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Las llaves del cambio (y ese momento de volver a casa sola)
"¿Por qué tengo que llevar spray de pimienta en el bolso? ¿Por qué no puedes comportarte tú, que me estás leyendo, como una persona decente y respetuosa, que no te grita por la calle, que no te toca, que no te sigue?".
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Mi nombre es Elena Rosillo. Trabajo de noche. Mi vida podría ser la de cualquiera. María, camarera. Laura, limpiadora. Isabel, cocinera. La vida nocturna rebosa profesiones. Tantas como la diurna. Sin embargo, guarda una pequeña particularidad: el miedo. Un diminuto aderezo de temor, un condimento indeseado. Porque, si bien durante el día «la gente mala» también tiene plenas sus capacidades de tocarnos los ovarios de cualquier modo, por la noche «todos los gatos son pardos», el sistema social se pervierte y dos o tres copas –o dos o tres rayas– de más, pueden hacer sentir al peor de los corderos el mejor lobo de la estepa capitalina. La noche nos ofrece magia, descontrol, exceso, diversión, libertad… y, para nosotras, una ecuación en la que se suma, sin quererlo, sin planearlo, el temor habitual al robo, el acoso, la violación, la agresión… multiplicado por el número de horas que el sol es capaz de dejarnos carta blanca.
En mi caso, ese temor llegaba siempre a la misma hora: la de regresar a casa. Cinco minutos de camino en los que agarrar las llaves en el puño y mirar al suelo. Esquivando esa sombra informe que te dijo «guapa». Y la siguiente noche, se te queda mirando. Y nunca ocurre nada. Por suerte. Llego a casa. Dejo las llaves. Ya ha pasado. Pero la siguiente noche ocurre. «Hace apenas media hora que he salido hacia mi piso», escribí en Facebook aquella noche . «Iba andando. La calle estaba vacía. Una señora rebuscaba en los contenedores. Más allá, he notado la familiar sensación de que alguien me seguía. He parado con la excusa de mirar el móvil para que, quien quiera que fuese, me adelantase y así dejar de preocuparme por si me iban a violar (lo típico). Pero el hombre que me seguía ha parado también.
–¿Vienes de (…)?, me ha preguntado. Yo he confundido sus palabras. –Esa calle está ahí, he dicho, y he empezado a andar. –No, no. Que si vienes de ahí, no que dónde está, ha respondido, y ha empezado a andar conmigo. A mi lado. Yo no he contestado. Silencio. Han pasado un par de minutos. –Es que me suena haberte visto por aquí. No he respondido. He seguido andando. Silencio. Ya casi estoy a punto de llegar a mi portal. –¿Entonces no eres de aquí? Ni siquiera le he mirado. He seguido andando hasta el cruce que lleva a mi casa. Y él ha continuado a mi lado. En silencio. –¿No me vas a decir nada? Yo le he mirado. –¿Me estás siguiendo o es que vas en mi misma dirección? Le he espetado. –Ah… No. Es que pensé que te gustaría… hablar (notese el «tonito»). Yo me quedo aquí. El semáforo se ha puesto en verde. He cruzado. –¡Ya te veré por aquí!, ha dicho.
A continuación, una avalancha de reacciones.
Ellos. El que le quita hierro: «Menudas confianzas tienen algunos. Y que siga con la misma actitud tras tu última frase». El que no solo le quita hierro, sino que me responsabiliza a mí por su conducta: «También puede ser que solo quisiera ligar contigo y que le dieras pie nada más». El que se hace el machito, dándome recomendaciones que nadie le ha pedido: «Denuncia y la próxima lleva buena compañía y que le dé un susto para que se deje de tonterías. Yo me apunto a ‘saludarlo’ si quieres». Y el más machito de todos: «6****. Llámame, voy y te aclaro las cosas».
Ellas: violencia, empatía. Asco. «¿Hay forma de pedir al Ayuntamiento clases de autodefensa para mujeres? Solo en mi calle ya ha habido dos robos con intimidación (que yo sepa), entre esos a mí que me amenazó con un cúter». «A mí me pasó el día 1 a las 8 de la tarde algo similar… intimidación, chulería, encaramiento… No es la primera ni la última vez, lo sabemos, pero que se sepa, que le demos voz, que lo denunciemos públicamente, y sobre todo que estemos unidas. No me van a tocar un pelo en la medida de mis posibilidades».
¿Por qué tengo que llevar spray de pimienta en el bolso? ¿Por qué no puedes comportarte tú, que me estás leyendo, como una persona decente y respetuosa, que no te grita por la calle, que no te toca, que no te sigue? Aquella vez escribí en Facebook lo que sentía. No lo hice cuando me pusieron un cuchillo en el cuello en medio de un aparcamiento mientras me susurraban en el oído «como no te dejes te mato». No lo hice cuando mi profesor del instituto me citó fuera de horas lectivas para ir a su despacho y «declararse». No lo hice cuando, con tan solo doce años, un compañero de clase me encerró con él en un cuarto de baño. No lo hice. Ahora lo hago. Ahora que ya casi tengo 30 años. Ahora que he leído a Despentes, a Caitlin Moran, a todas mis amigas compartiendo ese enérgico #MeToo. Ahora que una adolescente me ha dado una lección, a mí y al mundo, denunciando a una manada entera cuando yo, a su edad, no tuve la fuerza. Ahora lo cuento. Ahora sé que no es culpa mía que me acosen, que no es culpa mía que me violen, que no es culpa mía que me agredan. He perdido muchos años. Ahora sé que tengo que contarlo.
Sigo agarrando fuerte las llaves en mi puño al volver a casa. Y siempre, entre el frío roce de ese acero, pienso cuándo será la última vez que lo haga. Pienso en si ese texto en Facebook, en si este artículo en La Marea, serán parte del cambio que haga que las llaves sean, por fin, tan solo llaves.
La historia es real, de todos los días (noches) y se mece entre esa realidad y la literatura, va y viene de la una orilla a la otra, sin dejar espacio para las dudas.Felicitaciones a Elena Rosillo por su valentía y,por su calidad con la pluma. Un abrazo.