Opinión | Política

Disolver lo indisoluble

"El relato del 78 es un relato nacionalista, nostálgico, costumbrista y apocalíptico. Y, sobre todo, monárquico", reflexiona el escritor. En esta serie de #LaMarea53 también escriben Marta Sanz, Edurne Portela y Gabi Martínez.

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Si España fuese una lavadora, se diría que ya ha empezado a centrifugar. Se palpa en el ambiente que la colada está casi lista y, en breve, finalizará el programa. En buena medida, este panorama apocalíptico está justificado por la narrativa en que hemos vivido los últimos cuarenta años: si damos por cumplida la etapa inaugurada por la Constitución del 78 es porque la propia Constitución previó este Big Crash y nos acostumbró a vivir en clave provisional, anticipándolo constantemente e impidiendo que nuestra imaginación política se sustrajera a ese memento mori. Cierto que, para amplias capas sociales, el régimen del 78 no tiene nada de transitorio, pero me atrevería a decir que se trata de las capas más remisas a aceptar el propio relato del 78. Un relato que empieza con un cuento de hadas y termina con un Ragnarok de identidades.

El cuento es el de la reconciliación de las dos Españas. Es un cuento porque aquí no se reconcilió nada, salvo que uno crea que dos equipos de fútbol pueden jugar un partido entregándole a uno el terreno de juego y sentando al otro en las gradas a mirar. El terreno de juego, que debería haber quedado exento de entusiasmos patrióticos, siguió ocupado por la faramalla nacionalista. Ni uno solo de los elementos simbólicos de la España de Franco fue abolido por la Constitución: ni la bandera, ni el himno, ni la obligatoriedad de la lengua castellana. Podemos repetirnos cuanto queramos que solo son símbolos y no tienen importancia, pero si una comunidad política se fundamenta en la indisoluble unidad de una Nación con N mayúscula, vaya si importan.

Pertenezco a una comunidad de un millón de habitantes, la mitad de los cuales, o menos, hablamos una lengua diferente de la castellana. No tenemos capacidad alguna de negociar nada en el bazar de las autonomías, puesto que somos poquísimos, muy pobres y, en términos estadísticos, muy viejos. Somos fácilmente aniquilables, pero se equivoca quien piense que el nacionalismo ansía la aniquilación: prefiere, con mucho, la asimilación. Una España no nacionalista sabría construir un proyecto común donde uno no tuviese que sentirse ni español ni nada, ni tan siquiera asturiano. Pero el relato del 78 es un relato nacionalista, nostálgico, costumbrista y apocalíptico. Y, sobre todo, monárquico.

El destino de todo reino es ser conquistado o disgregarse. Toda vez que la guerra de Perejil puso en fuga a nuestros enemigos ancestrales, las cabras, nos queda la disgregación en perspectiva, y esa fue además la fórmula constitucional para hacernos digerible la Nación metafísica con todos sus complementos: la formalización jurídica de la procrastinación. La Constitución preveía que todo lo que España tenía en grande, cualquier trozo de la misma podría tenerlo en pequeño, siempre y cuando se armara de paciencia. En otras palabras, se nos negaba la posibilidad de identificarnos con nuestro país, pero se nos daba la opción de identificarnos con otro en un futuro no lejano.

De ese modo se llega a la paradoja de que se es español por masoquismo e independentista por resignación. La Constitución se legitima apelando a un tiempo futuro en que ese Estado habrá sido sustituido por un conjunto de pequeños Estados que replicarán la esencia de la hispanidad a escala 1:25. El independentismo es el verdadero patriotismo constitucional.

Esto, naturalmente, no es sano: no hay Estado que se sostenga sobre su propia negación constante y su constante apelación a un apocalipsis identitario. Se podría haber construido una España a imagen de la sociedad civil y no de los mitos dinásticos, pero se prefirió evacuarla, como en las películas de ciencia ficción, a través de portales abiertos al futuro. Ya sea por la vía rápida o por la lenta, todos parecemos abocados a saltar a esa post-España que, en el fondo, imaginamos como un conjunto de pequeñas repúblicas. Habría sido más sencillo empezar con una república solamente, pero se puso el programa largo. La lavadora era vieja y la cal se acumulaba en las resistencias.

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Comentarios
  1. No sabía de este sentimiento de libertad que crea una Cataluña distinta de una España que aún persiste en el franquismo, y lo lamento se fractura una parte muy importante del pueblo español. Yo digo, tal vez esté equivocado, pero soy descendiente de españoles en Argentina…Luis Camiletti.

  2. Muy buen artículo. Sin duda esta es la realidad de España, y no esa utopía de «reconciliación» de 1978 que nunca existió. Ahora parece que el régimen está echando su último aliento y, si realmente el Estado quiere solucionar el conflicto de Catalunya, el camino no es otro que la República Federal que acepte la realidad plurinacional de España.

  3. Recojo de «El Salto» este comentario de Iñigo Arispe que expresa mi propio sentir:
    El Estado represor, posfranquista y criminal, ese estado que ha condenado a millones de personas a la pobreza, ha puesto hoy todas sus cartas sobre la mesa y ha decidido, con el ciudadano Felipe al frente, reprimir la voluntad de una buena parte de los catalanes, hoy seguramente la mayoría. El Estado, acorralado, ha pensado que no le quedaba otra alternativa que la violencia en Cataluña, una especie de autogolpe de estado. Los poderes del Estado (PP y PSOE, las grandes empresas, la monarquía, el poder judicial y fiscal, el ejercito y las policías) se han conjurado para mantener su poder, sus privilegios, su pais, sus empresas,…y su dinero, a cualquier precio. En frente, el pueblo de Cataluña. Gentes pacíficas, personas dignas. La no violencia será la única manera de que el proceso catalán de solidaridad, justicia y libertad llegue a buen puerto. Adelante Cataluña.

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