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¿Qué es un hombre de verdad?

En 'La herida', el cineasta John Trengove desmonta la tóxica noción tradicional de masculinidad. La película ha provocado gran revuelo en Sudáfrica.

Un fotograma de 'La herida'.

Voltaire andaba sobrado de razones para pelearse con Rousseau. Enamorado (platónicamente, claro) de la vida salvaje, Rousseau consideraba la civilización como la madre de todos los males. La vida en sociedad le horrorizaba. «El ejemplo de los salvajes», escribió en su Discurso sobre el origen de la desiguadad, «parece confirmar que el género humano estaba hecho para permanecer siempre así; que ese estado es la verdadera juventud del mundo, y que todos los progresos ulteriores han sido, en apariencia, otros tantos pasos hacia la perfección del individuo; en realidad, hacia la decrepitud de la especie». El zasca de Voltaire sigue resonando a través de los siglos: «Jamás se empleó tanto talento para convertirnos en bestias. Dan ganas de andar a cuatro patas cuando se lee su obra». Años antes, en un ataque agudo de pureza, Rousseau llegó a escribir que las ciencias y las artes «anulan en los hombres el sentimiento de libertad original, para el que parecían haber nacido, y les hacen amar su esclavitud y les convierten en lo que se suele llamar pueblos civilizados». Imaginamos a Voltaire, racionalista él, deleitándose en la elección de sus dardos más venenosos para atacar el misticismo y la ingenuidad de su rival.

«En el pueblo siempre lo hemos hecho así» es una frase muy extendida en el agro español. «Es importante que la tradición no se pierda» es otra de las máximas de los partidarios de tirar cabras desde los campanarios o de alancear toros a campo abierto. Son reminiscencias de vida primitiva entre las que podríamos enmarcar también los ritos de iniciación a la vida adulta, un material precioso para los antropólogos y muy útil a la hora de explicar cómo somos. El genial guionista Rafael Azcona contaba que en su adolescencia en La Rioja vio morir a un chico cruzando el Ebro a nado. Aquella era una prueba que había que pasar para demostrar que uno era un hombre. Él se abstuvo siempre de intentarlo, lo que le deparó no pocos insultos.

El sudafricano John Trengove sitúa la acción de su película La herida en un campamento en el que tiene lugar el rito iniciático de la comunidad xhosa. Allí los adolescentes serán circuncidados a la manera tradicional y, mientras curan sus heridas, compartirán varios días de convivencia con sus monitores. Los viejos del lugar (esto ocurre en todas las latitudes) se lamentan de que cada vez menos chicos se sometan a la ukwaluka (así se llama la ceremonia) y se pierda una tradición ligada a la masculinidad y la identidad cultural de su pueblo. El elemento perturbador de la historia lo constituye un chico de ciudad, Kwuanda, al que su padre lleva al campamento para «hacer de él un hombre», ya que no le gusta su carácter afeminado. La historia tomará un nuevo rumbo cuando Kwuanda descubra que dos de los monitores del campamento están enamorados y que mantienen una relación homosexual en secreto.

La película ha provocado un enorme revuelo en Sudáfrica ya que allí, como en muchos países de su continente, la homosexualidad sigue siendo un tabú. «Contar una historia sobre el deseo entre personas del mismo sexo en un contexto tradicional sagrado ha sido extremadamente provocador», aseguraba su director en la revista Variety. «Pero desde que el público local ha tenido la oportunidad de verla, la ira y los reproches han sido sustituidos por un diálogo apasionado», añade Trengove. La cinta, seleccionada para representar a su país en los Oscar, es increíblemente valiente, lo que sorprende cuando se la compara por ejemplo con Moonlight (2016), un filme exquisito en lo estético pero terriblemente pacato a la hora de representar el deseo homosexual.

En La herida los hombres negros se tocan y se besan, la cámara no huye del elemento central de la historia, como ocurría en Moonlight, lo que demuestra que es el cine de Hollywood el que tiene un problema. En la película estadounidense, también marcada por el tabú de las relaciones homosexuales en la comunidad afroamericana, se explicaba el deseo entre hombres en forma de videoclip, con primeros planos del cuerpo musculoso del protagonista fotografiado con filtros de colores, escamoteando de forma sistemática cualquier escena de amor. Una estética MTV que, a la postre, hacía inverosímil la historia: era poco creíble que aquel dios de ébano tuviera problemas afectivos.

La espléndida Tierra de Dios (aún en la cartelera) es otro buen ejemplo de la diferencia que existe entre el cine americano y el del resto del mundo a la hora de abordar el tema de la homosexualidad. Definida por muchos críticos como «un Brokeback Mountain a la inglesa», la película de Francis Lee también cuenta un romance entre pastores, pero con una diferencia fundamental: sus sentimientos no son para ellos ninguna sorpresa ni suponen ningún drama. Y la forma en la que son retratados es directa y muy carnal. Si se lamen, se lamen, y su director no sale huyendo de allí con la cámara. Ese es el tipo de honestidad que faltaba en Moonlight.

Tanto La herida como Tierra de Dios están ambientadas en zonas rurales, en sitios donde sus protagonistas hacen cosas que los hombres de verdad se supone que no deben hacer. Se supone. Pero las hacen. En realidad, con diferentes grados de clandestinidad, siempre se han hecho. No hay tradición, por castradora que sea, capaz de hacer desaparecer el deseo. Y es precisamente el mundo contemporáneo y la cultura urbana, tan aborrecida por Rousseau, los que nos permiten mirar directamente al problema: ¿qué es un hombre de verdad?

Esta es una de las grandes preguntas de nuestro tiempo, y tenemos la suerte de vivir en una época (moderna, no primitiva) en la que hombres y mujeres, en los campos de las artes, la ciencia y la filosofía, están dispuestos a buscar una respuesta. De eso trata fundamentalmente La herida: un hombre de verdad no puede ser un adulto que se comporta como un niño bruto e idiota, que es precisamente el modelo que los monitores del campamento ofrecen a sus protegidos. ¿Sólo se es hombre si se cruza el Ebro a nado? Todos sabemos, como Azcona, que eso es una solemne estupidez.

«Haciendo del mito de la superioridad masculina el fundamento del orden social, político, religioso, económico y sexual; valorando la fuerza, el ansia de poder, el apetito de conquista y el instinto guerrero, se ha justificado y organizado la esclavitud de las mujeres, pero también se ha condenado al hombre a reprimir sus emociones, a tener miedo de la impotencia y a despreciar el afeminamiento, cultivando además el gusto por la violencia y por la muerte heroica. El deber que impone la virilidad es una carga y convertirse en un hombre es un proceso extremadamente costoso», escribe la filosofa francesa Olivia Gazalé en su libro Le mythe de la virilité.

Según la célebre frase de Simone de Beauvoir, «una no nace mujer, se convierte en mujer», y con los hombres ocurre algo parecido. «Entre las niñas y los niños, el cuerpo es primero la emanación de una subjetividad, el instrumento que lleva a cabo la comprensión del mundo: captan el universo a través de los ojos, las manos, no de los órganos sexuales», añade en su clásico El segundo sexo. El ambiente y la cultura no determinarán nuestra inclinación erótica hacia uno u otro sexo (eso la ciencia ya lo tiene bastante claro), pero sí nuestra forma de ser hombre o mujer (o incluso las dos cosas a la vez, aunque este es un aprendizaje mucho más difícil y, por desgracia, más solitario). Como indica otra mujer muy sabia, la filósofa estadounidense Judith Butler, «cultura y discurso atrapan al sujeto, pero no lo conforman”. A los niños nos enseñan a ser brutos, y esto es lo que hay que cambiar. Aprendemos a exhibir la violencia, pero podríamos aprender perfectamente lo contrario: a controlarla, como hacemos con cualquier otro impulso biológico, y ya puestos podríamos aprender a exhibir muestras claras de cariño, de emoción o, ¿por qué no?, de feminidad. Ese es el necesario discurso que entona Octavio Salazar en su reciente libro Autorretrato de un macho disidente.

La directora Jennifer Siebel Newsom recorrió varios colegios de Estados Unidos para su documental The mask you live in (disponible en Netflix España), en el que ponía de relieve la perniciosa influencia de la educación patriarcal en los niños. «Sé un hombre». «No llores». «No seas marica». «Échale huevos». Son frases que los niños oyen continuamente y que no los hacen más fuertes sino todo lo contrario. En el documental, cuando le pedían a los chicos que escribieran una palabra que definiera sus sentimientos, la más utilizada era «rabia». Ser un hombre hoy, según explicaba Siebel Newson en The Guardian, es pelear por el éxito y el sexo, rechazar la empatía y no llorar nunca. Al final, el resultado es depresión, ansiedad y violencia. «La definición de masculinidad es terriblemente limitada y es esta limitación la que está en el origen de las violencias, del sexismo y de muchos otros males sociales», asegura la directora. «Lo que más me sorprendió durante el rodaje es lo puros y dulces que eran esos niños, y lo confundidos que estaban». En definitiva, es la máscara de macho (aludida en el título) la que acaba estropeándolo todo.

En La herida, el personaje que menos apego tiene a la máscara es también el más razonable, el más sensible, el más lúcido, el que observa el rito iniciático tradicional con más escepticismo: Kwuanda, el chico gay criado en la ciudad. Chúpate esa, Rousseau.

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Comentarios
  1. Cometes los mismos sesgos y las mismas falacias que el feminismo de tercera ola al atribuir al varón el monopolio de la violencia (física o psíquica) y al obviar los complejos factores que llevan a hombres y a mujeres(por igual y en diferentes porcentajes) a cometer actos violentos contra sus parejas, hijos familiares o ellos mismos.

    Y atribuyes (para esto te vales de la autoridad de la directora del documental) a «la perniciosa influencia de la educación patriarcal» la rabia de los niños. Educación patriarcal que hasta la universidad (donde se iguala el número de hombres y mujeres docentes) esta claramente dominada por EDUCADORAS.

    Dices que «Haciendo del mito de la superioridad masculina el fundamento del orden social, político, religioso, económico y sexual; valorando la fuerza, el ansia de poder, el apetito de conquista y el instinto guerrero,se ha justificado y organizado la esclavitud de las mujeres».

    ¿Quien? A ver, quien justifica la esclavitud? ¿Quien tienes a las mujeres esclavizadas en este país?

    ¿El artículo era para hablar de la película o para soltar las mismas proclamas estúpidas postmodernistas? Te ha quedado un panfleto muy violeta o my rosa , según las gafas del color del lobby que te pongas.

    • ¿En qué parte del artículo se ha dicho que toda la violencia del mundo solo sea atribuible a los hombres?

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