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La invasión de los ladrones de cuerpos
Una reflexión sobre la prostitución, la gestación subrogada, el suicidio asistido y la libertad individual.
El 9 de marzo de 2001 se encontraron en la estación de tren de Kassel el informático Armin Meiwes y el ingeniero Bernd Jürgen Armando Brandes. Se habían conocido a través de un anuncio en una página de contactos. Se dirigieron a casa de Meiwes y acordaron que éste devorase el pene de Brandes, lo matase y también consumiese el resto de su cuerpo. Brandes tomó veinte pastillas analgésicas y jarabe contra la tos para reducir el dolor. Buena parte del procedimiento fue grabada en vídeo. Una vez descubierto el hecho, Meiwes fue condenado a ocho años y medio de cárcel por homicidio; en una revisión ulterior del juicio se cambió la calificación de los hechos a asesinato y se condenó a Meiwes a cadena perpetua.
¿Por qué condenar a una persona que, haciendo uso de su libertad individual y sin causar perjuicio alguno a un tercero, llega a un acuerdo con otra que actúa con la misma libertad, independientemente de en qué consista ese acuerdo? ¿Qué residuos de la moral cristiana dominan nuestra sociedad, en virtud de los cuales un tribunal (o la sociedad) puede decidir lo que se permite hacer a los individuos en sus casas, por aberrante o perverso que pueda parecer a muchos?
Una de las grandes aspiraciones de los sistemas democráticos es que la moral pública no limite los actos privados. Lo que yo haga es asunto mío, no de mis vecinos, siempre que no les dañe de manera evidente. Sin esa aspiración es probable que la homosexualidad, el divorcio, el aborto, el cambio de sexo, la sodomía, el sexo oral, el ateísmo estuviesen perseguidos en muchos más países de los que persiguen una u otra de esas prácticas, tendencias o creencias en la actualidad. ¿Por qué se castigan entonces casos como el de Meiwes/Brandes? ¿Son los mismos motivos por los que se prohíben el suicidio asistido y la eutanasia aun con acuerdo explícito de quien desea abandonar la vida? ¿No deberíamos liberarnos de esos residuos de la moral cristiana que coloniza el inconsciente incluso el de muchos que se declaran ateos?
Rebobinemos. Mejor: empecemos a tirar del ovillo por otro lado. En el debate sobre la legalización o ilegalización de la prostitución (que no equiparo al canibalismo, no os alteréis) se han oído argumentos que iban por ese camino. El cliente (o la clienta) y la prostituta (o el prostituto), dos adultos que realizan una transacción de mutuo acuerdo; no hay razón para prohibirla, salvo añejos resabios moralizantes. Por supuesto, hablamos de adultos libres, no de mujeres u hombres obligados a prostituirse. Sí, puede haber una desigualdad económica que lleva a una transacción también desigual: prostituta necesitada de dinero, cliente con posibilidades de ofrecer el suyo a cambio de sexo. Pero hay que admitir que esa desigualdad se da en numerosas relaciones económicas, por ejemplo con las (mayoritariamente también mujeres) asistentas, con las cuidadoras de ancianos y con todos aquellos trabajadores que realizan actividades mal pagadas o/y poco enriquecedoras a cambio de una remuneración. Habrá personas que prefieran ganarse la vida prostituyéndose a hacerlo limpiando el retrete de otros, que obtengan más dinero en la cama que en la caja de un supermercado. No solo eso, habrá personas a las que incluso agrade más el sexo venal unas pocas horas al día que esos empleos monótonos, sin encanto ni riesgo, que son el pan cotidiano de tantos trabajadores.
Hemos oído argumentos similares de los partidarios de la gestación subrogada: si una persona no puede tener hijos y hay otra dispuesta a gestar uno para él o ella a cambio de una retribución, ¿qué impide permitir esa transacción entre adultos informados, también de los posibles riesgos por parte de la gestante? Al fin y al cabo, permitimos que un minero baje al tajo aunque conocemos las estadísticas de accidentes en las galerías.
Y sin embargo hay mucha gente que se considera a sí misma progresista pero que establece una diferenciación entre beneficiarse del trabajo de otro, por duro y alienante que sea, y el beneficio directo de su cuerpo, aduciendo que la prostitución y la gestación subrogada atentan contra la dignidad y la integridad de la persona de manera esencialmente distinta de lo que hacen trabajos como los que he mencionado más arriba.
Eso, pamplinas moralizantes, se podría decir; en un mundo libre de individuos libres el Estado no tiene derecho a inmiscuirse; la libertad personal está por encima de consideraciones morales subjetivas e irracionales. Qué pesadez de cristianismo.
No, no, dirán desde el otro lado. No es cristianismo, es la oposición a que el cuerpo humano se convierta en mercancía, a que en este mundo capitalista no solo se extraiga la plusvalía de mi trabajo, de aquello que hago, sino que ahora se quiera extraer también de mis miembros, de mi vientre.
Interesante la visión desde ambos lados: unos defienden la libertad en contra de un Estado metomentodo, fiscalizador y rancio, y los otros aquello que consideran la integridad física de los ciudadanos frente a unos neoliberales aprovechados que no se conforman con explotar mi trabajo, también quieren sacar el jugo a mi cuerpo.
Rebobinemos otra vez. Creo que incluso muchos de los defensores de la libertad individual aceptan que el Estado tiene un deber de protección de la ciudadanía más vulnerable: lo admitimos considerando razonable que existan las prestaciones por desempleo, la atención médica de urgencias a quien no puede pagarla o que financie instituciones de acogida y protección a mujeres maltratadas. Salvo los más feroces neoliberales, nadie niega esa labor tutelar de las instituciones democráticas. Tutela que lleva también a imponer medidas de seguridad en el trabajo. Aunque podríamos decir que un empresario y un obrero cierran un contrato entre personas libres, se exige que el obrero lleve casco o protección auditiva al realizar ciertas tareas, y se multa al empresario que no vela por que se utilicen; no se aceptaría su no utilización a cambio de un salario más elevado o porque el obrero diga que prefiere no usarlos.
También sería imaginable que alguien decidiese vender sus propios órganos; un riñón; un segmento hepático; la médula ósea; llevémoslo más allá: el corazón, a cambio de dinero para los herederos, por ejemplo para sacarlos de una mala situación económica. Sin embargo, solo se consideran aceptables las donaciones post mortem o las altruistas que no atenten contra la vida del donante. ¿Por qué, también por residuos de moral cristiana que nos hacen considerar inviolable nuestro cuerpo? No; porque de no hacerlo así los más desfavorecidos podrían ser sometidos a presión por personas pudientes que necesitan una donación y por redes de tráfico de órganos; el Estado aquí protege al débil, no acepta el ejercicio de la libertad individual, porque admite que esa libertad a menudo no es tal, sino una dependencia encubierta. Cierto, es posible encontrarse con un Brandes al que le haga ilusión ser devorado por un Meiwes, sin coacción ni necesidad; por placer o por capricho o por desequilibrio mental. Pero el Estado decide que el riesgo de coartar la libertad del individuo en unos pocos casos con sus normativas es menor que el de desproteger a quienes lo necesitan.
Si aceptamos que muchos defensores de la prostitución y/o la gestación subrogada consideran razonable la actividad protectora del Estado en los casos recién mencionados, quizá no sea ya tan fácil adscribir alegremente a una moral trasnochada el deseo de ilegalizar la prostitución y la gestación subrogada. Parece que puede haber otras cosas en juego y que quizá la diferencia esté más bien en dónde ponemos el límite de la libertad y hasta dónde pensamos que debe llegar la protección.
Por ejemplo, muchos como yo desconfiamos no de la cosificación del cuerpo (perfectamente aceptable en el juego erótico) pero sí de su comodificación, esto es, de la conversión del cuerpo en mercancía de uso y disfrute de quien puede permitírselo. Porque esa comodificación se hace en general a expensas del más débil y porque abre el camino a hacer del cuerpo un generador de plusvalía (cuando la transacción se realiza a través de instancias intermediarias, como proxenetas, clínicas privadas o públicas, redes de gestión del deseo de los clientes y de las necesidades de los prestadores del servicio) o, cuando la transacción es directa, no deja de modificar fundamentalmente la relación económica, que ya no depende de mi actividad, de aquello que hago para otro, sino del uso directo que alguien hace de mi cuerpo. Mi cuerpo como producto, no como generador de un producto. Y quizá somos muchos los que, preocupados por cómo en una sociedad que ha absorbido buena parte de la visión neoliberal del mundo, que convierte en mercancía todo territorio susceptible de ser ocupado, quisiéramos conservar una última frontera, un resquicio del ser humano que no debe ser objeto de transacción.
Hemos visto cómo el proceso de desarrollo del capitalismo ha ido de la mano de la privatización de bienes comunes, de la apropiación de recursos naturales, de la transformación de paisajes y ciudades para que las disfruten quienes puedan pagarlo excluyendo a quienes no pueden hacerlo (sirvan de ejemplo mínimo las plazas invadidas por terrazas de bares y restaurantes). Y quizá piense algún lector que estoy mezclando cosas diversas. Cierto, pero que son parte de un proceso global: la comodificación de todo lo que puede arrojar un beneficio a una parte de la población (¿hablamos de la privatización del agua? ¿de la apropiación mediante patentes de conocimientos de comunidades indígenas?) Sí, son todos ejemplos muy distintos, aunque síntomas de un proceso global y coherente, que no requieren el mismo tratamiento. Por ejemplo, ilegalizar la prostitución lleva a menudo a la indefensión de prostitutas y prostitutos y puede parecer hipócrita cuando no se concede a quienes la ejercen la formación y los medios para dedicarse a una actividad digna con las que subsistir. Algunos preferimos la persecución de los intermediarios (traficantes, proxenetas, etc.) y la creación de programas de apoyo que ofrezcan alternativas a quien se prostituye. Pero sí, pedimos intervención del Estado para minimizar los males y limitar los estragos del libre mercado de los cuerpos: en unos casos mediante la injerencia en ese mercado, en otros mediante su ilegalización, como yo defendería para la gestación subrogada o el tráfico de órganos (más residuales que la prostitución y más fáciles de evitar por las necesidades de seguimiento hospitalario que implican).
Así que puede que el hecho de no considerar la prostitución o la gestación subrogada actividades económicas como cualquier otra no sea para muchos de nosotros un residuo de la moral cristiana, sino una manifestación de miedo a la ley del más fuerte, a que realmente el Estado acabe cediendo las últimas parcelas de su poder frente al mercado, y a que a los factores clásicos de la producción (tierra, trabajo, capital y tecnología) estemos añadiendo uno nuevo: el cuerpo humano. Sacrificar un fragmento de la libertad individual es un precio que no debemos pagar nunca alegremente, pero que se debe poner en la balanza frente a la protección del más débil. Y sí, el cuerpo del otro puede ser la última frontera frente al avance impasible de la ley del poder adquisitivo.
Ah, por cierto: en la eutanasia y el suicidio asistido no hay comodificación ni transacción, no hay uso o disfrute (como si lo había en el caso Meiwes/Brandes) o explotación, por lo que la cesación de la vida propia aceptada libremente y sin contrapartida alguna no puede meterse en el mismo saco. Ahí sí hay que defender con uñas y dientes la libertad individual contra la moral pública.
Androcentrista, machista y con una visión patriarcal de las mujeres. Pretender colar con «la libertad individual» y «cuestiones privadas» tanto la prostitución como los vientres de alquiler, es introducir con argumentos totalmente mercantilistas, donde la que está en venta y compra por parte de quienes tienen dinero, son las mujeres, denota su falta de sensibilidad y alianza con las mujeres y niñas del planeta. Su argumento es «las mujeres y niñas se compran, son mercancías» Las criaturas que nacen de la mercantilización y negocio de los vientres de alquiler, también son mercancía con la certeza que a los conmitentes les entregaran un «producto» a su gusto. Negar las desigualdades que sufrimos las mujeres es negar la violencia de género, la trata y todas las violencias que somos víctimas. Negarlo es aprobar los privilegios falocráticos que disfrutais y en los cuales estáis tan cómodos, poderosos y seguros.
Me da mucho repelús ver artículos de esta naturaleza en un espacio que se dice de izquierdas y respetuoso de los derechos de las mujeres. El grado de desinformación (o mala uva) respecto a la prostitución y la compra de cuerpos de mujeres para parir a lxs hijxs de lxs ricxs da ganas de llorar. Mucha pena…
Quieres decir que ámbos (Meiwes y Brandes) no eran seres de mente profundamente perturbada?
Cuando no hay ideales altruistas en el mundo, y los oscuros hombres del capital los han extinguido, vienen a ocupar su lugar en las mentes humanas aberraciones y monstruosidades cómo ésta.
El estado no protege al débil. El estado está al servicio de los oscuros hombres del capital que han destruído los mejores ideales del ser humano, y que están destruyendo además nuestras vidas y la del propio Planeta.
Y por qué defender al débil si no es una cuestión de moral pública, o cristiana?
Es la lucha por la igualdad. Una guerra como otra cualquiera. No necesita justificación.