Opinión
El mundo de ayer
"Las épocas finalizan y regodearse en su recuerdo solo conduce a la melancolía, ese sentimiento cálido y pegajoso que se multiplica con la incertidumbre. Cortar lazos con el pasado, por contra, solo nos vale para repetir caídas", reflexiona el autor.
El mundo de ayer fue publicado en 1942, en un momento en el que el III Reich sí parecía que iba a durar mil años. Stefan Zweig, su autor, trató de finalizar con él «una vida en la cual la labor intelectual significó el gozo más puro y la libertad personal, el bien más preciado sobre la Tierra». El escritor, el cual había biografiado a tantas figuras ilustres, dejó su último libro precisamente para sí mismo, sirviéndose de su periplo para recordar lo que podía haber sido y no fue.
El proyecto de la modernidad, aquel que empezó con el fin de Versalles y el principio de la Assemblée nationale, que creía en el progreso basado en la Ilustración, en las capacidades humanas de emancipación, acabó entre las trincheras de Verdún y el gas del Somme. El escritor austrohúngaro no idealizó su pasado, pero sí constató que los principios que lo habían impulsado, aquellos con los que coincidía a pesar de las contradicciones, habían dejado de valer. Anticipó 30 años el espíritu que dio por acabada la confianza en que todo debería ser mejor por la aplicación férrea de nuestra voluntad, aun sin haber conocido Bergen Belsen ni Hiroshima. El libro fue publicado en Brasil, donde se había exiliado. Fue su último trabajo. Zweig se suicidó junto a su mujer unos meses antes.
Las épocas finalizan y regodearse en su recuerdo solo conduce a la melancolía, ese sentimiento cálido y pegajoso que se multiplica con la incertidumbre. Cortar lazos con el pasado, por contra, como quien pretende olvidar una relación fracasada fingiendo que nunca ha existido, solo nos vale para repetir caídas. Que nuestro presente no sea, por fortuna, tan oscuro como el del final de los días de Zweig no implica que no esconda unas potencialidades escalofriantes, algunas ya manifiestas, como aprendices de bestia que muerden nuestros talones y perforan nuestras cabezas con el sentimentalismo del miedo.
Podemos afirmar que nuestro hoy hace aguas porque intuimos que existió un mundo de ayer, aunque se nos niegue, aunque se pretenda que lo olvidemos. Este artículo —que como habrán notado no es de fechas ni precisiones— pretende recordar una época que se extingue, romper el cautiverio de unos años en los que si bien ya no había esperanza en el porvenir aún latía la sinceridad de lo real y no la impostura de lo sucedáneo.
Nuestro mundo de ayer distaba mucho de ser perfecto, de no albergar pesadillas, de carecer de verdugos. Pero al menos aún contenía sus antídotos y el saber para utilizarlos. La explotación se contestaba con huelgas, la guerra con guerrillas, la tiranía con revolución. El egoísmo se oponía con fraternidad, la ligereza con gravedad, el sopor de la vida cotidiana con agitación. Y ninguna de estas palabras, de estos conceptos, eran eufemismos y metáforas. Tenían un significado único, preciso. Y la gente, dependiendo de su posición, las temía o las anhelaba.
Ese mundo de ayer se puede categorizar en los libros de historia, delimitar a través de los ensayos sobre política, englobar con los tratados de filosofía. Y sentirse en las películas. Incluso en aquellas que no tenían pretensión explícitamente ideológica.
Se escuchan los cuatro toques de batería con la que comienza Be my baby, de las Ronettes, y Johnny Boy, mezcla de gángster de cuarta y mod neoyorquino, pone una bomba en un buzón de correos. No sabemos por qué, no nos importa. En las malas calles de 1973 un incontrolado, alguien que nunca suscribiría un plan de pensiones, era aún digno de aparecer en una historia.
McMurphy, entre electrochoques, medicación y las porras de los guardias, alienta la rebelión de los reclusos del nido del cuco. En la enfermera Ratched, normativa, severidad y terror son peor que la locura, porque la institucionaliza y hace de lo legal una arbitrariedad para que el mundo de los que mandan siga hermético.
Sundance Kid y Butch Cassidy son también parte de un crepúsculo, de cuando asaltar bancos era todavía más digno que fundarlos. El fuera de la ley como personaje no era una invitación al individualismo forajido, era una oposición arrogante a lo que se supone que debe ser. Era una vida sin carnés de identidad, páginas salmón y comodidad de sofá mullido.
Joe Buck y Rico Ratso malviven en una infravivienda del Hell´s Kitchen. El que va vestido de cowboy de vez en cuando pilla cama con alguna mujer aburrida y rica, y le lleva medicinas a su amigo, un buscavidas al que ya no le quedan ni trajes para seguir manteniendo sus engaños. Lo marginal teniendo más dignidad que todos los corredores de bolsa de Wall Street juntos.
Balboa es feo, desgarbado, parco en palabras. Debajo del gorro de lana y el abrigo gastado, debajo del mandil lleno de sangre de las piezas de carne que se echa al hombro en el matadero, oculta un boxeador. Pero nadie quiero verlo. Ni siquiera él. Un héroe de cuando los protagonistas se parecían a la clase trabajadora.
En Pensilvania, unos obreros siderúrgicos juegan al billar en un bar de mala muerte. Visten con camisas de franela, llevan gorras publicitarias de químicos para automóviles y piensan que tienen que hacer un favor a su país luchando contra el comunismo en un país asiático. Cuando suena Can’t take my eyes off you, de Frankie Valli, dejan lo que están haciendo y se ponen a cantarla juntos, a voces, perdiendo el equilibrio y derramando las jarras de cerveza. Al menos allí, justo en ese momento, les une la amistad, por encima de cualquier interés, de cualquier mezquindad. Y algo hay de bueno en ello a pesar de los horrores que les esperan.
Nadie hoy se quiere parecer a ninguno de ellos, nadie quiere ser un incontrolado, un loco, un forajido, un marginal, incluso un digno miembro de la clase obrera. El problema es que una vez enterrados por el turbio brillo del triunfo ninguno de sus ciertos valores escapa ya de ser un producto o un engaño. Nos quitamos la fealdad de encima para acabar sepultados por un simulacro de vida.
Es verdad, ellas no aparecen en esta lista. Aunque existieran. Porque eso era también parte del mundo de ayer. Quizá la esperanza de hoy esté precisamente en las ausentes, en las que han dejado de serlo.
Para buenos guiones, directores y películas: cine europeo.( y no soy alguien que me entusiasme precisamente ser europeo hoy)
RECURSOS HUMANOS, franco/británica,1999, de Laurent Cantet, más real que la vida misma. Sólo una pequeña muestra del cinismo y de la falta de escrúpulos del capital. El mismo capital al que hemos permitido que nos vacie de valores, de filosofar, de pensar por uno mismo y ser unx mismx. Al que hemos permitido que nos aliene.
https://www.youtube.com/watch?v=VVwVYDWcqc0