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¿Qué se dirá de nosotros?

"La expresión de un muerto es inimitable en vida, ni siquiera por el actor más versado", escribe Bernabé.

Imagen de Harry Clarke para 'Los cuentos de imaginación y misterio', de Poe, 1919.

El autobús, uno de aquellos interurbanos verdes, con motor más que de diésel de queroseno, iba medio vacío los domingos por la tarde, tras de comer, llevando a algunas internas después de su medio día de libranza, a algún novio adolescente en busca de escarceos torpes y a unas pocas mujeres vestidas de negro. Cuando hacía parada en el cementerio ellas se bajaban, con su bolsa de trapos y flores, para seguir haciendo lo que habían hecho toda su vida, limpieza y cuidado. El camino entre los nichos ya era conocido aunque, a veces, en las vastas extensiones donde se agolpan los muertos de ciudad, alguna se equivocaba de calle, sintiendo una especie de punzada de culpa. Por lo demás, el domingo, al principio cada semana, después cada quince días, se desarrollaba con una liturgia conocida y tranquilizadora. Las lágrimas a la llegada, algo de cristasol en el marquito de la foto, el saludo a una conocida con comentarios sobre lo pronto que se habían ido, el silencio mirando la lápida, las lágrimas al regreso. El niño, si lo había, se iba aburrido a dar una vuelta entre las tumbas antiguas, las que aún estaban en contacto con el suelo, sorprendiéndose de las fechas lejanísimas en que aquellos muertos habían empezado a serlo. No es que no sintiera pena, es que los críos aún carecen de empatía con el frío.

Max Aub tiene un relato cuyo protagonista es un bailaor flamenco, un adolescente de talento e ignorancia, tan guapo como pobre. Se mueve a cambio de unas pesetas, ya no recuerdo si para los hermanos, para salir de los tablaos de su provincia o para ambas cosas. Un día un señorito, de líbido irresuelto camuflado en gusto artístico, lo ve y le busca una audición, en su casa, una promesa de rescate que no es tal. Tras los bailes, las copas; tras las copas, el acoso. Y aquel chico portentoso se defiende y le mata. Por escapar a la condena de una vida de miseria acaba condenado a la cárcel, donde la humedad del presidio y el patio pequeño, alguna paliza y muchos años de cautiverio hacen de sus piernas, antes casi mágicas, dos toscos tocones que ya sólo le valen para andar cojeando. Recobrada la libertad llega la otra condena, la de la obra y el andamio, de donde el bailaor, ya obrero, se precipita y muere. Cuando llega la caja, para llevárselo, no entra, porque alguien le ha tomado mal la medida. Hace calor y hay que continuar el tajo, así que, ausente de familia, de alguien que le llore, se decide que lo mejor es quebrarle las piernas para que entre y se lo puedan llevar. Nadie mira, todos escuchan el chasquido de los huesos. El infortunio que acompaña en vida no lo deja de hacer en la muerte.

Las salas de espera de los tanatorios son como las de los paritorios, pero a la inversa. La alegría es pena, se habla sobre el pasado y no el futuro, se despide, no se recibe. Más que nervios por lo que viene hay abnegación por lo que se ha ido y el protagonista, que una vez nació llorando, contempla impertérrito los lloros de los demás. Por la noche, cuando apenas hay gente y los pocos familiares que quedan fingen cerrar los ojos entre los sillones, hay alguien que siempre se queda solo mirando a través del cristal a ese cuerpo que finge ser lo que una vez fue. La expresión de un muerto es inimitable en vida, ni siquiera por el actor más versado. Por lo demás hay saludos y abrazos, alguna frase hueca y sobre todo silencios y miradas a los que no les hacen falta adjetivos. El trago, que es como se llama a esas horas inacabables, es como un parto comunal donde hay que empujar para que el muerto se marche, nos deje tranquilos y pase a ser memoria.

Porque hay muertos insistentes, de los que se quedan, egoístas, reclamando un espacio que ya no les pertenece. Miren si no El Desencanto, la película de Chávarri, donde el Panero padre, ya bajo tierra, atormenta a los hijos y la viuda. El exorcismo de su presencia, constante, lapidaria, castradora, autoritaria, resulta fallido porque es muy difícil desprenderse, más que una paternidad, de un caudillaje. Al país le pasó lo mismo, que no lloró a sus muertos debidamente. Mientras que a unos se les rendía tributo en los frontispicios de las iglesias, con una cruz a la entrada del pueblo o una placa en la casa consistorial, otros quedaron en las cunetas. Ausencias que no son ausencias, sino olvidos de fingido consenso. Por eso los fantasmas atormentan y reclaman su presencia a diario.

En Muerto, un cuento de Azcona, hay un congreso de curas en un hotelito de una provincia aragonesa. Uno de ellos, que ya anda escarbando, se pasa con la cena y le dan unos sudores en la cama, de esos fríos, que se atribuyen a un corte de digestión. Las acaba palmando, claro, y de paso buscando un problema a los párrocos que han preparado durante meses el encuentro. Si se descubre el deceso les arruina el cónclave regional. Por lo que deciden llamar a un taxista y hacer pasar al cadáver por enfermo -en el fondo no había tanta diferencia- para que le lleve a Zaragoza y allí se vuelva a morir en su cama, a gustito y sin molestar. Hay también muertos incómodos, irresponsables, problemáticos. Que se lo pregunten al archiduque Francisco Fernando.

Se sabe que el fallecido no es de este tipo cuando congrega a su alrededor a unos cuantos amigos tras su funeral, preferiblemente en un bar, que es donde las culturas decentes honran la memoria de los ausentes. Antes, en la misa, se contempla a lo lejos a la familia, en las primeras filas. A la salida se les da el pésame, como en una revista de tropas. Luego, ya con una barra delante, se cuentan anécdotas y tropezones, momentos gratos, si hay confianza incluso alguno desagradable. Y sobre todo se repasa nuestra vida a través de la suya, escasa, como la mayoría de personas convencionales, de grandes victorias o momentos gloriosos. Y ahí es cuando viene el miedo, no a irnos nosotros, sino a saber que no seremos más que otro hueco vacío en una mesa de algún lugar prescindible. Alguno, incluso, contrata un viaje al día siguiente o se apunta al gimnasio.

Y por fin llega el silencio. Ese que le queda al que vivía con el protagonista de esta historia cuando ya no está. Entrar a una casa de la que saliste tantas veces dejándole atrás, sin que ya no se halle. En Algo pequeño y bueno, Carver habla de este momento, de un matrimonio al que un día le atropellan al hijo que va en bicicleta. Tras unas semanas de hospital, con sus partes y esperanzas, con sus mejoras dentro de la gravedad, con el sueño de un futuro atenazado por la cautela, el niño se muere. Y allí queda todo. Habitación, olor, ropa en el armario. Algún juguete en el suelo del último día. Incluso el encargo de una tarta de cumpleaños. Lo peor, cuando la muerte llega por sorpresa, es que dejamos a los demás de notarios de nuestra cotidianeidad. Les encargamos la difícil tarea de deshacerse de lo que nos hizo, aún prescindibles en nuestro anonimato, personas irrepetibles.

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