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Refugio en la humanidad

A través de su experiencia como médico en campos de personas refugiadas, Rada señala carencias y prejuicios de diversa índole. 50.000 personas demandantes de asilo estaban atrapadas en Grecia cuando la UE cerró sus fronteras en marzo. 65.000 congoleños alojaba Nyarugusu (Tanzania) tras las Guerras del Congo en los 90.

Niños en el campo de Skaramagas, una zona portuaria cerca del Pireo (Grecia). FOTO: Aser García Rada

De forma tosca pero elocuente, para mí la diferencia entre un campo de personas refugiadas en el África negra y uno en Grecia es que en el primero mueren niños y niñas casi a diario, mientras que en el segundo mueren de forma excepcional. Así, durante el mes de 2015 que trabajé con Cruz Roja como pediatra en uno de los campos más antiguos del planeta, Nyarugusu, en la Tanzania del Tanganica, murieron unos 15, mientras que durante los cinco meses que en 2016 hice lo mismo en los de Ritsona y Skaramagas, en el país heleno, solo murió uno. La muerte de un niño es terrible, la de 15 es insoportable.

Los ojos de los niños negros son como la sabana, profundos e infinitos. Los ojos de los niños árabes son como el desierto, cálidos e infinitos. Como un puñetazo en la cara o una cuchillada en el pecho, la muerte evitable que esmerila esos ojos define con contundencia la injusticia y ha marcado un punto de inflexión en mi forma de entender el mundo y lo que hacemos con él.

El niño sirio, Mahmud, murió con 16 meses tras operarlo de una cardiopatía congénita que habría que haber intervenido tras naceren un país que lleva casi siete años devastándose por la guerra. Por su parte, los niños y niñas negros fallecían principalmente por infecciones como el paludismo o malaria, esa enfermedad para la que todavía no existe vacuna definitiva y que nos importa poco porque habitualmente toca por debajo de Gibraltar. Por malnutrición y sed, como las de Cinza, un niño de un año con el peso de un mes alzando los brazos desde el regazo materno hacia una taza con suero que se le lleva por el pasillo. Y no tanto por falta de sofisticados equipos de soporte vital -que también-, como por el mal uso de los recursos básicos disponibles, algo verdaderamente atroz. Por falta de priorización, por deshidratación, por una incorrecta indicación de suero oral o intravenoso, por desorganización. Porque en África, como en Haití, a la gente le enseñan a repetir en vez de a razonar, algo que viene bien a algunos y mal a los de siempre.

Según determinada percepción, la muerte de un niño en África, como la de Cinza, les duele menos que lo que nos duele aquí la de un niño blanco. Quizás la elaboración del duelo sea más ágil por convivir más cercana y frecuentemente con la muerte, o porque tienen que seguir adelante sin tomar aliento para sacar adelante a los demás. Pero su dolor es lacerante y demoledor, individual y colectivo. Como aquí. Es ritualista, como el nuestro, solo que con diferente ritual. Las mujeres se tiran al suelo, se arrancan la ropa, chillan. Toda la sala llora y grita una muerte. Acaban envolviendo a sus niños muertos en un sudario de colores, la misma tela con la que los visten en vida, y quedan allí, en aquellos viejos catres de madera, como las polillas antes de renacer. Cuando ya nada puede herirlos, un niño negro, una niña negra muertos se ven más vulnerables si cabe dentro de ese pequeño capullo de colores.

Existen otras diferencias entre ambos universos paralelos al nuestro y entre sí. Fueron 50.000 las personas demandantes de asilo atrapadas inicialmente en Grecia cuando la UE cerró sus fronteras en marzo de 2016. Algo menos de los 65.000 congoleños que alojaba Nyarugusu desde su creación, tras las Guerras del Congo de mediados de los 90, hasta que en 2015 recibió la avalancha de otros tantos burundeses que escapaban, igualmente, de la violencia política en su país. Como si Ponferrada pasara de repente a tener la población de León, o Castelldefels la de Tarragona, pero en África. A día de hoy, esta ciudad a todos los efectos aloja a 146.000 personas, como Huelva o Salamanca.

Así, tras dos décadas de funcionamiento, en Nyarugusu hay adolescentes que no conocen otro lugar del mundo, e incluso aunque la llegada de los burundeses fuese un terremoto para los congoleños, en un continente tribal de fronteras artificiales, los desplazamientos forzados son más frecuentes y asimilables. En los campos de Grecia, en cambio, gentes que en general partían de un nivel sociocultural superior al de la mayoría de subsaharianos y que, tras una infernal odisea a través del Mediterráneo contaban con llegar a Alemania, Suecia, o Austria, donde muchos tenían familiares que huyeron antes, de la noche a la mañana se encontraron bloqueadas y sin respuestas. La frustración era, por tanto, inmensamente mayor en Grecia que en África.

La de los llegados a Grecia se acrecentaba por una Europa que defrauda unas expectativas sobrevaloradas, pero que ni si quiera cumple las que nosotros creíamos reales. Esa frustración en los que vienen de orígenes y confesiones diversas -sirios, afganos, iraquíes, kurdos, musulmanes, yazidíes, cristianos, etc.-, acumulados en donde no quieren estar, en condiciones de vida insuficientes, cuando los adolescentes y jóvenes empiezan a pasar meses y meses sin una opción laboral, pero con acceso a las drogas que campan a sus anchas en los campos griegos… Esa frustración, decía, fertiliza el odio. “Venimos de una situación de inseguridad y llegamos a Europa donde tampoco tenemos seguridad”, lloraba una madre siria tras una refriega nocturna entre unos y otros en Skaramagas, un campo al que la propia policía griega temía entrar.

Un odio que muchos traían ya tatuado en la piel. Mohamed, en la de su espalda y en forma de latigazos descubiertos al auscultarlo. Con 18 años, el odio que también cargaba un obús reventó su codo y a su mejor amigo en Siria. Con su brazo en cabestrillo, pendiente de una cirugía que esperaba en su país de acogida, fue realojado en Francia con su familia tras varios meses. Confío en que los cirujanos hayan reconstruido su articulación perdida y ellos su vida.

La aceptación, el estoicismo. ¨La vida es dura en África”, decía un congoleño. Lo saben los niños de tres o cuatro años que cargan bidones de agua, o las madres que abandonan al suyo ingresado para atender a los demás y volver para encontrarse otro capullo de colores. En Grecia, fue aquel padre y anterior alto cargo en Afganistán, ese país en guerra perpetua del que el que huye solo es inmigrante económico [sic] porque hacemos así la burocracia, para dificultar. Su coche blindado no matizaba lo suficiente la amenaza de muerte talibán y huyó con su amplia familia. Mientras esperó durante las dos semanas que les costó acceder a Skaramagas, entonces saturado, bajo un techo de tienda de campaña plegable retirado periódicamente por la policía, con un sol implacable y sin agua corriente, recordaba sereno que “la vida es así, un día estás aquí y otro allí”.

“Asante sana”, “shukran katir”. El agradecimiento en suajili, o en árabe tiene formas diferentes, pero el que se entrega y se recibe con los ojos húmedos es universal. El otorgado porque un blanco, ¡un blanco!, se ha ocupado de sus niños negros, sus niños que salen y sus niños que quedan; o el de quienes se han cagado en uno reiteradamente por retirar medicaciones innecesarias o no darles antibióticos para ese catarro –“en Siria nos daban una bolsa de medicamentos”- y uno se ha cagado en ellos repetidamente por sus despechos –“aquí en Europa nos dais menos porque somos árabes”-, pero, mes a mes, uno y otros empezamos a confiar para llegar, entre risas, a “¿qué, doctor, agua y se pasa solo, ¿verdad?”.

Y así transcurren sus meses, sus años, sus décadas. “Yo di instrucciones en cuanto me enteré, a la embajada en Atenas, de que se pusiesen en marcha para traernos a este niño cuanto antes, que tiene una parálisis cerebral”, decía el entonces ministro de Asuntos Exteriores y Cooperación en funciones, José Manuel García-Margallo, abrumado con la campaña popular para llevar a España a Osman, un niño sirio anclado en Grecia. Era cuando atendíamos en Skaramagas a otros cuatro con problemas similares, uno de ellos ciego, y a otros dos en Ritsona. Como a aquella niña con desnutrición grave que acabó recuperándose. Como a varios otros niños y niñas con patologías crónicas, incluido Mahmud y su laberíntico corazón que dejó de latir. Como a las mujeres embarazadas, las personas en sillas de ruedas, o los mayores con corazones, pulmones, riñones, páncreas, o articulaciones reticentes. Como los que acaban bajo las quillas mediterráneas, más de 3000 en 2017. Porque no es que no se pueda, que no estemos preparados – ¿vamos a estarlo menos que Grecia, o que Tanzania, o que Bangladesh ahora acogiendo a los más de 650 000 ronhingyas que han huido de Myanmar en un puñado de meses? -, es que no quieren hacerlo.»

Quizás valga la pena recordar nuestros desamparos para entender los suyos. Porque, salvo por la miseria y el horror escrito con más erres del que huyen y que muchas veces les persigue, la diferencia entre las personas que buscan refugio, que escapan de una normalidad que se ha hecho insoportable, y las que no lo hacemos es ninguna. Aquellas llevan su historia, sus lastres, sus virtudes y sus defectos con ellas, como nosotros. No son más ni menos beatificables, ni tienen superpoderes, como nosotros. Como nosotros, gestionan sus condicionantes de vida con las herramientas que llevan de serie y con su mayor o menor capacidad, tan humana, de resiliencia.

Eso tan esencial, pero que a veces merece refrescarse, algo que ocurre intensa y a veces brutalmente en lugares a flor de piel como un campo de personas refugiadas. Nuestra impaciencia, nuestras frustraciones, nuestras grandezas, nuestros límites. Esto es, nuestra humanidad. En un mundo en el que las ilusiones y el esfuerzo quizás solo garantizan una vida más coherente, tener presente nuestra humanidad común debiera servirnos para recordar que está en nuestra mano hacer que este sea razonablemente soportable o que continúe siendo terriblemente injusto.

Aser García Rada (@AserGRada) es pediatra, doctor en Medicina (UCM), periodista freelance y actor. Ha trabajado como delegado de la Unidad de Respuesta a Emergencias (ERU) de Cruz Roja Española en campos de refugiados de Tanzania (2015) y Grecia (2016).

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