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Los puritanos sois vosotros
"Con la polémica retirada del cuadro prerrafaelita de John William Waterhouse en la Manchester Art Gallery me di cuenta de que es un marco teórico adecuado. Y he decidido apropiármelo".
El movimiento #MeToo y la emancipación de nuestro propio lenguaje ha agrietado el pensamiento colectivo masculino, que se revuelve buscando otras fórmulas con las que desautorizarnos. Una de esas herramientas es crear un marco imaginario según el cual las feministas somos censoras y puritanas. A menudo, los hombres no solo ostentan el poder, sino que se les atribuye el prestigio moral suficiente como para crear un nuevo lenguaje sin que haga falta justificación alguna. En su momento decidí ignorar ese marco lingüístico porque incluso empleándolo para negarlo suponía entrar en el juego. Basta que digamos que no somos puritanas para que nos imaginen como tal.
Sin embargo, con la polémica retirada del cuadro prerrafaelita de John William Waterhouse en la Manchester Art Gallery me di cuenta de que es un marco teórico adecuado. Y he decidido apropiármelo.
Hace un par de meses, los medios de comunicación se apresuraron a informar de que una galería de arte de Manchester había decidido apartar de su colección permanente una pintura que representa el mito griego de Hilas y las ninfas por “cosificar el cuerpo de la mujer” y por “mostrar mujeres desnudas”. El volcán informativo entró en erupción y aquello, semanas antes de la huelga del 8 de marzo, se interpretó como un acto de censura. Lo que no se dijo hasta horas después es que formaba parte de una performance de la artista afrobritánica Sonia Boyce. Parecía que los responsables del museo se habían dirigido a la sala victoriana y motivados por el supuesto puritanismo feminista habían descolgado la obra de Waterhouse para evitar las miradas lascivas sobre los pechos de las ninfas. Pero de ser así, ¿por qué no retirar también Paolo and Francesca de Frederick Watts, o Syrinx de Arthur Hacker? Ambos cuadros están en la misma sala, a tan solo unos metros del de Waterhouse, y en ambos aparece una mujer desnuda.
La realidad era que el museo mancuniano llevaba meses preparando una retrospectiva de la obra de Boyce, y esta acción era tan solo un paso más. Comisariada por Clare Gannaway, la idea inicial siempre fue retirar el cuadro temporalmente y sustituirlo por un espacio libre para generar debate. Quien quisiera podía pasar por la galería y dejar un post-it con su opinión al respecto. Sonia Boyce pedía reflexión a partir de varios puntos: la representación del cuerpo femenino en la época victoriana, la asunción —propia y externa— del rol de mujer fatal, y la reinterpretación actual del arte a partir de una obra anterior. Así fue. Una semana después, el cuadro volvió a su sitio. Aunque esto no fue noticia. También se dijo que la tienda de la galería había dejado de vender las postales de Hilas y las ninfas. La responsable de la tienda me explicó en persona hace tan solo unos días que fue un bulo: “Es verdad que no había postales del cuadro de Waterhouse, pero no porque se retirasen, sino porque tuvimos un problema de stock. Se agotaron cuando la noticia salió y tardamos unos días en reponer. Es cierto que la comisaria de la obra quiso retirarlas como parte de la performance, pero al final se decidió que no. No nos preguntaron qué había ocurrido, algunos medios simplemente dijeron que también las habíamos censurado”. “Ahora, con la polémica, es la postal que más se vende”, añade.
Todo el proceso fue grabado con la intención de documentar el diálogo colectivo, y el resultado es un vídeo de quince minutos que se expone, junto al resto de obras de Boyce, hasta el 22 de julio. Algunos en sus post-its reconocían no entender el propósito del experimento; otros se imaginaban que el relato de Waterhouse continuaba: “Las ninfas salen del agua, se secan, se visten y ahora dominan el mundo”. Lo poderoso del arte es que nunca emite un mensaje único y cerrado.
Cuando leí acerca del último trabajo de Sonia Boyce recordé que unas semanas atrás se había celebrado el centenario de la aprobación del voto femenino en Inglaterra. Qué curioso, pensé, pues la cuna del movimiento sufragista fue Manchester. En 1903, la mancuniana Emmeline Pankhurst, criada en Moss Side (al sur de la ciudad), fundó el Sindicato Político y Social de las Mujeres (WSPU, por sus siglas en inglés). Desconocía, no obstante, que fue también la Manchester Art Gallery el lugar que tres sufragistas atacaron para hacerse oír.
Fue un 3 de abril de 1913 cuando Lilian Forrester, Annie Briggs y Evelyn Manesta entraron en el museo y rompieron el cristal de trece pinturas. La galería dedica un apartado de su página web a exponer los hechos: anochecía en Manchester y el edificio estaba a punto de cerrar cuando tres mujeres irrumpieron y se dirigieron a la primera planta. La crónica del día siguiente del Manchester Guardian decía así: Destrozaron “las pinturas más grandes y valiosas de la colección. Estaba bien planeado. En ningún otro lugar de la galería colgaban tantos cuadros famosos, y tan juntos”.
Lo hicieron, según declararon, para protestar por la condena a tres años de prisión que le impusieron el día antes a Emmeline Pankhurst por incitación a la violencia. Forrester, Briggs y Manesta fueron arrestadas y en el juicio celebrado el 22 de abril de ese mismo año las condenaron a entre tres y seis meses de cárcel. Casi un año después, en marzo de 1914, la feminista Mary Richardson hizo lo propio en la National Gallery de Londres: acuchilló varias veces La venus frente al espejo de Velázquez. Se ganó el apodo de Slasher Mary —Mary, la acuchilladora—, pero aprovechó el revuelo para poner el foco no en el acto, sino en el discurso. Su intención, según declaró, fue destrozar la mujer más bella del arte como protesta por cómo el Gobierno inglés y las instituciones penitenciarias estaban destruyendo a la mujer más bella de la historia, Emmeline Pankhurst —la alimentaban a la fuerza durante su huelga de hambre en la cárcel—. La consecución en el plano real del “si tocan a una, nos tocan a todas”.
Es significativo que, en el caso de la Manchester Art Gallery, seis de las trece obras que las sufragistas atacaron están en la misma sala que Hilas y las ninfas. Como si la historia del feminismo tuviese su habitación propia, una en la que las mujeres representadas por hombres hablasen en silencio sobre sí mismas. Las siete obras en conjunto —incluyendo la de Waterhouse—, dispuestas una tras otra en la pared, crean un contexto nuevo: en la sala victoriana ya no hay solo obras de pintores británicos, esas pinturas ahora pertenecen también a Lilian Forrester, a Annie Briggs, a Evelyn Manesta y a Sonia Boyce del mismo modo que ahora la autoría de La venus frente al espejo no es solo de Velázquez, sino de Mary Richardson.
En su momento, también ellas sufrieron la furia del lenguaje: la prensa y las élites políticas las ridiculizaron calificándolas de amas de casa aburridas, viejas amargadas o simplemente celosas de la belleza de las musas victorianas. Pero a día de hoy a nadie se le ocurriría llamar a las sufragistas “censoras” o “puritanas”. Se entendía que el objeto de protesta no eran los cuerpos desnudos de mujeres, sino una desigualdad salvaje que perpetuaba el poder en manos de los hombres. En 1918 se aprobó el sufragio para las mujeres privilegiadas —más de 30 años y con propiedades privadas—, y una década después, el voto fue aprobado para todas aquellas mayores de 21 (quince millones más). La historia, por tanto, ha legitimado a las sufragistas. Ahora, con la comodidad que otorgan los años y la victoria, es imposible defender que las mujeres no voten.
Creer que solo las sufragistas han atacado obras para hacer oír sus demandas es ignorar parte de la realidad. Como demostraba la exposición Art Under Attack (arte, bajo ataque) en la Tate de Londres (2013), el arte ha sido una herramienta para lograr un objetivo, especialmente para causas religiosas y políticas. Esta exhibición recopilaba obras que han sido dañadas en el Reino Unido durante los últimos quinientos años. Y no solo a manos de sufragistas, sino de militantes de toda índole. Por ejemplo, cuando los nacionalistas irlandeses destrozaron en 1926 la estatua del rey Guillermo III de Inglaterra. Tabitha Barber, la comisaria de la exposición de la Tate, asegura que estos actos “no deben ser vistos como vandalismo contra la nación, sino como contribuciones vitales a las libertad que ahora percibimos como inherentes a la ciudadanía”. “No es un proceso destructivo, sino creativo”, añade. A la salida de la exhibición de Sonia Boyce en la Manchester Art Gallery, un visitante llamado Edward, de 52 años, lo resume así: “Los cuadros fueron dañados pero siguen ahí. Cuando los observas no solo te cuentan una historia, sino varias, de momentos históricos muy diferentes”.
Entendemos la censura como una mutilación. Cuando algo falta. De repente, la sala victoriana de la Manchester Art Gallery carecía de algo que siempre había estado ahí. La obra de Waterhouse se hacía visible precisamente cuando desaparecía. Pero si lo pensamos bien, durante siglos se nos ha silenciado —por acción u omisión—, y se nos ha representado principalmente como madres, vírgenes, amantes. Éramos un trazo masculino. No poder contarnos a nosotras mismas, con nuestras palabras o nuestras imágenes, es un acto de censura en sí porque también falta algo en el relato.
Recordad: cada vez que os escandalizáis por una acción reivindicativa feminista que ni tan siquiera tiene como consecuencia la destrucción de algo material, los puritanos sois vosotros. Cada vez que nos reprendéis por nuestra desobediencia, los censores sois vosotros.