Opinión

Contra la bandera, contra la patria

"La vuelta al espacio simbólico y emocional de la patria es ya un reconocimiento de derrota, la aceptación de que no somos capaces de ofrecer una alternativa, un proyecto que ilusione a los ciudadanos".

Una imagen de la bandera de España. FERNANDO SÁNCHEZ

Hace años, cuando los socialistas llegaron por primera vez al gobierno, la derecha los azuzaba acusándolos de ser incapaces de usar la palabra España. Era cierto; a la mayoría les costaba emplear ese vocablo y preferían decir “este país”. “España” era un concepto cargado de resonancias franquistas, parte inevitable de cualquier lema de la dictadura, tres sílabas que solo conocíamos pronunciadas con entonación marcial y triunfalista. Pero evitarlas, a la larga, obligaba a realizar una serie de contorsiones lingüísticas alrededor de algo que nos pertenecía, más bien, debería habernos pertenecido, a todos. Y los socialistas se acostumbraron a usar la palabra España.

Lógico, normal, necesario. Pero en política hay pocas cosas gratis. Y una vez que empezaron a utilizarla tenían que demostrar que lo hacían con naturalidad, que estaban orgullosos de ella y, por tanto, orgullosos de ser españoles, de nuestra historia, de nuestros logros… y comenzaron a contaminarla del triunfalismo que le había inyectado la derecha, ya no podían frenar: pusieron a los conquistadores en los billetes de mil pesetas, defendieron la figura del toro de Osborne en nuestros paisajes, se derritieron con los fastos del V Centenario, empezaron a dejarse ver en procesiones y actos religiosos que antes rehuían. Y supongo que muchos políticos de la derecha se morirían de risa: habían ganado la batalla. Poco a poco el PSOE había ido naturalizando connotaciones que iban mucho más allá de un concepto administrativo y jurídico: España se lastraba con gestas heroicas e incluso imperiales, con una idea de supuesta continuidad histórica, con unas tradiciones que remitían a siglos de dominio de la vida pública por la Iglesia.

Hoy la izquierda se encuentra con un debate similar: hemos cedido a la derecha los símbolos nacionales, lamentan muchos políticos y periodistas. La izquierda no debe avergonzarse de utilizar la bandera española, dicen algunos amigos míos. No se puede ganar un país sin reivindicar el concepto de patria, dice Pablo Iglesias. Pero, ¿de verdad necesita la izquierda usar la palabra patria, exaltar la bandera? En su libro No pienses en un elefante, George Lakoff, el creador de la lingüística cognitiva, advierte de que las palabras llevan adherida una visión del mundo y por ello recomienda que “si estás argumentando contra tu oponente no uses su lenguaje”, porque entonces estarás encuadrando todo el debate en el marco conceptual del otro y te estás alejando del propio.

Marx afirmó en un discurso que “los trabajadores no tienen patria”, pero enseguida añadió que es lógico que el proletariado, al tener como objetivo la conquista del poder político, se conforme como clase nacional. Lo que no se desprende de ahí es que para la lucha política de izquierdas –que hoy va más allá del proletariado– sea necesario el concepto de patria o arroparse con la bandera nacional. Porque hay conceptos y símbolos que nos empujan, volvemos a Lakoff, a una determinada visión del mundo que quizá no es la que desea la izquierda, sobre todo en Europa.

Es cierto que la idea de patria ha desempeñado un papel fundamental en la lucha contra el imperialismo, por ejemplo en Latinoamérica. Primero, para emanciparse de España –pero recordemos que buena parte de esa emancipación iba en favor de los intereses de la burguesía blanca–, y después contra el imperialismo norteamericano. La patria ha tenido sentido en procesos revolucionarios –el famoso “Patria o muerte”– en situaciones en los que las condiciones políticas y económicas eran impuestas desde el exterior, en general mediante una brutalidad extrema, y con la complicidad de las clases adineradas nacionales. Lo curioso es que esas mismas clases cómplices de los intereses foráneos, porque convenían a los propios, no abandonaron la adoración de la patria ni de la bandera. Éstas eran el disfraz tras el que ocultaban el expolio de los ciudadanos y al tiempo los seducían para apoyar políticas supuestamente nacionales y destinadas al desarrollo del país, aunque luego los beneficios solían encontrar el camino hacia países más seguros para las finanzas privadas.

Pero para la izquierda latinoamericana de las últimas décadas la patria era ese reducto paradójico en el que encerrarse para liberarse. La patria era una muralla, un espacio para la defensa de una política no impuesta desde fuera y remitía a un espacio transformador o directamente revolucionario. En Europa, sin embargo, los conceptos nacionalistas han estado durante muchos años vinculados a la derecha y a gobiernos autoritarios o directamente fascistas. Más aún en España.

Aquí la patria ha sido ese principio superior por el que se perseguía a quien hablase una lengua distinta al español o a cualquiera que defendiese valores “no españoles” –es decir, de izquierdas–, era una idea situada por encima de cualquier tipo de consenso (¿Por qué es innegociable la unidad de España?, pregunto a un amigo en una discusión; porque sí, me responde); la patria sigue siendo ese lugar que exige una defensa si es necesario violenta contra sus propios ciudadanos, excluyente, también porque genera la división entre patriotas y no patriotas –¿quién define lo que es un patriota?– y con una bandera que exige adhesión –jura de bandera, saludo a la bandera–, cargada de historia nacional, de orgullo por algo tan inevitable y poco meritorio como haber nacido en un lugar: la patria se le impone al individuo como se le impone un pasaporte, pero la patria es una realidad emocional, no jurídica, y no tiene sentido pretender imponer una emoción.

Pero se intenta o al menos se intenta silenciar a quien no la siente: cuando un conocido director de cine afirmó no sentirse español –es decir, no que renunciaba a la calidad administrativa de español, sino que no la unía a una respuesta emocional– fue insultado en las redes y en la prensa, se boicoteó su película, se le afeó recibir subvenciones nacionales para su cine, se le acosó por no sentir lo que debía.

¿Es esa emoción irracional y agresiva la que queremos que una a los ciudadanos? Los líderes de Podemos han dejado claro que no. Ellos defienden que “ser patriota significa defender a quienes trabajan, a los pequeños comercios y los autónomos. Ser patriota es defender a la gente, su dignidad y los derechos…”. Parecen entonces defender un patriotismo honesto y con preocupaciones sociales en el que no sea posible llevar la banderita en la correa del reloj y el dinero negro a los paraísos fiscales.

Pero un concepto llega siempre de la mano de los espectros de su pasado, que tardan siglos en disolverse o no lo hacen nunca. Por mucho que la cruz gamada fuese previa al nazismo, una vez apropiada por este, resignificada con violencia inaudita, pasarán siglos antes de que su imagen deje de remitir automáticamente al Holocausto. Usar la palabra patria para definir esos objetivos tan loables es, en mi opinión, un error, y quizá ni siquiera sea una decisión honesta, porque es una forma de aferrarse a un símbolo con gancho para entusiasmar a un mayor número de gente con un proyecto que no acaba de despegar. Es frecuente que se apele al patriotismo cuando no es posible ofrecer perspectivas prometedoras o para ocultar las propias deficiencias. Incluso la Unión Europea quiso usar ese sentimiento pocos años atrás, dotándose de una constitución y proclamando la unidad emocional de los europeos, justo cuando su proyecto parecía más desgastado y más descorazonador.

Por supuesto, y precisamente teniendo en cuenta la situación del proyecto europeo, que ha convertido sus instituciones en cancerberos del orden neoliberal, castigando y amenazando a los países díscolos, usando la deuda pública a la vez como palo y como zanahoria, es lógico repensar nuestro europeísmo y la posibilidad de independizarnos de él. Entonces la patria serviría, teóricamente, para un repliegue nacional contra una nueva y más sutil forma de imperialismo, que no requiere ejércitos invasores sino que usa las fuerzas del orden de cada país para reprimir el descontento con el estado de las cosas. Pero, por los motivos señalados, la vuelta al espacio simbólico y emocional de la patria es ya un reconocimiento de derrota, la aceptación de que no somos capaces de ofrecer una alternativa, un proyecto que ilusione a los ciudadanos. Ni siquiera podemos ofrecerles conceptos que no tengamos que pedir prestados.

Además España ha cambiado, ha dejado de ser un país casi exclusivamente habitado por sus nacionales: hoy viven aquí millones de inmigrantes de muy distintos orígenes y culturas. ¿Esperamos de verdad que se contagien de nuestro patriotismo, que participen en un proyecto común enmarcado en una idea que prima lo nacional? Y ¿qué hacemos con todos los españoles que nos seguimos sintiendo incómodos con conceptos tan excluyentes y símbolos tan contaminados? Aunque nos opongamos al neoliberalismo impuesto por Europa y entendamos el engaño de esos patriotas que fingen defender lo nacional cuando están defendiendo los intereses del capital, que nunca ha tenido patria, la respuesta no está en el repliegue a concepciones decimonónicas reinterpretadas a nuestra conveniencia.

Además, ¿para qué? Hay conceptos tradicionales de la izquierda que exigen un trabajo menor de resignificación y en los que puede dar su propia batalla: quizá el más importante sea la solidaridad.

La solidaridad no tiene necesariamente banderas ni fronteras. Reconoce al otro como parte de un continuo en el que también nos encontramos los demás. Acepta las diferentes situaciones, las diferentes creencias, los diferentes conceptos del mundo de cada grupo pero no necesita transformarlos para establecer lazos; precisamente ser solidario es serlo con el otro, con el que no está en la misma situación que yo. La solidaridad puede ser una base de resistencia transfronteriza contra las imposiciones neoliberales; puede basarse en una política nacional que no excluye la alianza con otros, porque es imposible dar desde lo nacional una respuesta vigorosa a un orden mundial opresivo: la globalización ha vuelto inoperante toda lucha que no tienda a la universalidad –no confundir con homogeneidad–.

Y además la solidaridad hace que grupos con intereses o prioridades diferentes –obreros, trabajadores precarios, feministas, parados, estudiantes, jubilados, activistas LGTBI, inmigrantes– descubran objetivos comunes. No los compartirán todos, pero basta con compartir los esenciales y aceptar las necesidades del otro como dignas de ser escuchadas e integradas. Mientras la patria es cerrada y excluyente, la solidaridad es abierta, dinámica  e incluyente. Para colmo, la patria considera una amenaza toda aspiración que pretenda transformar su estructura jurídica, que es parte integrante de su razón de ser; mientras que una política basada en la solidaridad tenderá a satisfacer a un máximo de ciudadanos, se sientan o no españoles. Si la patria no es un a priori que hay que defender con violencia, las tensiones territoriales pueden afrontarse desde fuera de las trincheras; eso no significa que puedan satisfacerse todas las aspiraciones, pero sí explorar terrenos de entendimiento.

Entonces, puestos a buscar conceptos que generen una respuesta afectiva de una parte importante de los ciudadanos pero que vaya más allá del momento de la protesta, conceptos en los que basar estrategias y acciones a largo plazo, ¿para qué todas esas contorsiones con el fin de resignificar un concepto ocupado por la derecha, para qué pelear en su campo, cuando la solidaridad puede desempeñar una función similar y tiene una larga tradición no sólo en la izquierda sino en general en las rebeliones contra gobiernos autoritarios o dictatoriales de todos los signos?

Además, la solidaridad permite ir mucho más allá de su uso en ONG, al que se le ha relegado convirtiéndola en una forma de caridad más o menos reivindicativa pero marcadamente apolítica, y volverse un concepto positivo con el que enfrentarse el individualismo fomentado en esta época dominada por los valores neoliberales: ni la competencia, ni la adaptabilidad al mercado, ni el esfuerzo, ni la defensa a ultranza de la propiedad privada son el eje de una sociedad solidaria, sino el interés por un bienestar que incluye el bienestar del otro. “Solidaridad”, al contrario que “patria” es un concepto que permite a la izquierda quedarse en su visión del mundo y no entrar en un terreno abonado con los conceptos del oponente. Si la solidaridad se constituyese como base de la acción política, dejaría de tener sentido esa concepción de lo privado como terreno que conquistamos contra los demás, y la izquierda recuperaría su auténtica esencia, que es la defensa de lo común: del medio ambiente –que no conoce patrias–, de la sanidad, de la educación, de los servicios y de los espacios públicos, de lo que es de todos, y que hoy está siendo expoliado por consorcios con piel de patriotas.

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Comentarios
  1. https://www.ara.cat/politica/lluiten-Catalunya-que-Espanya-xirigota-cadis-conil_0_1945605551.html

    …Y qué desgracia
    que te falte patriotismo
    para salir y echarle huevos
    a un gobierno sinvergüenza
    que está hundiendo en la miseria
    a tantísimos obreros.
    Mas tú adelante,
    sigue agitando banderitas incansable
    por la unidad del territorio de tu España
    aunque tu España siga rumiando su hambre.
    Pero qué pena,
    españolito, que esa rabia
    no te dio de igual manera,
    por toda esa gente joven,
    exiliados españoles
    que cruzaron la frontera.

  2. Y si la solidaridad nos la quitó el oenegismo, nos queda el apoyo mutuo.

    El patriotismo de Podemos era defendido porque servía para ganar. Pero resulta que cuando el tema de las patrias está en el centro, van par abajo. Aquí se explica bien por qué. Fantástico artículo.

  3. En tiempos de moda de lo bonito del orgullo de la banderita resulta muy gratificante encontrar un pensamiento tan centrado y orientador de lo que deben ser los principios de una política de izquierda, hoy tan desnortada. A pesar de que le salgan casposos críticos como ya salieron entre los comentarios, es un sólido lugar desde dónde resistir ante la mediocridad imperante y imperialista.

    • Le agradecería que rebatiera mis comentarios, con respecto a lo de casposo no le permito ni a usted ni a nadie que me falte al respeto.

  4. Si solidarios ya somos. Somos país líder en donaciones de órganos, en el hospital en que trabajo hay 50 incubadoras, 42 ocupadas por extranjeras que siguen la política de «si el feto tiene un problema, autobús y a España», porque aquí la sanidad es gratuita y universal para mujeres y niños hasta los 18, y no, al revés que países como Canadá aquí no los expulsamos porque hayan cometido un delito. Enviamos a nuestros mejores cerebros a Europa y al mundo después de haber asumido el coste de formarlos, así de solidarios somos. Ahora cuéntele usted a los jóvenes, que no viven en la dicotomía franquista de «patria caca paraíso socialista bueno», que sufren un problema de paro que les afecta en un 50% y que viven en un país que no tiene infraestructura para ocupar ni al 30% de sus universitarios que el problema es de «solidaridad». Mientras la izquierda no tenga una propuesta para un país con un paro estructural que oscila entre el 15 y el 25% y que proponga que no pasa nada por plantearnos la división del territorio nacional, permitiendo que se independice una parte del territorio donde Borbones y Franco pusieron parte de la riqueza de todos, mal vamos.

    • El problema que veo con sus dos comentarios es que sigue entendiendo la solidaridad como una especie de caridad colectiva, en la que en efecto no puede participar quien está en condiciones económicas precarias.
      En el artículo intentaba aclarar que no me refiero a esa versión de lo solidario, sino más bien a una que consiste en entender los problemas y las reivindicaciones del otro e integrarlas en las mías; por ejemplo, para luchar contra las imposiciones del mercado, los intereses de un desempleado, de un trabajador precario, de muchas mujeres que se ven discriminadas salarialmente, de inmigrantes, de jubilados, de estudiantes, etc. pueden descubrir formas de acción política que integre buena parte de sus intereses. Pero no se trata sólo de actuar contra algo, sino de descubrir propuestas políticas para modelar nuestra sociedad que tengan en cuenta todas esas necesidades convergentes y se planteen objetivos a largo plazo.
      Su propuesta de pacto de derecha e izquierda me parece que sólo puede tener sentido en una situación de crisis que ponga en peligro los intereses de ambos; si no, esos intereses son tan divergentes que no pueden funcionar a la larga. Y yo hablo de una perspectiva a largo plazo, de devolver a la izquierda un discurso y un plan propios.
      Saludos.

      • Sin actitud. De veras cree que la simple creencia en la «solidaridad mundial» va a solucionar los problemas actuales?. Si propone un Estado mundial está fuera de la realidad. Ya lo intentaba el Cristianismo y miré donde rstamos.La unidad de pensamiento fíjese a lo que conduce.

        • No, hombre, no. ¿De dónde se saca que propongo un Estado mundial? Una cosa es la colaboración con otros grupos, partidos, países en fines comunes y otra el delirio del Estado mundial. No veo por qué no vamos a poder prever una colaboración entre grupos de interés transfronterizo, que ya se hace, con otros fines, en multitud de instituciones internacionales. Ni abogo en ningún sitio, me parece a mí, por la unidad de pensamiento. Creo que está proyectando sobre mi artículo ideas que no están en él. Saludos.

  5. Ya, o sea que después de una crisis brutal, en un país que sigue siendo de servicios, usted propone la solidaridad como valor. Y no sería mejor recuperar el asociacionismo para volver a configurar una infraestructura social que se destruyó en los ochenta a base de subvenciones? Por otro lado, pedir solidaridad a una familia en la que la mitad de sus miembros están en el paro y aunque encuentren trabajo, seguramente serán con salarios de risa. Yo creo que la izquierda y la derecha deben hacer un pacto para trazar políticas a largo plazo e incluir ahí políticas sociales dignas para los ciudadanos. La nación es indivisible porque así lo consensuamos los españoles en la Constitución, si se quiere poner esto en cuestión que vuelvan a preguntar a todos los españoles.

  6. Coincide sin que falte ni sobre nada con lo que yo pienso. El problema es como difundir este «relató colectivo» cuando está fuera del sentido común de la inmensa mayoría de la sociedad española. ¡Te ha salido un artículo redondo!

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