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Patriotas
"Somos patriotas e internacionalistas cada vez que pedimos que los países no funcionen como empresas; cuando queremos una educación y una sanidad gratuitas", afirma la escritora en Relatos de otra España, en #LaMarea53.
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En mi casa me enseñaron a no ser patriota desde que era pequeñita. No nos gustaban los toros ni Manolo Escobar ni la pringá del cocido. Bueno, la pringá sí, pero disimulábamos. Ser patriota y a la vez popular era muy de la duquesa de Alba. Hoy es muy de Bertín Osborne y, en mi casa, siempre fuimos gente festiva y simpática, pero nunca tuvimos la pasta o la realeza suficientes como para alardear de “campechanía”. Tampoco íbamos con España en las competiciones internacionales y mi abuelo nos iluminaba con su visión de la historia nacional: Isabel la Católica se bañaba vestida y debía de oler a rancio; y lo mejor para nosotros, como país, habría sido que Napoleón nos invadiese y nunca se hubiera producido esa serie de desastres que comenzó con el “Vivan las Caenas” y desembocó en la Guerra Civil. Es un repaso simplista, pero si pensamos en las oligarquías y el capital y la Iglesia y la reforma agraria, algo de verdad hay en un análisis tan vertiginoso.
En mi casa España se parecía a Andalucía (como en Bienvenido Mr. Marshall) y el paradigma de la belleza natural se situaba en la soriana Laguna Negra que recordaba más a un paisaje extraterrestre que español. Y, sin embargo, mira que es española y machadiana la laguna… A mí me gustaban los espaguetis. El fado. La canción latinoamericana. Flaubert. Relegábamos en un rincón vergonzoso de la memoria a Calderón, Rocío Jurado, las mollejas y los mastines del Pirineo. Poco a poco, se nos pasó esa paletería cosmopolita e incluso, hoy, desengañados de la fascinación europea, al viajar al extranjero, le damos vueltas a tópicos sobre la temperatura, la luz, la alegría, el altruismo y los trasplantes. Anhelamos el jamón: no creemos que sea necesario comer grillos para parecer más cultos. Me “españolizo” cuando mi barrio se gentrifica y yo me sorprendo pensando en inglés sin haberlo aprendido nunca y los adolescentes ponen toppings en los helados y deslizan el dedo por su smartphone.
Poco a poco me reivindico en las cosas que conozco y hasta me enrabieto y me cierro como marisco bivalvo porque intuyo que el openminded es una forma de domesticación. Sospecho que la universalidad solo es posible en función de lo plural. Incluso sospecho que la universalidad no es más que el discurso que el poderoso (rico) quiere que sea universal (el suyo, el lobo de Caperucita, disfrazado como discurso neutro o aspiración publicitaria, it depends…) y, entonces, no me queda más remedio que reconocerme como escritora española, contextualizarme, politizarme en mi intraducibilidad literaria, resistirme a la bestsellerización. Porque el mercado se ha convertido en el espacio por excelencia de la universalidad neoliberal. Pero, más allá de todo eso, en mi casa era de bien nacidos que esa España, heredada del imaginario franquista, nos importase un rábano. Y, sin embargo, éramos y somos patriotas de otra manera.
Somos patriotas e internacionalistas cada vez que protestamos para que los intereses de los monopolios no pongan límites a los presidentes de los gobiernos; cuando pedimos que los países no funcionen como empresas; cuando queremos una educación y una sanidad gratuitas; cuando nos escandalizamos al comprobar los beneficios de las entidades bancarias y los contrastamos con la tasa de paro; cuando personas sin recursos mueren asfixiadas delante de un brasero porque no tienen para pagar la factura de la luz; cuando uno es de Orange o de Amena, pero no de izquierdas o de derechas; cuando la salud de las mujeres es un ejercicio de encarnizamiento y no somos iguales ni en el espacio íntimo ni en el privado; cuando nos matan; cuando la política se metamorfosea en publicidad; cuando existen leyes mordaza y la libertad de expresión se inclina hacia la amenaza de muerte en las redes; cuando los jóvenes viajan no por amor a la aventura, sino porque van a limpiar planchas de hamburgueserías en Alemania; cuando el dinero para la investigación se agota; cuando el sistema judicial y legislativo se gangrenan; cuando se pierde la memoria o se utiliza espuriamente el concepto “equidistancia”; cuando hay niños que no hacen tres comidas al día; cuando las mayores injusticias comienzan a formar parte del “sentido común” y existe un compromiso tolerado y otro que no lo está; cuando los bosques se queman porque alguien enciende una cerilla para especular o porque no se recogen las ramitas secas y la biomasa, que podría generar energía, se echa a perder; cuando me llaman para venderme productos que ni necesito ni entiendo; cuando hemos perdido parte de la destreza de comprensión lectora; cuando consumimos más ansiolíticos que nunca, no podemos dormir, tenemos miedo, nos sentimos frágiles y, sin embargo, en este país ya no se habla de relaciones de poder ni de explotación…
Me siento patriota cuando estoy cabreada. Luego, vuelvo a acordarme de que Sevilla tiene un color especial, Nadal es un tenista glorioso, España adorna su camiseta con una estrella de campeón del mundo de fútbol, de que aquí no hay huracanes, y me digo modestamente que lo único que hace falta es que el PP no vuelva a ganar nunca unas elecciones.
En España abundábamos las y los «apátridas». Porque España era de ellos, y no nos reconocíamos en casi nada.
De mayores queríamos ser frances@s, o anglos, o cualquier cosa que oliera a racional, libre y civil(izado).
CARLOS TAIBO. Cataluña: dos inteligentísimas respuestas:
En el mundo político y mediático español la disputa sobre el referendo catalán se traduce en dos posiciones mayores. La primera, abrupta hasta extremos impensables y claramente mayoritaria, se materializa en esa frase, tantas veces repetida, que asevera que “Cataluña ha sido y será siempre España”. Hermosa lección de democracia la de estos nacionalistas españoles que invocan la voluntad popular cuando les conviene y la esquivan cuando aquélla se apresta a hurgar, pecaminosamente, en esencias intocables.
Más miga tiene, con todo, la segunda de las posiciones. Sobre el papel más abierta y concesiva, subraya que el despliegue del derecho de autodeterminación, a primera vista respetable, reclama reformas legales que necesitan su tiempo. Si unas veces los portavoces de esta posición prefieren ocultar que rechazan, palmaria y eficientemente, esas reformas, otras lo que hacen es ignorar -sospecho que interesadamente- que para sacarlas adelante, y aritméticas parlamentarias de por medio, serán precisos cambios sustanciales que resultan difícilmente imaginables en el corto, el medio y el largo plazo. De esta suerte, las gentes de las que hablo ahora se convierten en paradójicos sustentadores del cerrojo que supone una Constitución, la de 1978, que dicen repudiar en muchos de sus términos y en no menos paradójicos detractores del ejercicio de JUSTIFICADA DESOBEDIENCIA CIVIL que es el referendo catalán de estas horas.
Aunque las dos posiciones que me ocupan participan de lleno de esa unidad de desatino en lo universal en la que malvivimos, una unidad delirante hoy fortalecida gracias a la histeria del grueso de los integrantes del gremio periodístico, me quedo con la primera. A diferencia de la segunda, exhibe una inestimable virtud: la de no engañar a nadie.