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Mezquinos y brillantes
"Las películas aquí citadas son excelentes. ¿Cómo explicar semejante incoherencia? Pues, sucintamente, así: buen cine, ideología de mierda".
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Siempre se ha dicho que después de ver una película de Frank Capra uno salía del cine siendo mejor persona. El intelectual cinéfilo, sin embargo, ha sido históricamente poco dado a premiar los buenos sentimientos. Antes al contrario, ha elevado a los altares a cineastas que han sacado lo peor de nosotros mismos. Michael Haneke es uno de ellos. Él, ufano, lo explicaba así a la cadena Arte: “Hay una escena en Funny Games en la que la víctima le da la vuelta a la situación y mata a tiros al agresor. Y cuando lo mata, el público de Cannes aplaudió. En ese momento se sorprendieron, porque era una escena en la que, normalmente, no se aplaudiría. Salió bien y me alegro mucho”.
Empeñados en cartografiar los supuestos abismos de violencia y depravación que subyacen en cada uno de nosotros, estos creadores han compuesto un discurso que no se corresponde con la realidad (lo cual es perfectamente legítimo desde el punto de vista artístico, faltaría más). A pesar de que está muy extendida la cantinela pérez-revertiana que asegura que «el ser humano es un hijo de puta», la historia de la evolución demuestra lo contrario. Priman la solidaridad, la colaboración y la protección de los débiles. Si no fuera así nos habríamos extinguido como especie hace mucho tiempo. Y si, por caprichos del azar, aún no lo hubiéramos hecho, atropellaríamos niños en los pasos de cebra por pura diversión, por nuestra innata hijoputez. Pero eso no ocurre todos los días, aunque en las películas de Haneke sí podamos ver a niños con síndrome de Down a los que torturan y ciegan quemándole los ojos (La cinta blanca) o a ancianos que abofetean a sus esposas con Alzheimer antes de asesinarlas (Amor). Lo desconcertante es que no podemos decir que estas películas, a pesar del veneno que encierran, sean malas.
Algo parecido ocurre con el último filme de Yorgos Lanthimos. El director griego es un especialista en presentar situaciones tétricas tan surrealistas que acaban por hacernos reír. En El sacrificio de un ciervo sagrado cuenta la historia de un cirujano (Colin Farrell) castigado por un error del pasado: se le murió un paciente en la mesa de operaciones y deberá compensarlo matando a un miembro de su familia. Lanthimos despliega toda su maestría a la hora de narrar esta tragedia de reminiscencias griegas (el título hace referencia a Ifigenia en Áulide, la obra de Eurípides en la que Agamenón se resiste a ofrecer a su hija en sacrificio para vengar el rapto de Helena de Troya) en la que cada escena, cada plano, casi cada línea de guion se presenta para incomodar al espectador. Y lo logra.
Pero incomoda también que el motor del drama, el personaje que vehicula la maldición que ha caído sobre la familia del protagonista, sea un chico de clase baja, el hijo del hombre fallecido en la operación (Barry Keoghan, en una interpretación portentosa). Así pues, un personaje desfavorecido irrumpe en un ambiente social que no le corresponde (barrio residencial, casa lujosa, familia acomodada) y desata la tormenta. Es el mismo esquema (y volvemos a Haneke) de Funny games, en la que unos desaprensivos asaltan la mansión de unos ricos muertos de miedo. O de Código desconocido, cuando Juliette Binoche es escupida por un magrebí en el metro sin razón alguna (solo porque ella es pija y él, árabe). O de Caché, en la que Daniel Auteuil ve perturbada su perfecta existencia burguesa por un fantasma de la infancia (un niño al que le hizo la vida imposible y que, ¡oh, casualidad!, es argelino).
Ojo, todas las películas aquí citadas son excelentes. ¿Cómo explicar semejante incoherencia? Pues, sucintamente, así: buen cine, ideología de mierda.
Reeditan ‘Minuta de un testamento’, de Gumersindo de Azcárate, para reivindicar la figura y la obra de este intelectual fallecido hace 100 años.
Jurista, filósofo, político, historiador, escritor, catedrático, académico… Gumersindo de Azcárate (León, 1840) está considerado como uno de los grandes intelectuales españoles de comienzos del siglo XX. «Fue una de las piezas fundamentales para la construcción de la modernidad en España» y uno de los pensadores y reformadores «que más contribuyó a cambiar la sociedad de su tiempo», asegura José García-Velasco, presidente de la Institución Libre de Enseñanza (ILE), la organización que revolucionó la educación española el siglo pasado y que De Azcárate fundó junto a Giner de los Ríos y a Nicolás Salmerón, entre otros, en 1876.
«Constituye un magnífico testimonio del modo de pensar y la sensibilidad de los fundadores de la ILE y, a pesar de los años transcurridos, su contenido continúa de plena actualidad», comenta García-Velasco. Ahí están la defensa de la libertad de pensamiento y de culto, la reivindicación de la tolerancia, del pluralismo y del poder regenerador de la educación, del Estado laico y democrático, del reformismo político con honda preocupación social, y, de forma especial, García-Velasco ve presente «una defensa a ultranza de la ética en la política, del rechazo al clientelismo, al caciquismo y la corrupción».
La última frase resume lo que me pasa a mí con muchas películas que me gustan «buen cine, ideología de mierda»
Excelente artículo, mi enhorabuena.