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De amor y hambre

"El amor no es para los lunes, ni para la lista de la compra, ni para la precariedad. Si la rutina agosta el amor, la rutina de la poquedad lo acaba dejando boqueante", escribe el autor.

El amor es impertinente, huracanado y absolutista, al menos hasta un punto de la vida, no sé si marcado por la edad o más bien por las decepciones, resultado último de creer en la certeza de la alucinación, en el agua que se dibuja contoneante en medio del desierto. El amor, ese tipo de amor, sucede sin previo aviso, nos asalta tras la curva y no se conforma con unas cuantas monedas, lo quiere todo, dejándonos exhaustos y desnudos, a solas con nuestra naturaleza más primaria. Impertinente en cuanto que no acepta negativas ni negociaciones, razón ni diplomacia, rebaja de la condena. Huracanado porque trastoca planes y mapas, nos llena lo diario de autobuses y dudas, nos da la vuelta al estómago. He visto grandes colosos levantados en granito con toda la convicción de civilizaciones enteras temblar como niños, como brotes primaverales ante la tormenta inesperada. Y absolutista porque lo requiere todo, porque dicta sus reglas al margen de nuestros principios, porque es caprichoso como un rey ebrio y adolescente dominando un imperio.

Ahora, este amor, se niega entre la deconstrucción cultural y la explicación biológica, en un esfuerzo que habla más de nuestros miedos que de nuestras posibilidades. No se puede negar lo inenarrable con orden cartesiano, a lo sumo darnos razones para la huida. Lo demás es literatura, aun revestida de sociología, política o ciencia, como los millones de páginas que desde hace unos cuantos siglos han tratado el tema sin mayor acierto que el de regodearse en él.

Negamos este amor porque ya bastante tenemos con el resto. Que algo sea indescriptible no significa que camine autónomo, al margen de índices de desarrollo humano, cifras del paro y precios del alquiler. El amor también es posibilidad material de que suceda, su forma reflejo exacto de cuánto trigo hay acumulado en los almacenes. Entre el juego dieciochesco de la dama, peluca, lunar y abanico de encaje, y el coito de la noche, tras buscar el amante las estancias, candelabro en mano e ingeniería para deshacerse del miriñaque, media un sistema cultural, pero también la miseria de unos cuantos campesinos. Si alguien puede dedicarse a perder el tiempo es porque otros carecen por completo de él.

En nuestro siglo vivimos una especie de negación liberadora del amor que, ya me perdonarán, no es más que otra celebración de la escasez, otro remedio para hacernos creer depositarios de opciones cuando no somos más que hilo conductor de imposibilidades. Miren las viñetas de humor gráfico, donde parece que por fin ellas se desembarazan de ser objeto de deseo y carne latente a expensas de lo masculino, donde el siguiente paso debería ser, intuimos, la celebración gozosa de autonomía, de determinación y libertad. Al final lo que queda es una triste liberación del cinismo, el deleite de la ruptura permanente, un sumatorio de capturas y superficialidad.

El neoliberalismo nos ha hecho más iguales en nuestras miserias y hoy, por fin, dependiendo eso sí de nuestro nivel de renta, podemos jugar a las amistades peligrosas, pensándonos Valmont y Merteuil cuando seguramente la mayoría no lleguemos a Cecil ni Danceny. Es muy difícil que demos para más cuando casi nada de lo que vale para darle utilidad al amor sigue existiendo. Desde la aparición del excedente, desde que hubo acaparación, clases y herencia, el amor fue la excusa para la construcción de una familia, que no era más que la forma que tenía el hombre de asegurarse que su descendencia era suya y no del vecino. De ahí que el amor, como institución formal, sólo rivalice con la religión como mecanismo que ha ido sobreviviendo a cada sistema, adaptándose según las necesidades económicas, apretando el corsé o soltándolo cuando fuera necesario. En nuestra época de especulaciones el amor no queda tampoco exento de someterse a esta ley de espejos contrapuestos y ya invertimos en tecnología social de filtros fotográficos y ocurrencias breves para poder fingir ser un buen producto en el mercado. Si de lo que se trata es de aumentar nuestro capital corporal vamos al gimnasio o a la clínica, a vencer nuestra obsolescencia genética con bisturí y bótox. Creemos ser más libres en esto del amor porque algunas de sus formas se han derruido, pero no hemos hecho más que cambiar las cadenas por otras más sofisticadas.

El amor no es para los lunes, ni para la lista de la compra, ni para la precariedad. Si la rutina agosta el amor, la rutina de la poquedad lo acaba dejando boqueante. Quiéreme más en las malas, que es cuando me hace falta, quiéreme más sin el brillo, cuando tengo la cara tiznada por el hollín de lo cotidiano. A lo mejor pedimos un imposible, pero algo así leí en las páginas del libro escrito por Maclaren-Ross que da título a esta columna y que trata de una pareja que no es pareja, unida por el azar de una costa inglesa casi vacía, de cielos grises, estática al borde de la guerra.

Mientras que todo se encamina al desastre, mientras que se cuentan los cigarros que quedan para acabar el día, mientras que se cambian las monedas de montoncito para ver qué deuda saldamos antes, hay un par de paseos, un par de conversaciones, que me resultan una gran descripción del amor: los momentos breves en los que nos mostramos delante de alguien tal como somos, sin esperar nada a cambio, deseando que eso sea suficiente para enfrentar juntos un fragmento de vida, para mantenernos de pie cuando el suelo que se pisa está a punto de ser conmovido por un bombardeo. Puede que hoy haber sustituido tradición por descreimiento nos resulte suficiente, puede que haber cambiado el romanticismo por ironía sea todo lo que podemos dar de sí. Puede que algunos nunca estuvieran en ninguno de esos sitios, que sigan sin estarlo, que permanezcan en ese punto tan sincero entre el amor y el hambre.

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