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No me daba tiempo

“No me da tiempo, no me da la vida. ¿No me lo da quién?", reflexiona la autora.

Lo recomiendo a todas horas y a quien quiera escucharme: Contra el tiempo (2016), de Luciano Concheiro, es un libro buenísimo. Lo encontré en la estantería de N. una noche de malestar. Llevaba un año allí, subrayado de forma convulsa por J., al que pertenece y a quien debo una respuesta a un mensaje desde hace meses, pero me fijé en su lomo la noche de aquel día, y no otra. Destilé su esencia en zigzag y escribí un tuit: “Habla de la aceleración (económica, política, social, física) como rasgo definitorio de nuestra época y de cómo la velocidad imposibilita hilvanar un relato coherente de nuestras vidas”. Este mensaje era, a su vez, una respuesta a un fogonazo anterior: “Cada vez hay más señales que constatan la provisionalidad (personal, laboral, cultural, ecológica, democrática) como nueva constante. Qué paradoja”, producto destilado de otros dos libros: Nueva ilustración radical (2017), de Marina Garcés, y No tengo tiempo (2018), de Jorge Moruno. Del segundo extraje una cita: 

“¿Por qué todo es coyuntura? Así es imposible programar nada, anticiparse o pensar en alguna forma de estabilidad”.

Llevo un año sin hacer planes a medio o largo plazo. No me da tiempo a pensar, hay cosas que debo resolver antes. Cosas urgentes. Ahora, esta noche, mañana al despertar, el fin de semana. Este y el siguiente y el siguiente, porque cuando no llenas tu tiempo con algo (un acto afirmativo, deliberado, aunque sea llenarlo de nada, de mirar al techo), algo lo invade. El trabajo, habitualmente. Hacerlo, pero sobre todo pensar en él, pensarlo en círculos. Qué curiosa esa expresión: “No me da tiempo, no me da la vida”. ¿No me lo da quién? No me daba tiempo a ir al gimnasio hasta que me apunté. No me daba tiempo a quedar con amigas hasta que me llamaron al orden. L. fue mamá en diciembre y aún no conozco al bebé. 

Voy corriendo para llegar puntual a mi entierro. No sé si esta frase la leí o se me acaba de ocurrir. Vivo la cosas como si estuviese de camino a otra parte. “Un día me agobié repasando las fotos del móvil, pasó todo tan deprisa que no pude disfrutarlo. Cuando las veo lo recuerdo, pero siento como si no hubiese estado allí del todo”, le cuento a A. Otras veces, la realidad se vuelve tan densa, tan intensa, que se convierte en un decorado y aparezco en la sala del VAR revisando mis propias jugadas. La música me ayuda a entender algunas cosas. “Hace poco volví a escuchar una canción que me gustaba y sentí que iba muy despacio. No la recordaba tan lenta”, le explico a L. en una escala internacional, una máquina del tiempo. “La que va a otra velocidad soy yo. Parece que voy en un coche que va frenando y mi cuerpo va hacia delante y la canción tira de mí hacia atrás”.

Trenzo tuits y conversaciones para poner en orden mis ideas, fabricar una cuerda, un “relato coherente” al que amarrarme. Qué hora es ya, se me ha pasado el día sin hacer nada. ¿Cuando pierdo el tiempo dónde va, quién se lo lleva? Multitasking, fragmentación brutal de la atención. Salto de esta página a Telegram buscando una conversación. Alguien me ha escrito, respondo, resuelvo. Aprovecho el viaje y reviso Gmail, Facebook, Twitter, algún periódico. Me entretengo un rato. Vuelvo a Telegram. ¿Por qué vine aquí? No lo recuerdo. Vuelvo a la página. ¿Por dónde iba? Buscaba una conversación. Y entro en bucle. Telegram tiene buena culpa de esto: es la oficina total, la farmacia de guardia de Podemos. “¿Por qué la gente me escribe a estas horas?”, le digo a A. un viernes a las once y media de la noche. “Porque respondes”, me dice. Y yo respondo mientras me censura con la mirada. 

“En la era de la satisfacción instantánea y la información total, la frustración se convierte en una de las fuentes más potentes de drama”, escribe D. T. Max en un artículo sobre SKAM, una serie para adolescentes que se desarrolla en Facebook e Instagram. Queremos algo y lo queremos ahora. Confundimos nuestros deseos con derechos mientras convierten nuestros derechos en deseos. Queremos cerveza a las tres de la mañana y llamamos a un rider; queremos calor y estimulamos la pantalla en busca de crushes; odiamos la publicidad de Spotify porque nos obliga a esperar; nos jode el modo aleatorio de la cuenta gratuita porque no nos deja elegir. Con esta canción no puedo correr. 

Sigo con el reportaje de D. T. Max: “La serie es adictiva del mismo modo que las redes sociales lo son. Si te pierdes muchos detalles, sentirás como si hubieses sido obligado a sentarte solo en la cafetería del colegio”. Esto tiene un nombre, FOMO (fear of missing out), y es el miedo a perderte algo de toda la vida, pero ahora se cuentan tantas cosas a la vez, y en tantas plataformas distintas, que es materialmente imposible enterarse de todo. ¿Viste el vídeo aquel…? No es que el pasado fuese un tiempo menos fragmentado o vacío, sino que los canales para representar la experiencia humana, especialmente la individual, eran limitados. Ahora no lo son y vivimos en la era de la opinión y la anécdota, del instante, de la obsolescencia de los hechos y la precariedad de las certezas. 

Otro tuit: “Hablemos de la caducidad de las verdades. De cosas que de repente ya no son (sin ser entonces mentira; simplemente se esfuman) y sobre las que hemos construido edificios. Qué hacemos con eso”. Hay verdades constantes y verdades provisionales. Las primeras, como las leyes de la física, encajan en la tercera definición de la RAE: “Propiedad que tiene una cosa de mantenerse siempre la misma sin mutación alguna”. Las segundas, en la segunda acepción: “Conformidad de lo que se dice con lo que se siente o se piensa”. ¿Qué ocurre cuando lo que se dice y lo que se hace responde a un estado transitorio? Avanzamos sobre la ficción de que las cosas permanecerán, al menos lo suficiente como para que nuestras decisiones nos reporten algún beneficio. ¿Haríamos lo mismo si supiésemos cuánto va a durar, como en aquel capítulo de Black Mirror que predecía la duración de las relaciones de pareja? ¿El tiempo es un gasto o una inversión?

Y de repente un hiato, un imprevisto, un contratiempo, “un suceso inoportuno que obstaculiza o impide el curso normal de algo”. Los desastres impugnan el tiempo, lo someten al curso de la fatalidad. Hace dos años, la vida de D. y su familia empezó a medirse en ciclos de quimio, en la pérdida de peso y cabello de su hija. “Los días avanzan sin darme cuenta y afuera suceden cosas en el mundo, en la casa. Catástrofes grandes o pequeñas que importan poco dentro de este habitáculo en que vivimos ahora. […] Hoy pesas 28 kilos”. Hoy la niña ya no pesa, y yo no he encontrado el momento de escribirle a D. que lo siento. Y lo siento.

Cuando me enteré, redimensioné algunas cosas. “Hay que parar en la cuneta a revisar lo que hemos creído”, dice una canción de Standstill. Hay que parar para seguir, y aprender a detenerse en movimiento. Contra el tiempo también habla de esto, de la necesidad de contemplar y celebrar lo aparentemente nimio. El autor lo llama Filosofía práctica del instante. Aún no he llegado a esa parte. No me he dado tiempo.

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Comentarios
  1. VOY CORRIENDO PARA LLEGAR PUNTUAL A MI ENTIERRO.
    Que sabia y genial frase.
    Así nos quiere la maligna dictadura capitalista: Corriendo o distraídos, todo, menos que nos diera por contemplar con calma nuestro entorno, la vida, que no nos diera por pensar, por reflexionar
    por ser dueños de nuestra propia vida y no permitir que la dirijan otros a su conveniencia y capricho.
    Por otra parte vemos el mundo a través de la tecnología y nos perdemos vivirlo directamente, al natural.

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