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La epidemia de opio en EEUU
Según datos oficiales, anualmente hay en EE.UU. unos 70.000 muertos por sobredosis (2015) entre opiáceos legales e ilegales y su alternativa más económica: la heroína (u otras aún más potentes como el fentanilo o el carfentanilo, este último 10.000 veces más potente que la morfina)
EEUU sufre desde hace unos años una epidemia de muertes debida a analgésicos opiáceos que se venden con receta, como el Vicodin, el Percocet y el OxyContin. La venta de este tipo de analgésicos se ha cuadruplicado desde 1999, ya que se recetan de manera indiscriminada, y esto ha multiplicado por tres las muertes por sobredosis. De hecho, según datos oficiales, anualmente hay 70.000 muertos por sobredosis (2015) entre opiáceos legales e ilegales y su alternativa más económica: la heroína (u otras aún más potentes como el fentanilo o el carfentanilo, este último 10.000 veces más potente que la morfina). Estas muertes por sobredosis ya son la mayor causa de muerte entre menores de 50 años, y se estima que unos 2,2 millones de estadounidenses son adictos a los opiáceos, aunque solo el 20% recibe tratamiento. Se estima también que en esta epidemia de opio han muerto unas 200.000 personas, lo cual es una cifra inmensamente elevada si lo comparamos con, por ejemplo, las 36.000 muertes de la Guerra de Corea (1950-1953) o las 58.000 de la Guerra de Vietnam (1955-1975).
Los opiáceos, tras la epidemia de heroína protagonizada por los soldados que volvían de la Guerra de Vietnam, tenían muy mala prensa y estaban reservados a graves dolencias y pacientes terminales, pero se empezaron a utilizar a partir de los años 90 para tratar dolencias más leves como artritis o dolores de espalda, y esta tendencia ha ido aumentando debido a las nuevas directrices médicas, las políticas de las aseguradoras médicas y las campañas de marketing, que han provocado que ahora sean recetados a cualquier persona con un dolor de cabeza, a pesar de su potencial adictivo, lo que constituye una mala praxis. Así, por ejemplo, según una encuesta médica del National Safety Council, el 71% de los doctores receta opioides para tratar un dolor de espalda crónico y un 55% para un simple dolor de muelas.
Esta epidemia no ha surgido de la nada, sino que es fruto de una inversión millonaria por parte de las grandes farmacéuticas, que a sabiendas han promovido el que sean recetados tan alegremente y sean minusvalorados los riesgos implícitos al tratamiento. Baste como ejemplo el caso de Purdue Pharma, fabricante del OxyContin, que en 2007 fue condenada a pagar más de 600 millones de dólares de multa tras probarse que engañaron a pacientes, médicos y reguladores sobre los riesgos adictivos de este medicamento, cuyos riesgos ya conocían antes incluso de que fuese aprobado para su venta, tal y como quedó demostrado en sus correos electrónicos internos. Además de doblar su número de comerciales entre 1996 y 2002, o de aconsejar a los médicos subir la dosis en vez de acortar el espacio entre ingestas, dieron cupones a los médicos para que sus pacientes pudiesen obtener una muestra de opioides gratis para un tratamiento de un mes, entre otras prácticas de mercadotecnia agresiva.
Otras compañías que copan este lucrativo mercado son Johnson & Johnson, Depomed, Insys Therapeutics y Mylan, y todas en conjunto han invertido miles de millones de dólares en hacer lobby en el Congreso estadounidense. Tanto es así que la población de EEUU representa un 5% de la población mundial pero consume el 75% de los medicamentos con receta del mundo, y el 80% de los opiáceos, mientras que Canadá y Europa Occidental suman otro 15%, y el resto del mundo junto se reparte el 5% restante. No en vano EEUU es el país del mundo con un mayor gasto en sanidad, siendo este del 17% del PIB, lo que viene a ser el doble que cualquier país europeo y, además, en torno a un 12% de la población en edad laboral ni siquiera está asegurada.
Ante los abusos en su uso y las sobredosis, las farmacéuticas han encontrado lucrativas soluciones. Así, la compra de naloxona, el antídoto contra los opiáceos, ha sido fomentada por el gobierno de Obama, que quiso que estuviese accesible en muchos edificios y zonas públicas y promovió con ayudas su compra en grandes lotes. La consecuencia ha sido que su precio se ha multiplicado hasta por 17 y ha provocado desabastecimientos en hospitales. Otro negocio para los laboratorios. Y en cuanto al uso incorrecto por parte de algunos usuarios, los fabricantes han patentado variantes del medicamento que hacen que, por ejemplo, sea más difícil pulverizarlo para esnifarlo o inyectárselo, que irritan las fosas nasales si se esnifan, o que contienen otras sustancias que atenúan los efectos, sin que se haya probado que reduzcan los riesgos de sobredosis y/o muertes. Nuevas variantes, vendidas como «anti-abuso», que vienen con su correspondiente patente y, como ya se imaginan, tienen un precio más elevado gracias a que la legislación promovida por los grupos de presión persigue que la FDA sustituya los actuales opioides por estas nuevas versiones a la vez que las leyes estatales que se van aprobando obligan a las aseguradoras a ofrecer estas y no otras.
Así, por ejemplo, un mes de tratamiento de Embeda (de Pfizer) cuesta unos 268 dólares frente a los 38 de la morfina genérica, aunque puedes comparar precios online y conseguir la morfina aún más barata: a unos 27 dólares. También se promueven otro tipo de tratamientos: los medicamentos destinados a acabar con la adicción a los opiáceos (como la buprenorfina), y estas pastillas son también fabricadas por los mismos laboratorios, que acumulan patentes que escalonadamente serán utilizadas para maximizar el beneficio, y que son solo desempolvadas y sacadas del cajón cuando va a caducar la patente del medicamento anterior.
Estados Unidos está gastando mucho dinero en estos medicamentos recién patentados, que en teoría no pueden ser esnifados o inyectados, e incluso estos medicamentos son recetados masivamente a veteranos de guerra ya en la tercera edad, con un riesgo muy bajo de que vayan a inyectárselo o esnifarlo. Quizá sería mejor emplearlo en campañas de prevención, campañas de información a la comunidad médica y centros de tratamiento de estas adicciones, ya que por ahora ninguna novedosa patente ha reducido la manera más común de abuso de opioides: tragarse más pastillas de las indicadas. Así mismo, dado que el ácido cítrico disuelve la heroína, se pueden encontrar innumerables vídeos en Youtube e hilos de foros donde se explica cómo convertir estas caras pastillas «irrompibles» en algo que fácilmente puede ser consumido por vía nasal o venosa, multiplicando las posibilidades de caer en una peligrosa y mortal adicción.
Otro frente abierto es el de los supuestos grupos de pacientes, subvencionados por los laboratorios, como Pain Care Forum, que presiona a los legisladores para que no dificulten la prescripción de analgésicos opioides ni formen a los médicos sobre los riesgos de estos tratamientos. A tal fin, la industria farmacéutica ha invertido cientos de millones de dólares en apoyar campañas de más de 7.000 candidatos a lo largo de todo el país, comparado con los escasos cuatro millones que manejan los grupos que promueven un límite a la prescripción de opiáceos. Las farmacéuticas, sin embargo, consiguen con un manguerazo de dólares hacer llegar a la opinión pública la idea de que un límite a la disponibilidad de opiáceos perjudicaría a millones de enfermos crónicos, y así consiguen que sean aprobadas leyes que dan preferencia a medicamentos opiáceos protegidos por patentes.
Y para ello en 2011 hicieron una masiva campaña de marketing con el mito de que 100 millones de estadounidenses sufren dolor crónico, a la cual había antecedido otra años antes en la que se afirmaba que menos del 1% de los usuarios de opio se convierten en adictos, siendo ambos datos falsos: según un estudio de 1999 financiado por la propia Purdue, el 13% de los pacientes que tomaban Oxycontin para dolores de cabeza se convertían en adictos, mientras que otros estudios como el de la revista científica Journal of Pain rebajan la famosa cifra de 100 millones a unos 39 millones. En palabras de Andrew Kolodny, presidente de la Asociación de médicos por la prescripción responsable de opioides (PROP, por sus siglas en inglés, y que no acepta dinero proveniente de compañías farmacéuticas): la idea de que uno de cada tres estadounidenses sufre dolor crónico «es ridícula». Si para su próxima campaña las farmacéuticas necesitan datos verdaderos son fácilmente encontrables en Internet, por ejemplo este: el 86% de los usuarios de heroína eran antes usuarios de opiáceos, que se pasan a la heroína al ser mucho más barata. No podían faltar tampoco las puertas giratorias: más de medio centenar de oficiales de la DEA, que planificaban la estrategia contra los opioides, han sido reclutados desde el año 2000 por la industria farmacéutica durante la pasada década, la cual les paga generosos sueldos.
Por parte del gobierno tenemos a la FDA (agencia estatal que regula los alimentos y medicamentos) que se ha opuesto a cursos certificados obligatorios para médicos y a registros electrónicos para descubrir a usuarios que hacen un uso abusivo y, en vez de eso, apoya clases opcionales para médicos y folletos en las farmacias que informen de los riesgos de los opiáceos. Más extraño aún es que apruebe estas medidas en contra del comité de asesoría científica, organismo al que legalmente no está obligado a seguir sus recomendaciones. No es sorprendente, por tanto, que el 99% de los doctores prescriba opioides durante un tiempo mayor del recomendado (72 horas) por los CDC (Centros para el Control y Prevención de Enfermedades de EEUU), que casi la cuarta parte los prescriba durante al menos un mes, lo cual causa cambios en las estructuras cerebrales, o que casi la mitad crean que las nuevas y más caras versiones de opiodies «anti-abuso» son menos adictivas que sus predecesoras.
La profesión médica tampoco se libra de culpa, con estudios que apuntan a que la mayoría de los doctores están o confundidos por la propaganda de las farmacéuticas, o influenciados por los lujosos simposios a los que son invitados por ellas (por ejemplo, según documentos internos de Purdue, los médicos que fueron a sus congresos en 1996 recetaban Oxycontin el doble que los que no fueron invitados), pero también tienen la presión de la evaluación que puede recibir de los pacientes, y esta puede depender de si el médico les recetó la receta que querían, que no necesariamente será la más apropiada para estos pacientes. Algunos de ellos practican lo que se ha dado en llamar «doctor shopping»: ir de doctor en doctor (a veces en grupo en furgonetas alquiladas) pidiendo recetas de opioides. Para evitar esta práctica se ha creado un sistema que asigna un único doctor y una única farmacia al mismo paciente, y que es fundamentalmente usado por las aseguradoras privadas y el programa de atención sanitaria para pobres (Medicaid), ya que así pueden reducir la factura farmacéutica que están obligados a pagar al ser más fácil detectar abusos. Además, se han aprobado leyes para que el programa de atención sanitaria a la tercera edad (Medicare) se sume también a este sistema. Sin embargo, ninguna ley por ahora impide que el 60% de los médicos reciban pagos de las farmacéuticas.
En definitiva, un mastodóntico sistema sanitario privado, el doble de costoso que cualquier sistema público europeo, ha sido corrompido en cada una de sus partes para crear un ejército de adictos a los opiáceos para mayor gloria de los accionistas de un puñado de farmacéuticas. Los capos de la droga del siglo XXI no protagonizan famosas series de Netflix ambientadas en países caribeños, ni se enfrentan a balazos a la policía, sino que se sientan en cómodas sillas de consejos de administración de grandes multinacionales, desde donde dictan leyes a medida a los legisladores que tienen en nómina.
Luis Miguel García es socio cooperativista de ‘La Marea’.