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La crónica que no escribí
"Tenía que escribir un artículo para el último número de 'La Marea' en un ambiente 'mayoritariamente de hombres'. Pero al final no fue necesario. No hay más que pensar en el día a día".
Esta es una de las crónicas del número especial de La Marea #AmíTampoco en las que las mujeres explican a los hombres por qué les planteamos esas preguntas. Puedes comprar #AmíTampoco en kioscos y en nuestra tienda online. También puedes suscribirte aquí para que sigamos haciendo periodismo libre y comprometido.
Hace unas noches quedé con un viejo ligue. Habían pasado más de diez años desde que no nos veíamos. “¡Estás iguaaaal!!”, me dijo sobre el puente de Triana con un frío de tres pares de narices. “Este no ha visto todavía mis patas de gallo”, me dije colocándome el flequillo estratégicamente. La cena fue divertida. Él pidió gambas al ajillo y jamón y yo una ensalada de espinacas y queso de cabra. Todo para compartir. Y así, para entrar y relajar el ambiente, le conté que me había pasado una tarde entera de ortopedia en ortopedia en busca de una faja para bajar la barriga tras el embarazo. Él me habló de sus aventuras sexuales y de una experiencia extraña con la viagra. No comimos nada. “Me gusta mucho este sitio”, me confesó galante. “No se imagina el sablazo que nos van a meter”, me dije de nuevo colocándome el flequillo sobre esas, llamémosle, líneas de expresión. O sí. Después de terminar de contarnos la vida y obra de nuestra última década, pedí la cuenta a la camarera. La trajo el camarero y, oh, sorpresa, se la dio a él. Es un gesto cotidiano que continúa dándose y pasando desapercibido. ¿Por qué le ha dado la cuenta a él si se la he pedido yo? ¿Cree que no voy a saber marcar mi número pin? ¿Que no me voy a acordar? ¿Que no voy a tener fondos? ¿O piensa que no es de caballeros dejar que pague ella? Ah, es que su compañera no le ha dicho que se la he pedido yo. Ya, ya sé. Es un acto inconsciente. Le sale así. A la camarera, sin embargo, le salió preguntarme si queríamos llevarnos la comida en un táper. Yo dije que no y el sablazo lo pagó él.
“Yo estoy mejor que nunca”, me siguió diciendo este viejo amigo con su pelo blanco como la nieve mientras pedía un gin-tonic en el bar de copas. “Ahora es al revés, ¿sabes? Cuando teníamos 15 años, las tías os fijabais en los tíos mayores y a nosotros nos veíais como pipiolos. Pero ahora vosotras, con más de 40, ya lo tenéis más complicado para ligar. Han cambiado las tornas. Eso es así”. Diooos, casi me trago en ese momento los tres hielos juntos de mi coca-cola. No sé por dónde andaría entonces mi flequillo estratégico ni si, a esas alturas, mi antiguo ligue habría visto ya mis putas patas de gallo. El otro día me compré un sérum para relajarlas. He buscado en los foros y recomiendan hacer gimnasia facial y reír menos. Como de lo primero no tengo tiempo –admito que lo he intentado delante del espejo– y de lo segundo paso, el flequillo es lo que mejor me funciona. Y lo más barato, claro.
¿Le han recomendado a él alguna vez algo para las entradas de su cabeza en su peluquería? No (no lo digo yo, lo dice él). ¿Ha pensado o le han recomendado poner algún tinte en su preciosa cabellera blanca? No (no lo digo yo, lo dice él). Y no digo que no haya hombres presionados por la industria de la belleza y preocupados por su físico –ahí tenemos a Rajoy, ahí tenemos a Bono…–. La diferencia está en que cuando ellos no se ponen un tinte para sus canas no pasa nada –o no tanto– como cuando no lo hacemos nosotras. Es más, a veces cuidarse demasiado resta grados a la “hombría”, como aguantan los Sergio Ramos de la vida. Conclusión: mi viejo ligue se ve guapo con sus casi 50 tacos, con sus irresistibles canitas al aire. Y lo está. [Inciso: “Me ha encantado verte. Pero una cosa, le diré a mis amigos que ha habido tema entre nosotros”, se despidió dándome dos castos besos en cada mejilla. Fin del inciso]. Yo, en cambio, que no he llegado a los cuarenta y tampoco soy de arreglarme –y encima trabajo en casa y encima no tengo un pavo–, sucumbo al sérum y a lo que haga falta cuando menos me lo espero.
“Ufff, tienes las mechas fatal. Y esto hay que cortarlo ya. Si quieres, después, te podemos hacer las manos, que la chica está libre…”. Siempre me zafo en la peluquería diciendo “otro día que venga con tiempo”, que es lo único que me da resultado cuando no quiero que insistan. Otras veces te pillan con la guardia baja y con un Hola en la mano donde una señora rodeada de alfombras dice que conoció a su marido en un trineo nocturno. El otro día, por ejemplo, me preguntaron en la tienda de depilación cómo quería la ingle. (¿Se dice tienda o gabinete? Es que desde que vi reunido al gabinete de crisis de la DGT me da yuyu usar esa palabra). Yo, que no estaba para mucho tirón, le dije que normal. “¿Normaaaaal?”, me preguntó la esteticista mientras estallaban rayos y centellas sobre su cabeza. “Bueno, brasileña”, contesté con cara de cordera degollada confiando en que no hiciera así ningún comentario sobre las uñas de mis pies, aún con restos del esmalte verde del verano. Porque claro, dónde se ha visto una ingle “normal” en el siglo XXI y, además, ¡en esta época de arrebatador sol de playa!
Aquella mañana, por cierto, el centro ¡eso, el centro! de estética estaba lleno de mujeres. Había dos carritos de bebé y un joven discapacitado con su madre. Mientras esperaba mi turno anunciaban en una pantalla, no obstante, los precios para hombres y mujeres, y, oye, la fotodepilación completa de brazos y piernas costaba igual: 40 euros. ¿Pero ellos no tienen más pelos que nosotras?, pensé antes de decidir no ponerme paranoica. Muy buen precio y muy igualitario. Y luego, intentando olvidar las partes del cuerpo de las que allí te liberan –cuello, frente, ¿¿orejas??– me fui corriendo porque tenía que escribir una crónica para este número de La Marea en un ambiente “mayoritariamente de hombres”. En el camino, recibo un whatsapp de mi pareja: “¿Has escuchado lo que ha dicho Rajoy de la brecha salarial?”. Y recuerdo la historia que estoy preparando para Apuntes de Clase: Amalia, limpiadora jubilada, ha cobrado 60 euros menos al mes que su compañero Manolo en su trayectoria laboral. Cuenta Manolo, además, que él ha trabajado menos que Amalia.
El caso es que mientras maquino dónde ir a hacer la crónica ha llegado una amiga a casa. Es miércoles. Once y media de la noche. “Tía, me he metido en la pensión de al lado porque venía un tío detrás que, no sé, verás, iba bien vestido y todo, pero me ha dado cosa. Te he llamado desde allí para que estuvieras pendiente de abrirme la puerta”, me ha contado mientras se preparaba un Cola Cao. Luego me ha dicho que venía con ese vestido “tan puesto” porque le habían sugerido en su trabajo que se arreglara más. Pero que en la maleta traía las zapatillas de deporte. Y luego me ha dicho también que solo quiere descansar, que no quiere ir a comer con nadie, que desde que tiene a su niño pasa de acontecimientos sociales. Me ha dicho, además, que salió tan tarde ayer de trabajar que pospuso su viaje (de trabajo) un día para pasar una noche más con su pequeño. Y para decirlo todo, me ha dicho que su marido limpia más que ella. Aleluya.
Entonces se me vienen a la cabeza todas y cada una de las madres con las que a veces paso tardes enteras en el parque. Además de trabajar y, probablemente, seguir trabajando después, han llevado a sus hijos e hijas a jugar. Y además han pensado la cena. Y además han tendido la lavadora. Y además han recibido en el grupo de chat –de madres, claro– la fecha del siguiente cumpleaños. Y además han comprado el regalo para el cumpleaños y además han ido a depilarse –y tendrán que ir al cumpleaños, que no sé qué es peor–.
En fin, que al final he concluido que para qué hacer ninguna crónica en “lugares de hombres” si los #AMíTambién y los #AMíTampoco existen (en el día a día).
Me ha gustado mucho el articulo, pero me choca mucho esta frase:».Había dos carritos de bebé y un joven discapacitado con su madre»… No suelo corregir el lenguaje, no podriamos comunicarnos, pero sé que no os habéis dado cuenta y este es un medio que creo que agradecerá su visibilización. «Joven con discapacidad o mejor aún diversidad funcional.».
Y en qué se diferencia decir»joven discapacitado» de «joven con discapacidad»?
En el primero se está describiendo a la persona en su totalidad mientras que en el segundo la discapacidad es solo una cualidad que tiene la persona. La primera es una etiqueta y la segunda no, por ponerlo de alguna forma.