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Ser del Barça fuera de Cataluña, un fragmento
Daniel Bernabé se adentra en una peña del club blaugrana en Córdoba en busca de respuestas.
En esta parte de Córdoba los pisos parecen sacados de una localidad costera, esos bloques de apartamentos construidos a finales de los sesenta con aire de desarrollismo optimista, toldo a rayas y colores cálidos en las fachadas. Estoy en una de las terrazas de la plaza en torno a la que se agrupan, la del Niza, uno de esos bares, con cristaleras elípticas y tintadas rematadas en aluminio mate, donde parece que en el hilo musical siempre va a sonar Mocedades. Los clientes se van levantando poco a poco, alguna cerveza a medio terminar sobre las mesas, un camarero, de impoluto pantalón negro y camisa blanca, se afana por acabar rápido la tarea. “Este año me da a mí que no rascamos bola”, me dice Rafael, más que abatido, abnegado, porque su equipo, el Fútbol Club Barcelona, ha perdido la final de la Supercopa contra eso que los periodistas deportivos llaman el eterno rival.
En lo personal hace mucho que el fútbol dejó de interesarme, supongo que desde el momento en el que los jugadores empezaron a tener asesores de imagen. Lo cual no significa que, aunque haya visto un partido donde tan sólo conocía ya a los tres o cuatro futbolistas más mediáticos, no sienta una especie de fascinación por la capacidad magnética que este espectáculo tiene con la mayoría de la gente. Recuerdo, de hecho, un cuento de Sillitoe donde unos trabajadores ingleses, tras acabar su jornada del sábado por la mañana, van raudos a ver al equipo de su fábrica en un día de tanta niebla que son incapaces de distinguir nada. Pero aunque cantan los goles tarde y apenas ven el balón rojo rodar por el césped, saben que su lugar es ese, en la grada, y no en ninguna otra parte. Es esa fuerza telúrica del fútbol lo que hace que un puñado de equipos trasciendan las fronteras geográficas y se conviertan en patrimonio sentimental de tantos.
El asunto en sí resulta interesante, sobre todo porque implica que, si no ahora, hace unas décadas, los equipos tenían asociado un espíritu que, cierto o no, siempre se expresaba con uno de esos adjetivos muy propios de locutor de noticiario en blanco y negro: el pundonor del Athletic, el señorío del Madrid, la épica del Atlético, la clase del Barcelona. Hoy, creo, todo tiene que ver más con la capacidad mediática, con el fichaje de algún mercenario carísimo o la insistencia de unos medios que hacen más crónica de sociedad que deportiva. Que en Chamberí hubiera seguidores del equipo de Bilbao o en un barrio de clase trabajadora de Córdoba del Barça me sigue resultando más misterioso, heroico y atractivo que esas extrañas pasiones desatadas que un turista japonés o saudí muestra en el Camp Nou. Sus razones tendrán, pero no parecen las mismas.
Busqué desesperadamente una peña del Barça, pero en Córdoba cualquier grupo humano requiere de sus tiempos de acercamiento, casi de una liturgia propia y a menudo incomprensible. Así que me decidí por encontrar el bar con más camisetas blaugranas que viera. Confieso, por tanto, que acabar al lado de Rafael no fue casualidad, sino una de esas situaciones buscadas con pretensión de azarosa. “A mí Cruiff fue el que me acabó de enamorar”, y no dudo de la certeza del sentimiento, “porque jugaba bien, pero sobre todo por lo vivo que era”, me dice dando sorbos cortos al quinto y no apartando los ojos casi de la tele. “Luego, de entrenador, aunque tuvo muy buena plantilla no hubiera sido lo mismo sin él, porque era muy listo, el jodío”.
En esos momentos un muchacho del Madrid, del que no me suena ni remotamente el nombre, marca un gol tempranero y sentencioso, casi displicente. Rafael chasque la boca, pero apenas se inmuta ante el alboroto de un par de mesas más allá. Aprovecho, con cierta maldad, su moral alicaída para seguir hablando con él. “Ya, pero por qué del Barça, y no del Betis o el Sevilla, que te cogen más cerca” le pregunto, a lo que se gira, espigado y altanero y me contesta con seguridad algo que intuyo que ya ha contestado otras veces, “pues porque iba conmigo, ¿no me ves?”, y le veo, de supongo unos sesenta bien llevados, barbilla prominente, ojillos de animal astuto criado entre lo cortante y socarrón de esta ciudad. “No, mira”, continúa, “también porque el Barcelona caía muy bien entre muchos andaluces, porque o tenían a alguien que se había ido a Cataluña o querían irse ellos mismos, y ser de este equipo era una forma de estar más cerca de eso, de lo que se quería ser y de lo que se quería dejar atrás. Algo de eso había”. Hago un gesto al camarero para que traiga otro par, el partido me resulta aburrido y creo que no soy el único. Pregunto a Rafael si él se fue, si ha estado en Barcelona, se saca un cigarrillo –uno solo- del bolsillo de la camisa y se lo enciende con teatralidad. “Pues claro, hombre, he estado cinco o seis veces, y menos una que fui en verano, en el resto siempre he ido a verles jugar, aunque me guste la ciudad y tenga allí familia” -da otra calada- “pero no, irme no, que a mí me tiraba mucho esto.”
“Y lo del referéndum, qué”, le suelto antes de que me arrepienta al sentirme un poco atracador. “¿Qué de qué?”, me responde encogiéndose de hombros, acrecentando un poco las ojeras, “no, que imagínate que se independizan y estos no juegan la Liga” le respondo, “pues si eso pasa, que no va a pasar, sería una putada, porque dime tú si no qué gracia iba a tener esto”. Se mete el camarero, que nos ha oído, “como los canadienses, que juegan la NBA”, y Rafael asiente serio, sin creerse mucho el asunto, no sé cuál, si el del basket americano, el del Barça o el de este que tiene enfrente y que le ha dicho que es periodista y que escribe para no sé qué revista. “Pero es difícil ser del Barça fuera de Cataluña desde lo de la independencia, ¿no?”, le digo como último intento y sin ánimo de acabar molestándole –el partido sigue sin marchar bien-. Rafael se me acerca desde su silla, en esa postura que un jefe de Estado tomaría para comunicar un secreto oficial, “a mí no me gusta, pero un poco les entiendo. Y ya te digo que no creo que pase porque al final lo arreglarán de alguna forma, pero es una cosa muy suya, de los catalanes, digo. El que no les tomen el pelo. Son gente muy seria, hombre, y se les ha mareado mucho. Y sí, a veces hay mucha guasa y otras un poco de mala follá, pero ser de un equipo también es lo que uno es, y ahora no me voy a cambiar, ¿no?”. Asiento, porque intuyo que aún hay una parte final. “Pero es una pena que al final esto de la política nos vaya a complicar también estos ratitos”.
Al rato nos damos la mano, le agradezco el atraco y marcho caminando a casa pensativo. Cualquiera diría, yo mismo antes de la conversación, que sería frívolo mezclar lo que ocurra en Cataluña en octubre, sea lo que sea, con asuntos futbolísticos. Ahora lo dudo. Supongo que es lo que tiene ser más que un club, que tanto las despedidas, como los reencuentros, harán sonreír o llorar a más de uno.
Crónica del partido de la Supercopa de España jugado el 16 de agosto.
Así está el panorama fuera de Catalunya:
ME DUELES ZARAGOZA
http://arainfo.org/me-dueles-zaragoza/
Cuando regresé de Catalunya, miraba con asombro las calles de mi ciudad, pues mal que les pese a algunas personas también me pertenece. La «fachada» colgaba de los balcones. Muchas y muchos habían decorado sus casas con la rojigualda, en un momento tan tenso para la historia del Estado español, que me parecía asombrosa la facilidad para la polarización, para la elección de un bando más de forma inconsciente que comprometida.
Tal es el sentimiento alentado por los constitucionalistas y más allá –en la ultraderecha- que mis paisanos han sido capaces de manifestarse con la Falange Española de la JONS, en cierto modo vulnerando aquella Constitución que tanto veneran y parece inmutable –bueno excepto si supone antes pagar la deuda que mantener los servicios públicos (veáse la reforma del Artículo 135 de la misma) -. Por lo demás, si por algunos fuera, la Carta Magna viviría 100.000 años, como un ente inmutable, simplemente porque tienen miedo a que algo cambie. Se han convertido en, como bien los ha definido Guillem Martínez, los “ultra-constitucionalistas”. Y en ese caladero buscan pescar Norberto Pico y la FE-JONS
El opio del pueblo.
En la dictadura sólo se escuchaba fútbol y canciones de lxs tonadillerxs afectos al régimen.
Con la ilusión de la Transición (que nos creímos que era democrática), empezamos a filosofar, a tratar, con timidez, de ser honestos con nosotros mismos y con los demás. Fue un periodo ilusionante, brillante e interesante.
Poco a poco el sistema, para adormecer las conciencias, ha logrado introducir de nuevo el futbol y con él los tiempos anodinos, grises, apáticos,que me traen el recuerdo de la dictadura.
Estimado Arroyo:
Como es posible que Espana no aprenda la la leccion despues de una guerra civil que obligo a hermanos matar a hermanos, parece que repiten la historia una verguenza para un pais en pleno siglo XXI la democracia actual no existe pero tampoco hay un sistema alterntivo o que Maduro en Venezuela, Castro en Cuba, Musolini, Pinochet tampoco asi que antes de criticar habra que pensar cual seria la alternativa, que no nos disminuya los derechos que hoy tenemos.
Saludos