Cultura | Opinión
‘Homo Lubitz’, de Ricardo Menéndez Salmón
Reseña de la última novela de Menéndez Salmón, una obra que "nos adentra en un mundo donde se ejerce una nueva dimensión de lo atroz, esa dimensión no representable ni imaginable y que, al mismo tiempo, nos muestra una visión de futuro de nuestra especie", según Portela.
La literatura de Ricardo Menéndez Salmón se caracteriza tanto por un cuidado exquisito del lenguaje y sus posibilidades metafóricas como por su profundidad filosófica. Es una literatura que amplía la capacidad de imaginar —y por tanto entender— nuestra condición y nuestra realidad. Su Trilogía del mal (La ofensa, Derrumbe y El corrector) junto con Medusa son exploraciones filosóficas del mal que huyen de la simplificación y el maniqueísmo. La luz es más antigua que el amor deslumbra por la preciosidad de su lenguaje; leyéndola tuve la sensación de que redescubría algunas palabras, que su sensibilidad estética me devolvía el lenguaje renovado y más luminoso. Cuando comencé la lectura de Niños en el tiempo me encontré con uno de los arranques de novela más bellos y dolorosos que he leído jamás. Con El Sistema Menéndez Salmón creó un mundo propio, siniestro y veraz, que reflejaba un futuro inquietante no tan lejano de la realidad actual. En enero 2018 ha vuelto con Homo Lubitz, publicada en Seix Barral, como toda su obra. Es una novela que se inscribe dentro de su poética —personal e inconfundible— y la amplía a través de una propuesta imaginativa todavía más osada, que regalará a quien la lea su excepcionalidad: desconcierto, curiosidad, vulnerabilidad, asombro, placer, ningún consuelo, aprendizaje, desnudez.
La novela parte de una incomprensión, de un estado de perplejidad. Es el año 2025 y Richard O’Hara, un alto ejecutivo que no sabe muy bien definir lo que hace —una especie de «conseguidor»— está en China cerrando un trato millonario. Lleva allí meses, pero es incapaz de penetrar en lo que él considera el carácter inescrutable de los chinos. Aun así, hace sus tratos, consigue su dinero y, sin saberlo, se convierte en cómplice de una operación de biopolítica aberrante. O’Hara actúa dentro de la lógica de nuestra contemporaneidad: somos cómplices de un sistema brutal al servicio del poder —encarnado en la novela en Control, un ser más allá de la vida y la muerte—, un poder que decide sobre la vida y la muerte, que desarrolla la ciencia para encontrar así las formas más sutiles y degradadas del exterminio. O’Hara vive en ese sistema y su visión de la realidad está limitada por la saturación y el nihilismo que provoca el deseo siempre satisfecho: accesibilidad al sexo, dinero, poder, libertad de moverse por el mundo sin amarres. Es una vida repleta y vacía al mismo tiempo, a la que busca sentido a través de una obsesión propia —el accidente— y una ajena —la búsqueda de un paisaje primigenio por parte de Control—. Y a partir de esas dos obsesiones, que esconden el conocimiento del mal y el poder sobre la vida, se estructura la narrativa.
O’Hara está fascinado por Andreas Lubitz, aquel piloto que dio fin a su frustración a través del suicidio y del asesinato masivo estrellando un avión cargado de pasajeros en los Alpes el 24 de marzo de 2015. Este «accidente» seduce al protagonista, lo consume, ya que prueba, según él, «tanto la existencia del mal como la evidencia de su implacable corolario: el carácter soberano, indomesticable, de la libertad humana». Su obsesión por Lubitz es su impulso, su núcleo ético, su nudo gordiano. Y frente a él, Control, el personaje que hace realidad aquello que la imaginación humana es incapaz de representar, como la visión de cien millones de cuerpos sin vida. La novela nos adentra en un mundo donde se ejerce una nueva dimensión de lo atroz, esa dimensión no representable ni imaginable y que, al mismo tiempo, nos muestra una visión de futuro de nuestra especie: el Homo Lubitz.
Lo que distingue esta novela de otras del autor es una línea más argumental, una trama que algunos han caracterizado de thriller. Aunque tenga características del género —la tensión, el misterio, la fascinación que lleva a la lectora hasta el final— es una obra que, como todas las anteriores, no necesita los engaños de una historia seductora. Menéndez Salmón seduce con sus imágenes brillantes, sus capacidad extraordinaria de plasmar la realidad a través de todo un mundo sensorial y luminoso, aunque ese mundo esté inmerso en la mayor de las oscuridades. La literatura de Ricardo Menéndez Salmón nos da la oportunidad de escarbar en la condición humana, sobre todo en los aspectos de ella que más tememos o más nos incomodan. Nos ofrece que miremos la realidad desde un ángulo poco amable, poco conciliador, profundamente crítico y por tanto subversivo.
A aquellos críticos que han dicho que su literatura es demasiado exigente, les digo que en el esfuerzo también hay placer. De hecho, es común que el mayor placer esté unido al mayor esfuerzo: como el de la atleta que siente la explosión de la endorfina después de minutos de encontrarse al límite de sus fuerzas, o la lectora que se ve trasportada a un estado alterado de conciencia gracias a una imagen preciosa, a un concepto iluminador, a una metáfora inusitada. Al placer no se llega a través de atajos ni laxantes. El ejercicio exigente de la lectura, cuando se ve satisfecha con una novela como Homo Lubitz, es el mejor regalo que la literatura nos puede dar.
Excelente repaso. Me encantaría verte presentar el libro, le sacarías buen juego a Salmón.