mi abuela. Allí las edades son tan distintas a como se conciben aquí como la propia vida. Tanto que a los siete años me escapé con una chica a la ciudad. Una señora se apiadó de mí y me ayudó a vender agua en la calle y así ganar algo de dinero. Mi abuela fue a buscarme, dejó a su hija en mi puesto de vendedora y me llevó de vuelta al pueblo para ponerme a trabajar en el campo. Recogía ñam y picante para ella. Nunca fui al colegio. No sé leer ni escribir.
A los nueve años me volví a escapar y llegué a Benin City, capital de Edo State (Nigeria). No hablaba inglés y sentía vergüenza por haber crecido en un pueblo donde sólo hablábamos la lengua local. Allí aprendí cosas básicas como que había que echarse jabón para ducharse.
Fue entonces cuando me reuní con mi madre y mi hermana pequeña. Ella me abrazaba mientras lloraba y lloraba, y me decía “pasaron muchas cosas, te las contaré cuando seas mayor”. A mí me costaba mucho llamarla ‘mamá’. Pero mi padre nos encontró y la amenazó con que si yo no volvía con mi abuela, nos destrozaría la vida. Era policía y podía hacerlo. Me he pasado la vida preguntándome si algún día podré ser feliz.
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Un par de años después, mi hermana mediana y yo nos escapamos y terminamos viviendo en la calle. Un día, un policía que conocía a mi padre se nos acercó y nos dijo que no podíamos seguir viviendo así. Nos llevó a su casa. Nos daba dinero y comida. Un día empezó a tocarme. Yo le pregunté que por qué lo hacía y me dijo que era normal. Hasta que un día se acostó conmigo. Yo tenía 13 años. No sé si fue una violación, yo no tenía opción porque si me hubiese resistido, él ya no nos habría seguido ayudando a mi hermana y a mí. Cuando acabó, me dolía mucho, no podía caminar bien y sangraba. Él me traía pastillas y comida para que no tuviera que moverme.
Para cuando nació mi primer hijo mis padres ya habían muerto. Yo no quería cogerlo en brazos, me daba miedo hacerle daño. Mi primera regla me vino meses después de tenerle. ¡Es que tenía catorce años! Al poco tiempo tuve al segundo. Fue entonces cuando me dejó por otra mujer. A mí y a nuestros dos hijos.
Su madre, mi suegra, me permitió vivir con ella durante cinco años. Hasta que consideró que había llegado el momento de que aprendiese a buscarme la vida sola con los críos. Entonces, empezaron a aparecer todos los hijos de mis padres. Tenía que hacerme cargo de ellos porque soy la hermana mayor. Trabajaba en una panadería y apenas ganaba dos euros al día. Eso cuando me pagaban. Fue en ese tiempo cuando conocí a la gente que me trajo a España.
Una vecina me dijo que traía a chicas a Europa para trabajar. Yo sabía que muchas terminaban siendo prostitutas, pero ella me prometió que no sería mi caso. Me llevó a un brujo para que me hiciera ‘vudú’. Tuve que prometer que pagaría la deuda porque si no lo hacía, moriría. Tardé un año en llegar a España. Nos trajo una chica y viajábamos en bus, en taxis colectivos… Lo peor, peor, fue Marruecos. Los policías quemaban nuestras chabolas, nos pegaban, nos hacían de todo. Llegué en patera a España, pero no recuerdo a qué sitio. Una mujer vino a buscarme al centro de la Cruz Roja en taxi. Me llevaron a una casa donde había más mujeres y la ‘madame’. El domingo fuimos a misa -soy católica- y por la noche me llevaron al parque. Entonces fue cuando supe en qué iba a trabajar. De puta. Cuando me negué, la ‘madame’ me dijo que tenía que pagarle la deuda si no quería morir: 45.000 euros. Yo no sabía ni lo que eran los euros ni nada.
“Chupar, diez euros; follar, veinte”. Eso fue lo primero que aprendí a decir en español. Pasaban muchos chicos en coches, algunos nos gritaban “putas” y nos tiraban latas de bebidas y otras cosas. Recuerdo perfectamente la primera vez. Un hombre me metió en su coche y me llevó a un sitio aislado. Me tiraba del pelo y me decía “fóllame, puta” mientras gesticulaba mucho. Yo le decía en inglés “Please, please. I am new girl” (“Por favor, por favor. Soy nueva”). Cuando acabó, se quitó la goma, me la tiró a la cara y me escupió. Tenía tanto miedo. Me sacó a empujones del coche y me dejó en medio del bosque. Yo lloraba buscando a las otras chicas. Cuando estás en esa situación el corazón bombea a toda velocidad hasta que termina. Piensas que te va a matar. Con el tiempo yo sólo quería fumar porros y beber whisky. Me volví alcohólica. Aún ahora, que ya no bebo ni fumo ni me prostituyo, cuando pienso en todo aquello, me duele la cabeza y el corazón se me acelera.
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Cuando la policía empezó a impedirnos trabajar en la calle, la ‘madame’ nos dijo que nos fuésemos a puticlubs. Así fue como llegué a un pueblo de Asturias, donde encontré a una señora muy buena. Era la dueña del local y me adoptó como si fuese su hija. Me contrató como limpiadora y cocinera para que dejase de trabajar en eso.
Cuando lo tenía todo en regla me pagó el viaje para que fuese a Valencia a arreglar el permiso de residencia. Pero me detuvieron en Oviedo y me dictaron una orden de expulsión. Llamé a la ‘madame’ porque ella siempre nos decía que teníamos un abogado que pagaba con lo que le dábamos. Cuando le conté lo ocurrido, me colgó y nunca más me cogió el teléfono. Así fue como di por saldada la deuda.
Luego empecé una relación con un español que me ofreció 300 euros a cambio de que dejase el prostíbulo. Al principio todo muy bien, pero cuando me quedé embarazada me abandonó. Pero me queda mi hijo.
Me gusta España porque no me ha abandonado. Estuve cinco años viviendo en una casa de acogida de ACCEM y ahora vivo en un piso de protección oficial. Lo único es que sigo sin conseguir los papeles, aunque lleve catorce años viviendo aquí y mi hijo sea español. Si no tienes siempre un contrato de trabajo, los pierdes y hasta que no los vuelves a conseguir, no te pueden contratar de nuevo. En la empresa de limpieza donde llevo años trabajando, por temporadas, me han dicho que volverán a contratarme si los consigo.
Lo que más me duele es recordar el maltrato de mi abuela y lo pequeña que era cuando tuve a mi primer hijo. Demasiado pequeña. Si eso hubiera ocurrido aquí, él estaría en la cárcel.
Eso sí, por fin, aquí y ahora hemos encontrado un poco de paz.»
Del libro Mujeres que se mueven, editado por Médicos del Mundo.
Perdónanos Jennifer, el mundo Occidental tenemos gran parte de culpa en la tragedia que ha sido tu vida.
Por insolidarios, por inconscientes, por ir egoistamente a lo nuestro sin importarnos el sufrimiento ajeno.
Sabemos que hemos vivido bien a base de depredar y saquear de una manera u otra a países dónde el pueblo clamaba justicia y ayuda. Seguimos permitiendo que gran parte de nuestros impuestos, en lugar de exigir que se destinen a proyectos de desarrollo, escuelas y hospitales en vuestros países, se destinen a armar a la OTAN, la más sanguinaria organización terrorista al servicio del capitalismo más sanguinario y depredador.
Te pido perdón, Jennifer; pero no me atrevo a prometerte que ésto va a cambiar. Veo mucha inconsciencia, ignorancia y egoísmo; pero quien sabe, nunca hay que perder la esperanza…