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Avance editorial: Honrarás a tu padre y a tu madre
Dos capítulos del nuevo libro de Cristina Fallarás: "Me llamo Cristina y he salido a buscar a mis muertos. Caminando. Buscar a mis muertos para no matarme yo".
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Me llamo Cristina y salí de Barcelona a pie hace cuatro días. Al amanecer. Eché a andar con la sensación flotante que imprime en el ánimo la total desposesión. Sencillamente eché a andar. No queda nada atrás. Nada de lo que fui. Nada de lo que tuve.
A la altura del cementerio de Montjuïc, me di cuenta de que partía, de que efectivamente había echado a andar sin nada más que lo puesto y no pensaba volver atrás, al menos siendo la que era.
En la falda del cementerio hubo en tiempos un puñado de viviendas cochambre donde se juntaban los yonquis más duros, los terminales de la heroína. Nosotros a veces íbamos en autobús para ser un poco malos. Nos drogábamos sin rozar el dolor. Malos de puro aburrimiento. Caminando por el borde de la autopista recordé a los desgraciados que acudían a pie hasta aquel moridero. A veces se tambaleaban peligrosamente apoyados contra el quitamiedos y los automovilistas tocaban las bocinas para sacarlos de su sopor. Ellos se rascaban entonces con saña.
Tardé más de lo que suponía en alcanzar las huertas del río Llobregat. La salida de Barcelona por el sur, junto al puerto de mercancías, se convierte en un scalextric de autopistas y vías de ferrocarril. Nadie camina por allí.
Echar a andar no es algo que pueda planearse. Uno planea una ruta, planea un camino, planea una excursión o una huida, pero echarse a andar sucede, y entonces se descubre como una forma de seguir viviendo, y también como la evidencia de que no hay a mano otra manera de hacerlo.
En las parcelas del Delta, cogí algunas frutas y tomates y me senté sobre los terrones de un lugar lleno de plásticos, a la sombra de una nave vacía aparentemente abandonada. Nunca había caminado por lugares sin calles ni caminos. Agradecí que el trayecto fuera plano.
–¿Qué se le ofrece?
Esa no es expresión para un negro. Eso pensé.
Me había quedado adormilada. Abrí los ojos y pensé exactamente eso, que aquella no era expresión para un negro. Parecían más bien términos para un abuelo de pueblo.
En España no hay abuelos de pueblo negros.
–Nada, muchas gracias.
–Hace calor –el hombre tenía unos cuarenta años y vestía la camiseta de un equipo de fútbol con la palabra Qatar grabada en la pechera.
–Sí, mucho calor. ¿Es usted de Qatar?
–No, de Senegal. ¿Tiene cigarrillos?
No tenía cigarrillos ni nada de nada. Caí en la cuenta de que, por no llevar, ni siquiera llevaba encima el carné de identidad o algún billete. Nada. Eso era difícil de explicar.
–No, amigo. No llevo cigarrillos. –Abrí los brazos para que quedara claro que iba sin blanca. No tenía miedo, pero sí pensé que sería un engorro tener que echar a correr. Eran aproximadamente las tres de la tarde y a la sombra la temperatura superaba los treinta grados.
–¿Tiene algo?
No entendí la pregunta. ¿Qué es algo? Eso pensé: ¿Qué quiere decir si tengo algo? No entendí la pregunta pero me pareció que un tipo que dice ¿Tiene algo? no debe de ser un tipo que te golpea para comprobarlo. Me levanté. Llevaba puestos unos vaqueros que había recortado algo más arriba de medio muslo y una camiseta de manga corta. Una no piensa en su aspecto cuando echa a andar. Metí las manos en los bolsillos y los saqué, dos pedazos de tela blanca. Entonces el hombre se sentó cerca de donde yo me había quedado adormilada, sacó un paquete blando de Lucky Strike y me ofreció un pitillo arrugado y caliente. El sol pintaba los terrones de un blanco sucio, exhausto. Me senté junto a él y permanecimos en silencio hasta que terminé el cigarrillo.
Al despedirme, no se levantó ni hizo ademán de darme la mano o un beso.
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Anochecía cuando terminé de bordear el área del aeropuerto, una zona sembrada de alcachofas y naves industriales. Una nave industrial es lo único que da más miedo que la planta -4 de un aparcamiento. También pensé en restos humanos, niñas descuartizadas, trozos de uñas con restos de sangre seca entre lo granulado del cemento. Mis terrores no tienen límite. En algunos tramos corrí.
Cuando llegué de nuevo a la línea de la costa ya no me cabía ninguna duda de que iba a continuar andando, y que lo haría pegada al mar. El mar aclara mucho las ideas, porque tiene la costa, o sea el lugar donde la tierra muestra su borde. En el borde de la tierra una toma decisiones y puede contemplar sus pérdidas. Creí entonces saber hacia dónde me dirigía, cuál iba a ser el final. No estaba lejos.
Castelldefels era un buen lugar para la primera noche. Es un lugar confuso, abarrotado de apartamentos para clases medias que ahorraron cuatro perras en la Barcelona de los sesenta, y también con otro tipo de residencias, muchas menos, para controladores aéreos o jugadores de fútbol. La decadencia playera muestra siempre un punto pornográfico, de antiguas estrellas en remotas orgías, viejos bronceados minutos antes del suicidio.
Cuentan, está escrito, que allí se instalaron un par de cómicos muy populares en los años setenta. Y que, llegados allí, empezaron una vida de sexo y carreras automovilísticas que acabó con la compra de un hombre. Un esclavo negro. Leí en alguna crónica nostálgica que lo paseaban por las noches sin amanecer con collar y correa.
Cuentan también, y de esto doy fe, que un actor de la misma época venido muy a menos vende todavía hoy cocaína en un yate varado y pintado de oro, y que le acompaña la corista que ya entonces mostraba un par de tetas desinfladas, implanteables ahora.
Castelldefels era ese lugar de segundas residencias, desguaces, pizzerías argentinas y restos de serie ideal para una mitómana de mi calaña.
Pasé ante centenares de viviendas con los carteles de En venta colgando, y otras que anunciaban alquileres. Yo, a lo mío, iba haciendo recuento de lo que suelen guardar las segundas residencias: novelas malas, latas de atún y tarros de espárragos blancos, azúcar húmeda y cafeteras con incrustaciones de moho seco.
Eso esperaba y eso fue lo que encontré.
Elegí una casita a la salida del pueblo, frente a la playa, con mimosa, palmeritas y un cartelón amarillo en la puerta donde, sobre un número de teléfono, se indicaba que estaba disponible para alquilar. Bien podía ser la residencia de un escritor olvidado por los nuevos tiempos, un escritor que aún pergeñara sus libros a mano, un engorro para las agentes literarias. Además de las latas, encontré una buena colección de discos con el lomo pelado de aquellos que llamábamos elepés, negros, grandes y brillantes como el corazón de la bestia, un viejo tocadiscos, miles de libros y un mueble bar con botellas de whisky, coñac y ron oscuro.
No me hacía falta beber, me sentía agotada, pero bebí. Bebí como se bebe cuando ni el puño has notado antes de despertarte con la moradura, como cuando solo puedes seguir haciendo eso mismo. Luego, en algún momento sin luz, me dormí tratando de recordar la letra de un bolero de Bola de Nieve en el que el negro dice que tiene las manos cansadas.
Desperté al día siguiente con el sol ya en lo más alto, y volví a beber. Durante todo el segundo día no hice nada más que eso, hasta que cayó la noche. Bebí lentamente, sin ceremonia, sin prisa, sin pensamientos, con la certeza de que no estaba sola, de que alguien ahí atrás, yo misma por ejemplo, en algún sitio, agazapada, esperaba su ocasión.
En algún momento de la tarde, tras darme una ducha, me enfrenté en el espejo empañado con una mujer.
–¿Quién eres?
–Nadie ya.
–¿Quién coño eres?
–Ya veremos.
Al despertar, seguí mi camino. Todo quedó en orden. En la mochila que encontré colgada en la entrada metí dos botes de body milk, uno mediado de champú, la cafetera, un paquete de café sin abrir y un par de chancletas de playa.
Durante toda la mañana y parte de la tarde recorrí la carretera llamada de las Curvas, una vía puta que serpentea entre el mar y el macizo del Garraf como la bicha mala tras recibir una patada. Sube, baja y se retuerce sin arcenes. Pegada a los quitamiedos, recordé algo que se contaba entre los motoristas, en aquel tiempo en el que yo traté con motoristas. Decían que uno que había recorrido aquellos veinte kilómetros de curvas con su novia a la espalda se dio cuenta al llegar por fin al siguiente pueblo, Sitges, que ella había perdido un pie. Por eso, aseguraban, salían todos de vez en cuando a exigir a las autoridades que sustituyeran los afilados quitamiedos de acero por otros, creo que de caucho o similar. Muchas veces le he dado vueltas a la posibilidad de que algo, pasando a la suficiente velocidad, te rebane un pie tan limpiamente que ni lo notes.
Mis terrores no tienen límite.
La resaca trae a mis costas extrañas historias, no siempre de motoristas, aunque sí a menudo.
Crucé Sitges y dormí mi tercera noche en una casona a la entrada de Vilanova i la Geltrú. No necesité pasar adentro. El porche enmarcado en buganvilla me pareció mejor.
HONRARÁS A TU PADRE Y A TU MADRE
Ed. Anagrama
Cristina Fallarás
Cómo se nota el buen periodismo <3 Gracias Cristina.
Gracias, Cristina!