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Con la Constitución hemos topado

"No es posible articular un Estado confederal desde el texto de 1978, y tampoco cabe la independencia de alguna de estas naciones. Solo sería posible tras un proceso constituyente", reflexiona el profesor de Filosofía del Derecho.

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Que las normas jurídicas se entienden en función de las “gafas” que usa quien las lee es algo difícil de discutir. Quienes interpretamos los preceptos de una Constitución o de una ley somos personas que irremediablemente plasmamos nuestros valores, ideales, deseos, certezas, dudas, etc. a la hora de dotar de significado a lo dispuesto en ellas. Nuestro marco epistemológico condiciona nuestra forma de ver el mundo e, igualmente, esa parte del mismo que es el Derecho. Pretender que las normas solo admiten una única lectura correcta y, a la vez, dotar a esta lectura de una incuestionable superioridad “técnica”, obviando por el camino todo el abanico de condicionantes que la determinan, es una posición tan dogmática como la del formalismo jurídico imperante en el siglo XIX.

De ahí que, antes de comenzar cualquier debate, al jurista se le debería exigir –como a cualquier otro científico social, economistas incluidos–, cumplir con lo que Max Weber denominaba el “imperativo meta-científico”: declarar de entrada sus «prejuicios», es decir, los elementos ideológicos, epistemológicos y políticos que están detrás de sus juicios sobre las normas. Así, todas las cartas estarían sobre la mesa y se conocerían públicamente los puntos de partida de los intervinientes en el debate.

Traigo a colación esta advertencia weberiana al hilo de las reacciones leídas y escuchadas tras la aprobación por el Parlament catalán de las leyes del referéndum y de transitoriedad. Muchas de las opiniones vertidas en el debate público se arropan en una hipotética expertise, ocultando así que, al igual que las restantes opiniones, responden a posiciones políticas o ideológicas tan discutibles como subjetivas. Así, para cumplir con las enseñanzas de Weber y ser coherente con lo expresado hasta ahora, señalaré uno de mis puntos de partida, el cual inevitablemente determina mi interpretación sobre lo acaecido estos días.

Creo que en el territorio del Estado español existen varias naciones, cuya convivencia dista hoy de ser pacífica –algo que no es nuevo en nuestra historia moderna– y que, por tanto, es necesario pensar, debatir y articular un modelo de relación política entre estas naciones que solvente o atenúe los problemas a que da lugar el modelo territorial diseñado en la Constitución de 1978. La solución podría venir por la configuración de un Estado confederal con el reconocimiento inicial de un derecho de las naciones a decidir si desean formar parte o no de la confederación. ¿Qué naciones? Catalunya, Euskadi, Galiza y España, pues estas –y no otras– son las que coexisten en el Estado español. Así, los integrantes de cada una de ellas deberían poder ser soberanos para decidir en cada caso cuál es la relación política que desean establecer con la confederación, incluyendo por supuesto la formación de un nuevo Estado independiente y al margen de la misma.

Hay buenas razones para argüir en favor de una confederación de estas cuatro naciones. Tal Estado confederal tendría más mimbres para garantizar mejor la calidad de vida de todos sus integrantes, en términos de satisfacción de derechos, que si alguna de estas naciones decidiera no formar parte del mismo. Pero esta es una decisión que deberían tomar en cada caso catalanes, vascos y gallegos, pues son ellos y ellas los soberanos de cada una de estas naciones. Otra cosa sería el diseño final (distribución de competencias, recursos, hacienda pública, etc.) de dicha confederación, en el que por supuesto participaríamos todos los ciudadanos. Pero esa sería una cuestión posterior.

Desconocer este ámbito de decisión libre y soberana supone reducir el concepto nación al plano cultural, casi folclórico, cuando es este un concepto también –y sobre todo– político. Dar expresión a una nación no es solo contemplar con buena cara que sus equipos deportivos tengan competiciones propias, o que participen en festivales de la canción, sino también –y sobre todo– dar voz a sus nacionales para que decidan sobre la forma como desean articularse políticamente, incluyendo la decisión de ser o no un Estado independiente. Si el concepto de nación entra en juego, y sería disparatado que en una realidad como la nuestra alguien pretendiera eludirlo, entonces hay que ser coherente con sus consecuencias.

Desde este punto de partida, la pregunta que debemos hacernos es si cabe en la Constitución española de 1978 esta forma de articulación territorial. Y la respuesta es negativa. En efecto, no es posible articular un Estado confederal desde el texto constitucional de 1978, y tampoco cabe la independencia de alguna de estas naciones. Tales opciones solo serían posibles tras un proceso constituyente que supusiera la ruptura –y no una mera reforma– con la vigente Constitución. Todos los actores de este proceso lo saben y, en consecuencia, todos lidian, de una u otra forma, con ello.

La opción seguida por el Parlament catalán ha sido la de la ruptura unilateral. Actuando como órgano soberano de la nación catalana, el Parlament ha iniciado el camino de la desconexión e independencia hacia una república catalana. Los argumentos esgrimidos son de diversa índole. Entre ellos se encuentra la apelación al reconocimiento por el Derecho internacional del derecho a la autodeterminación de los pueblos, una forma de entender el concepto nación que lo identifica casi en exclusiva con la capacidad de sus integrantes de expresarse políticamente de forma plena y sin límites, así como una llamada al principio de las mayorías como único parámetro de medición de la calidad democrática de una sociedad.

Lo cierto es que, a pesar del ruido, sobre el fondo de estos argumentos se ha llegado a debatir bien poco. La machacona apelación a la inconstitucionalidad del procés –algo que, como ya he señalado, resulta indubitable– está impidiendo un debate serio y sosegado sobre estos argumentos. Es cierto que el Derecho internacional reconoce solo el derecho de autodeterminación a los pueblos colonizados, y no parece que Cataluña lo sea (por lo menos, no como sí lo son Palestina y el Sáhara). Asimismo, es discutible la concepción de nación que se maneja desde el Palau de la Generalitat, como también lo es la forma de entender y, sobre todo, de aplicar el principio democrático aislado de las garantías que deben acompañar cualquier proceso de participación ciudadana. Lo sucedido en los debates parlamentarios de estos días de septiembre da buena fe de ello. En efecto, el curso de independencia acelerado en dos tardes que nos ofreció el Parlament es de todo menos ejemplar en términos democráticos. Y tampoco es admisible que aparezcan hoy como adalides de la “ruptura” con el régimen del 78 quienes durante años y años lo han apuntalado con sus apoyos a gobiernos del PP, sus prácticas corruptas y sus recortes en políticas sociales.

Pero todo esto importa poco, porque el toque a rebato desde las filas de los defensores de la Constitución ha hecho imposible cualquier debate. Nada hace mella en su discurso, ni siquiera, paradójicamente, los buenos argumentos que podrían tener en sus manos si quisieran entrar a debatir la cuestión territorial. La fe en la Constitución no admite ni siquiera un debate: o se está con ella o contra ella.

En el pasado cercano ya hubo ocasión de poner a prueba esta fe. Fue en 2008, con ocasión del planteamiento por el entonces lehendakari Juan José Ibarretxe de una consulta popular sobre el futuro estatuto político de Euskadi. Entonces, la voluntad de debatir y negociar fue tan nula como lo está siendo ahora. Personalmente me sorprende que en estos días se haya hablado poco de aquella consulta fallida intentada por el Gobierno vasco. Contento quizá con su posición actual y los pingües beneficios que obtiene de ella, ni siquiera el PNV ha resucitado el tema. Lo cierto es que entonces el Tribunal Constitucional ya cercenó la posibilidad de convocar consultas populares al margen de la figura del referéndum consultivo regulada en el art. 92 de la Constitución. En resumen, o la consulta la convoca el presidente del Gobierno, previa autorización del Congreso de los Diputados, o no hay nada que consultar. Pocas voces críticas se oyeron entonces hacia esta interpretación tan excluyente del Tribunal Constitucional para con los procesos de participación ciudadana; elemento clave en cualquier teoría de la democracia.

La apelación a la Constitución impide pues avanzar en la discusión, el debate y la negociación. Y esto –participar, debatir, argumentar, negociar, etc.– es precisamente un elemento central del constitucionalismo; expresión que resume la filosofía y la cultura de la democracia y de los derechos humanos que debe impregnar todo sistema constitucional. Sin ella, la Constitución no es más que una norma jurídica que se impone por la coacción y la fuerza. Deja de tener su sentido como norma ordenadora de una convivencia virtuosa y republicana, en el sentido clásico del término.

Algo de esto parece estar sucediendo ahora en el Estado español, donde el constitucionalismo se bate en retirada. Que la derecha española participe en su entierro no es de extrañar, pues nunca tuvo cultura constitucional en su historia y lo que tiene ahora es más bien la fe del converso interesado. Pero lo que sí sorprende es que en esta tarea las filas de la derecha se vean jaleadas por sectores, voces y proyectos políticos que tradicionalmente se han auto-considerado de izquierdas. Los escritos y manifiestos firmados estos días por intelectuales, profesores y académicos para denunciar la vulneración de la Constitución por parte del Parlament –llegando incluso uno de ellos a pedir al Gobierno que utilice la “fuerza legítima” para volver al orden constitucional– son una buena prueba de ello.

En este sentido, conviene subrayar que los paladines de la vigente Constitución, quienes estos días han mostrado todo su ardor guerrero, hayan permanecido callados durante los últimos años, en los que esa Constitución a la que tanto defienden ha sido amordazada y pisoteada hasta límites insospechados. Así, por ejemplo, el silencio más absoluto fue la respuesta de la academia, en general, y de los juristas, en particular, cuando en agosto de 2011 fue reformada por vía de urgencia y mediante procedimiento abreviado (por cierto, ¿no es de falta de garantías y debate de lo que se acusa al Parlament cuando aprobó en dos tardes el referéndum y la desconexión?).

Tampoco se hace referencia en ninguno de los recientes manifiestos a los ataques a la cultura constitucional perpetrados estos últimos días: un Gobierno que interviene “de facto” la autonomía catalana ignorando olímpicamente el art. 155 de la Constitución; registros de imprentas, detenciones y actuaciones al margen de la legislación procesal vigente; el Tribunal Constitucional convertido en órgano de imposición de multas; e incluso jueces que prohíben la realización de debates en espacios municipales sobre el derecho a decidir. Por cierto, la vulneración a la libertad de expresión y al principio constitucional de la autonomía local que supone que un juez prohíba que se celebre un debate –sí, sí, un debate– en un espacio municipal, ¿no merecía un pequeño apartado en el manifiesto que más de 200 profesores de Derecho constitucional han firmado en defensa de la Constitución?

En suma, este silencio no es involuntario ni casual, sino que tiene que ver con lo que se advertía al comienzo de estas páginas: cada persona lee e interpreta las prácticas políticas y las normas jurídicas de acuerdo con su escala de principios y valores. En este caso, lo que les ciega no parece ser el sol de la Constitución, dado que poco calor irradia esta hoy. El dogma a defender es una vez más la tesis de la unidad de España, “patria común e indivisible de todos los españoles”, tal y como reza su art. 2, aprobado –como fehacientemente sabemos– al dictado de los militares.

Rafael Escudero Alday es profesor titular de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid.

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Comentarios
  1. Impecable su articulo.Creo que ningun partido español està por la labor. La unidad de España està sacralizada,es un Dios intocable. Lo que ha hecho el govern es recoger la inquietud de la gran mayoria (negada por todos) de los ciudadanos. El referèndum estaba suspendido, no era ilegal puesto que no hay sentència. Se tramito en dos tardes porque no se pudo hacer de otra manera.No se ha declarado la independència porque se estan informàtizando los votos,debido a los ataques informaticos que sufrimos el dia que votamos sin tener en cuenta los colegios electorales que se cerraron, las urnas y papeletas robadas etc. El referendum servia para contar cuantos ciudadanos queriamos la independència.Todo el mundo habla de dialogo. El govern tiene una peticion de los catalanes:referèndum. El gobierno tiene una fijacion:unidad de España. La represion del 1 de octubre y la presencia de fuerzas de ocupacion,precipitarà los acontecimientos. Se ha roto el margen para el dialogo.No queremos pertenecer a un país que nos pega por votar y antidemocratico. Hace años que defiendo que aquí, durante la transición, no se saldaron responsabilidades con lo cual la democracia ha sido de baja cualidad. Regalamos a todos sus partidos,pagaremos la deuda proporcional, però nosotros nos vamos.

  2. Muchas gracias por este artículo profesor pero me asalta una duda. Si no le he entendido mal usted propone iniciar una nuevo proceso constituyente en dos fases. La primera sería volver a votar una nueva Constitución que recoja que España va a ser a partir de ese momento un Estado Federal ( y no un Estado formado por Comunidades Autónoma) .Y, en un segundo momento , que en cada uno de esos Estados federales voten sus ciudadanos si desean formar parte de esa confederación o ir cada uno por su lado. ¿No cree que esa vía (jurídicamente impecable en términos constitucionales)es demasiado compleja y necesita de una altura de miras de la que carecen en estos momentos los actores principales de esta tragicomedia?

  3. Gracias, profesor Escudero, por donarlo a La Marea y así permitirnos a quienes leemos (y queremos pensar más allá de ruidos) acceder a un texto tan necesario en su forma y fondo. Ya estoy difundiéndolo.

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