Sociedad
Las vidas que se llevó el 29272 de Endesa
La explosión de un transformador en un hotel de Tarifa mató a dos trabajadoras. Familiares y heridos se sienten abandonados.
Kisko Morillo estuvo a punto de morir el 5 de agosto de 2017. Nació 30 años antes en la punta sur de Europa, en Tarifa, Cádiz. Es géminis. Dice que no siente ni hace nada a medias. O blanco o negro. O ríe o llora, como las máscaras de Carnaval, una de las pasiones, junto a la música, arraigadas en su familia. En 2015 se tatuó en su brazo izquierdo un pentagrama y dos caretas, una con semblante triste cerca del hombro y otra con semblante alegre por encima del codo. «Verás», dice. Se quita los guantes de algodón blanco con los que protege sus manos, que están quemadas. «Es lo único que me puede rozar». Se saca por la cabeza el jersey negro que lleva puesto y se queda en camiseta de mangas cortas. «No me puede dar el sol, con lo que a mí me gusta la playa». Muestra los injertos que le han hecho hasta ahora, la mayoría en el brazo derecho, y habla de las operaciones que le restan por hacer. «Este dedo –el meñique– me lo van a poner fijo, no lo voy a poder mover más. En esta parte del brazo llevo piel de los muslos. También tengo quemaduras en las piernas y en el culo». Luego gira su mirada hacia el brazo izquierdo, abrasado hasta la mitad del bíceps. La máscara alegre ya no está. Desapareció engullida por el fuego. A Kisko ya solo le queda la triste. Del tatuaje se salvó también un trozo de partitura, que trae a la memoria, por eso de que estamos en Carnaval, este pasodoble que la comparsa La Cuadrilla cantó en 2006 sobre las tablas del Falla: «Hoy mi cuadrilla está en huelga / como protesta y en solidaridad / por todos mis compañeros que no volvieron de trabajar / Son tantas familias destrozadas / desamparadas / sin puertas donde llamar / Mientras otros están poniéndose las botas / soy una herramienta más / que si se rompe se compra otra / Seguimos enterrando más obreros cada año / y si protestas ya sabes, estás en la puta calle / si se mata un obrero se buscan la forma de hacerlo culpable».
El verano en que Kisko pudo morir, murieron su hermana y su amiga, y cinco compañeros más resultaron heridos de gravedad. Los ocho se disponían a comer algo en el hotel donde trabajaban, 100% Fun, frente a la playa de Valdevaqueros, en la carretera N-340 que lleva a Tarifa. Eran las siete y media de la tarde, el momento de distensión antes de dar las cenas. Por la mente de Kisko pasaba, quizá, el baño que se iba a dar a la mañana siguiente en aquellas aguas cristalinas desde donde pueden verse las primeras siluetas de África. Quizá no. Quizá estuviera dándole vueltas a aquella idea que manejaba con su novia de irse a trabajar al extranjero. No lo recuerda. Escuchó un clic. Y luego otro clic. Y después un clic-clic-clic cada vez más rápido, como el ruido de un calentador al abrir el agua caliente. Dos segundos, tal vez menos. Una deflagración envolvió en llamas a los cuatro trabajadores y a las cuatro trabajadoras sentadas alrededor de la mesa al aire libre, tras la cocina, donde cada día hablaban de cómo mejorar el hotel, de sus vidas, de las aspiraciones de chavales y chavalas de entre 25 y treinta y tantos años. Había estallado el transformador eléctrico número 29272, propiedad de Endesa.
El fuego se llevó la vida de Mariluz Morillo y de Sara Ojeda, la jefa de cocina. El fuego arrastró con ellas su presente y su futuro: la ilusión que tenía Mariluz de ver terminado su proyecto fin de carrera como ingeniera; los planes de Sara de ampliar su formación en nutrición y dietética. Las dos habían congeniado mucho aquel verano y querían irse juntas a estudiar a Sevilla. «Esto no fue un accidente en la cocina de un hotel, como se contó aquel día. Lo que tiene que saber el país entero es que aquí murieron dos niñas por ir a trabajar. Que esto no haya tenido ni tenga repercusión y que se informe de que puedes comprar cigalas por seis euros, o que hace calor o que hace frío… no tiene nombre», resume Gema Fernández, amiga íntima de Mariluz, como una hermana. El fuego, aquel día, también se llevó la imagen que tenía Gema caminando del brazo de su amiga, ya viejecitas, por las calles de Tarifa.
Han pasado casi seis meses de aquellos hechos, en investigación judicial y, de momento, sin responsables. Es 20 de enero. Un sábado de invierno en el que azota la ausencia del viento de levante. El hotel, como la mayoría en la zona, está cerrado. Hay un coche aparcado. «Prohibido perros», avisa un cartel. El silencio amplifica el crujido de los pasos sobre la gravilla. No se ve a nadie. La piscina, a la que se puede acceder sin ningún obstáculo, está sucia y medio vacía. Flotan hojas y rastrojos. Una valla de tela verde bordea el centro de transformación nº 29272: «Alta tensión. Peligro de muerte». Es el punto cero de la tragedia. A simple vista, no hay ninguna señal que indique que allí pasó lo que pasó, que indique que Kisko, por ejemplo, se revolcara por el césped del chill out para intentar apagarse el fuego. La siguiente escena que recuerda, viendo llegar a los demás, incluida su hermana, le resulta indescriptible. «No sé cuánto tardaron en sacarnos de allí. Cada segundo fue eterno».
Según un informe técnico elaborado por el Ayuntamiento de Tarifa seis días después, y a falta de las conclusiones judiciales, el establecimiento contaba supuestamente con deficiencias en cuestión de seguridad: «No se observa ninguna señalización de peligro en la zona que estaban utilizando los trabajadores como comedor en el exterior. A poca distancia se encuentra a su vez un armario en fachada de almacenamiento de botellas de la instalación de gas, donde tampoco se observa cartel alguno de peligro». «Los extintores no se encuentran en lugar visible y se posicionan algunos de ellos en lugar de difícil acceso». «La sala de comedor dispone de estructura de vigas y palos de madera, con material de cubrición de cañizo/brezo. Se desconoce si dichos elementos poseen la protección al fuego exigida por su normativa». La Marea ha intentado ponerse en contacto, sin éxito, con la dirección del hotel, que en aquellos días responsabilizó a Endesa de lo acontecido.
La niebla cubre la carretera por la que habrían vuelto a casa después del trabajo. Transita a la vera del mar, sin prisa, sin rastro del bullicio y del atasco que el verano deja sobre ese mismo asfalto. Algunos familiares tardaron horas en llegar a los hospitales. “Bienvenido a tu momento. Tarifa”, anuncia una valla gigante a la entrada del pueblo. Hay aparcamientos libres. Fin de temporada para los cantantes y los camareros, resuena al fondo el eco de la canción de Quique González. Porque después de las muestras calurosas del verano, llegó el otoño. Y el color ocre se fundió a gris. Y volvieron, como cantaba Antonio Vega, los recuerdos de inviernos / pasados junto a ti. En el puerto no hay mucho movimiento. Por la calle que sube hacia la izquierda se llega a la Casa de la Cultura.
Allí es donde Kisko ha vuelto a revivir la tragedia, todavía dentro de la tragedia, sentado en un patio de butacas azules con su padre, con su madre, con la amiga de su hermana; con el padre y la madre de Sara; con Irene Rodríguez y con Esther Álvarez, que aún se recuperan de las heridas. Todos ellos, agrupados en la Asociación de Afectados por el Accidente del Transformador 29272 en Tarifa, se sienten desamparados y no paran de hacerse preguntas: ¿Por qué no había suficientes ambulancias para todos los heridos? ¿Por qué no se activaron los medios aéreos? ¿Por qué estaba cerrada la unidad de quemados de Sevilla? ¿Por qué algunas familias tardaron más de cuatro horas en saber dónde estaban sus hijos, sus hijas? ¿Por qué le dieron el alta a Irene a las pocas horas y luego estuvo ingresada más de un mes? ¿Porque era agosto? ¿Por eso? ¿Está preparada la zona para acoger tanta demanda turística?
Kisko hace una pausa y sale a fumar. «Yo soy sanitaria y sé que todo tiene unos protocolos, pero si no funcionan hay que cambiarlos», pide con sosiego y sensatez Cristina Aguilar, la madre de Sara. Cuando murió su hija –su única hija–, ella y su marido escribieron una nota de agradecimiento al personal del hospital por el trato recibido. Gratitud y abandono. Son las dos sensaciones opuestas con las que conviven a diario. «Es indignante que encima Endesa esté intentando personarse como perjudicada, como si fuera la víctima», sostiene Juan Ramón Ojeda, el padre de Sara. Las gafas de sol ocultan sus lágrimas. Se derrumba sin hacer ruido, y vuelve a recomponerse, con la ayuda de su mujer, para seguir con la lucha. Cristina recuerda la preocupación que tenía últimamente su hija: «Como se iba mucho la luz, decía que los productos se podían estropear, aunque curiosamente este año saltaban menos los automáticos». Se preguntan si el transformador, que según Endesa estaba a la mitad de su vida útil y con todas las revisiones, fue manipulado aquel verano. Se preguntan si fue manipulado tras el accidente. Se preguntan también por qué no se menciona en los grandes medios de comunicación como responsable del accidente. «Para no interferir en el proceso judicial abierto no estamos haciendo declaraciones», responde Endesa a las preguntas de este medio.
El Parlamento andaluz aprobó por unanimidad una Proposición no de Ley (PNL) presentada por IU que establecía medidas extraordinarias de inspección en los trasformadores ubicados en Andalucía. «La empresa no puede dar por saldado el accidente explicando que se ha tratado de una explosión ‘excepcional y fortuita’ sobre todo si atendemos a la deflagración de al menos otros cinco transformadores en distintas localidades de nuestro país en el último año», advertía la PNL. Con esta propuesta se instaba al Gobierno andaluz a exigir a Endesa inspecciones –con técnicos de la Junta– de los transformadores cuya última revisión se hubiera realizado hace más de un año y a presentar en un plazo de seis meses –es decir, antes de abril– un plan para la renovación de los más antiguos. Según la Consejería de Empleo, se está trabajando en ello.
El mundo a pique
Esther no para de mover sus pies hacia arriba y hacia abajo, hacia un lado y hacia el otro. Tiene picor crónico. El fuego le envolvió las piernas. Fue la última evacuada y recuerda el calor asfixiante que sintió en el helicóptero, sin aire acondicionado, que la trasladó desde el hospital de Puerto Real hasta la unidad de quemados del Virgen del Rocío de Sevilla. Ella era la única que sabía que Irene estaba embarazada. «Yo me había enterado una semana antes. No lo había contado aún por aquello de esperar a que cuajara. Estábamos contentos. Hacía solo unos días habíamos ido toda la plantilla al Aquapark de Algeciras. Sara era increíble, había conseguido muchas mejoras laborales», relata Irene, con una barriga de siete meses tras un peto vaquero. Del hospital a la mutua, de la mutua al hospital: «Me han llegado a decir que las piernas hinchadas son por el embarazo». El niño nacerá en marzo.
Daniel Domínguez, un joven extremeño que había celebrado su 25 cumpleaños aquel verano con todos ellos, continúa ingresado operación tras operación. Fran Fernández y Juan Antonio Puerto, que acaba de ser intervenido, tampoco se han recuperado. «Pero somos nosotros los que tenemos que estar encima para que nos miren», insiste Kisko tras volver de fumar. Su madre, Mariluz Lindes, ha tenido que dejar de trabajar para curarle las heridas. A veces esta mujer no aguanta y le estalla el desconsuelo que supone, además, haber perdido a su hija.
«Esta es la historia de gente sencilla, de la calle, a la que el mundo se le ha ido a pique. Es vergonzoso que un gigante como Endesa no diga ‘aquí estamos, vamos a investigar y a apechugar’», insiste Gema. La verdad y la justicia –dicen– serán lo único que les dará algo de paz. Que como cantaba la chirigota Los del planeta rojo, pero rojo, rojo en este pasodoble sobre el 70 aniversario de la explosión de un polvorín en Cádiz, «Hora / Ya va siendo la hora / Culpa / De que asuman ya la culpa». Poco les dolería más, después de todo lo que se llevó el fuego, que les dijeran que allí, junto al 29272 de Endesa, no pasó nada.