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Apiádate de nosotros

Alexander Payne compone en ‘Una vida a lo grande’ una divertida sátira sobre el mundo capitalista y sus triquiñuelas persuasivas.

una vida a lo grande. Alexander payne

Uno de los grandes méritos de Alexander Payne es el de amar a sus protagonistas. Puede parecer fácil o lógico, pero no lo es en absoluto. En realidad, la compasión no es un ingrediente muy apreciado en las artes narrativas porque suele quitarle filo a los personajes. El malo, por ejemplo, es malo y nada más. Que el espectador acabe sintiendo simpatía por él es algo que solo está al alcance de los grandes creadores. Un ejemplo paradigmático sería el Shylock de El mercader de Venecia, un pérfido usurero que, finalmente, se nos muestra como personaje conmovedor al sufrir la pérdida de su fortuna, de su hija y de su religión.

La tragedia del hombre ridículo contemporáneo está presente en todas las películas de Payne. Sus protagonistas son hombres superados por los acontecimientos y a menudo aparecen como personajes risibles y mezquinos. Pero su humanidad (o la de su director) los salva. Payne ama al Paul Giamatti de Entre copas y al George Clooney de Los descendientes. Se apiada incluso del insufrible Jack Nicholson de A propósito de Schmidt: a pesar de que el histrionismo del actor trabaje en sentido contrario, es decir, para que el espectador lo odie, la mirada compasiva de Payne acaba ganando la partida. Y lo mismo ocurre en su última película, Una vida a lo grande, recibida con una injusta tibieza por los críticos cuando se estrenó en el pasado festival de Venecia.

La cinta cuenta la historia de una pareja que decide someterse a un revolucionario procedimiento creado por un científico noruego: la miniaturización. El descubrimiento de que los humanos podemos reducirnos a una centésima parte de nuestro tamaño es recibida como la respuesta ideal a los problemas de superpoblación del planeta, cuyos limitados recursos no pueden seguir siendo explotados sin temor a un inminente colapso. En torno a esta idea Payne compone una sátira realmente notable sobre el mundo capitalista y sus triquiñuelas persuasivas.

Los personajes interpretados por Matt Damon y Kristen Wiig deciden hacerse pequeños y cuentan con la justificación moral del beneficio ecológico, aunque su verdadera motivación es mucho más mundana: quieren una casa más grande (que por supuesto no necesitan, este es un detalle importante a la hora de analizar la razón de ser de la sociedad de consumo) pero no se la pueden permitir, así que optan por reducirse ellos mismos. De este modo podrán vivir en una lujosa mansión… del tamaño de una casa de muñecas. En ese nuevo mundo de humanos pequeñitos, los exiguos ahorros de una pareja de clase media son suficientes para llevar una vida de millonarios. Pero ese mundo, como es de esperar, dista mucho de ser ideal y acaba reproduciendo las mismas injusticias sociales que el de la gente grande. No deja de ser elocuente que los encargados de abrirle los ojos al personaje de Matt Damon sean extranjeros: un buscavidas serbio (Christoph Waltz) y una activista vietnamita (Hong Chau). Damon interpreta al estadounidense ingenuo, bueno pero bobo, que no entiende ni el origen de sus males ni el mundo que lo rodea. Y Payne, como suele ser habitual, quiere a este patán. Lo somete a multitud de situaciones humillantes, sí, pero no deja de sentir ternura por él. Y eso es bueno.

Además, la piedad del cineasta no le resta ni un ápice de causticidad a su farsa. Detrás de las desventuras de su antihéroe se esconde una sofisticada denuncia sobre la habilidad del mercantilismo para la apropiación cultural. Todo sirve para hacer caja. La estrategia consiste en utilizar las causas más nobles (la ecología en este caso) como trampantojo. Lo hemos visto centenares de veces. Cuando una bebida azucarada saca homosexuales en sus anuncios uno podría pensar que esa compañía tiene “valores”, que se compromete con el movimiento LGTBI. Esa pretendida sensibilidad sirve para dulcificar su imagen, para hacerla cercana, humana. Pero es, simplemente, un blanqueador. La marca aparece como progresista en lo social, se hace simpática, y el consumidor acaba metiendo su moneda en la máquina y sacando la lata sin plantearse demasiados dilemas morales. Después de todo, su publicidad contiene un mensaje contra la homofobia, ¿no? Así es cómo esa multinacional tan cool, tan socialmente avanzada, pretende que el comprador olvide que en la planta embotelladora de un pueblo cercano están cambiando las condiciones laborales de los trabajadores de forma ilegal y despidiéndolos a porrillo.

El truco es tan viejo como la política. No es casualidad que fuera precisamente Ronald Reagan, en 1983, quien instituyera el día nacional de Martin Luther King en Estados Unidos. Usurpando el relato de la lucha por los derechos civiles, adueñándose de su mitología, barnizándolo de patriotismo, es mucho más fácil neutralizar su poder de transformación social. Todo es imagen. Y la imagen basta. El próximo año veremos un fenómeno parecido en Francia: el presidente de la República, Emmanuel Macron, anda estos días cavilando cómo ponerse, sin asomo de rubor, a la cabeza de la celebración del 50º aniversario de Mayo del 68. Sus colaboradores dicen que quiere poner el énfasis en lo que aquello significó de “ruptura” y de cambio de época, dejando a un lado todo lo que el movimiento tuvo de reivindicación social. Después de haber visto a los políticos del PP bailar la conga el Día del Orgullo Gay, ya nada puede sorprendernos.

“Vosotros no queréis salvar el planeta. Vosotros queréis saber qué es lo que se siente siendo millonario”, le suelta el personaje de Christoph Waltz a Matt Damon. Payne somete a su protagonista a un doloroso proceso de aprendizaje en todos los ámbitos: político, social, económico, sentimental… Y será precisamente el amor el que lo conduzca a la lucidez y a tomar partido.

Como uno se ríe bastante hasta llegar al desenlace de esta comedia de ciencia-ficción, los críticos más serios (aquellos que encumbraron Nebraska, la película más amarga y desesperanzada de Payne) no han sido esta vez tan complacientes con su autor. Quizás les haya pillado con el pie cambiado el tono singularmente bufo de la historia. Una pena. Porque lo cierto es que Una vida a lo grande es una astracanada genial.

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