Opinión

Después del fin

"El mundo es inmenso y resulta casi imposible oponer algo a su inercia, frenarlo, cambiar el sentido de su marcha. Las reformas y las buenas intenciones parecen ridículas ante la maldad y la brutalidad que nos zarandean."

"Como el fin del mundo". Foto: X. Klima.

Cuando todo se acaba es cuando empieza todo. La idea de destrucción del mundo sería insoportable sin la de su regeneración. Desde las primeras fantasías apocalípticas ha sido así: después del diluvio se retiran las aguas, unos pocos elegidos pueden escapar al fuego en Sodoma y Gomorra, y los movimientos milenaristas serían incomprensibles sin la promesa de los mil años de paz, virtud y bienestar que seguirían a la violencia revolucionaria de los soldados de Dios; las profecías milenaristas auguraban décadas de pobreza, violencia y pecado antes del advenimiento de la Nueva Jerusalén, y por eso los signos de catástrofe eran acogidos con temor, pero también con esperanza: si la peste se extendía por Europa y aniquilaba ciudades enteras era porque se acercaba el milenio, la tormenta bestial era signo de que ya no estaba lejos la calma beatífica. También después del fin del mundo, en la concepción cristiana, llega la salvación de los justos. Y en la literatura y en el cine apocalípticos de las últimas décadas se observa una fantasía similar, aunque por supuesto limitada a la vida material, no del espíritu: da igual que un meteorito saque a la tierra de su eje o que se inicie una nueva glaciación o que un virus extermine a la humanidad. Lo que de verdad interesa es lo que viene después. Los supervivientes.

Tiene su lógica esa fantasía a la vez destructora y creadora. El mundo es inmenso y resulta casi imposible oponer algo a su inercia, frenarlo, cambiar el sentido de su marcha. Las reformas y las buenas intenciones parecen ridículas ante la maldad y la brutalidad que nos zarandean. Hay por eso un placer innegable en la destrucción de un mundo que se nos aparece como injusto, cruel, irreformable. Destruirlo y empezar de (casi) cero. Dar una nueva oportunidad a la evolución y a la civilización. El apocalipsis es romántico, hay en él un deseo purificador de perfección. El marxismo revolucionario era entonces, en cierto sentido, romántico y milenarista: serían necesarias décadas de sangre y sufrimiento, poner el mundo patas arriba, antes de llegar al paraíso del proletariado. El sufrimiento debía anteceder a la felicidad, y ese sufrimiento era imprescindible porque no había esperanza de que el mundo se autorreformase.

Hoy, cuando muy pocos creen en paraísos terrenales ni ultraterrenales, cuando la misma palabra revolución se ha convertido en palabrota –salvo como eufemismo: la revolución tecnológica-, cuando la idea de cambiar brusca y violentamente la realidad ha cedido ante la constancia de que las revoluciones pasadas no lograron nunca sus objetivos y, a pesar de avances y mejoras, no acabaron con la explotación, con el reparto injusto de las riquezas, con la impunidad de los más fuertes, sólo el cataclismo, natural o inducido, parece un heraldo fiable del cambio. Acabar con el mundo porque no podemos cambiarlo.

Y lo que viene después no es tampoco la imposición de un orden social justo, sino la supervivencia, más o menos casual, de unos pocos afortunados. A ellos les tocaría la regeneración de la especie.

Los futuros postapocalíticos son sólo para unos pocos elegidos: el padre y el hijo de La carretera (Cormac McCarthy), que mantienen un mínimo de humanidad y afecto en un mundo devastado y devuelto a la supervivencia más salvaje; el hombre que en Espejos Negros (Arno Schmidt), se cree único superviviente tras una catástrofe nuclear y dedica sus conocimientos a garantizar su subsistencia, casi alegremente, porque de todas maneras la humanidad siempre le había parecido insoportable: el mundo, según él, no debía albergar a más de cien mil personas; también en la sociedad autoritaria y estéril de Hijos de los hombres (P. D. James) al final hay esperanza de que la humanidad vuelva a reproducirse lejos de la opresión; y, por citar a un autor español, Juan Carlos Márquez deja en Los últimos a un puñado de personajes supervivientes a una catástrofe mundial, con la difícil tarea no de repoblar la Tierra sino de poblar Marte. Hay, en muchas de estas historias, un deseo de regreso al momento de expulsión del paraíso, empezar de nuevo, una vida adánica que no conduzca a Caín y Abel.

Lo postapocalíptico tiende a ser asocial y apolítico; la supervivencia se limita a una pequeña élite de personas con más coraje o más suerte que los demás. Hay un reconocimiento previo de que la catástrofe es inevitable y uno sólo puede velar por sí mismo, por su familia, por los cercanos. Lo demás se hunde y no podemos hacer nada. Los valores individualistas y de glorificación de la familia nunca están muy lejos de esas fantasías de supervivencia en medio del caos y del mal. Papá –el padre omnipotente armado con un rifle que defiende a sus hijos y a su esposa- vela por nosotros. El protagonista anarcoliberal de tantas películas que defiende su libertad contra un Estado injusto, cambia sólo de escenario y se enfrenta, no a la ley, sino al caos. Pero el personaje es sospechosamente parecido.

Otro aspecto que vuelve sospechosas las fantasías de redención postapocalípticas es que funcionan como metáforas pero no inducen a cambio alguno. Al haber perdido la fe en la actuación frente a eso que podemos llamar el capitalismo, el sistema, o sencillamente la realidad, parece razonable esperar a la debacle para que merezca la pena pasar a la acción. Sólo entonces, cuando las estructuras de poder que conocemos hayan sido desmanteladas, saldremos a la calle, héroes, supervivientes, seres morales dispuestos a construir un mundo nuevo.

Caigan, las altas torres; el mar
se hinche como un gato rabioso;
tiemble la tierra, y las estrellas
se apaguen, horaden la noche
con agujeros aún más negros.

Pero no. No llegará
el fin del mundo. Nadie vendrá
a separar los justos de los malvados
-tarea difícil-
no habrá condenas, y mucho menos
la salvación eterna.
Lentos penachos de humo treparán
la tarde; unos mirarán esperanzados,
igual que colonos arribando
a una tierra prometida. Otros, como siempre
cerrarán los ojos.

¿Eso fue todo?
Eso será todo. Un mero temblor,
un sueño -sólo era un sueño- de torres derrumbándose,
el leve malestar de quien despierta y no sabe
en qué cama dormía. A lo sumo, la tormenta
que se aleja.

¿Cómo empezar, entonces, el mundo nuevo?
Sería más fácil después
del diluvio,
de Sodoma y Gomorra envueltas en fuego
de la matanza de los inocentes,
de la batalla de Armagedón,
de Babel hecha pedazos.
Porque, si todo sigue igual,
si se acabó la Historia
y el futuro sólo provoca bostezos
o la rabia viscosa de quien nada espera,

¿de dónde sacar fuerzas
para construir la nueva ciudad?

Hace casi veinte años resumí así la situación en un poema (en El estado de la nación) antes de haber reflexionado sobre estos asuntos. Releo lo que escribí entonces y veo que sigo, seguimos, ahí. Ante la disyuntiva de esperar a un acontecimiento extraordinario para intentar cambiar la realidad, o de levantarnos, escépticos, escarmentados, sin una fe sólida que nos sostenga, conscientes de lo limitado de nuestras fuerzas, para salir a la calle y construir la nueva ciudad. Aquí. Ahora. Ya.

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Comentarios
  1. Francamente José, veo muy posible el acontecimiento extraordinario, a corto plazo, sin esperar al final del mundo, que creo que sería un final muy final. Esta es mi esperanza.
    Por supuesto, no en EEUU, donde estos «acontecimientos» los gestionan muy bien,sin desgaste alguno para el sistema. El fenómeno, que ya se produce,con frecuencia, en otras zonas del mundo, tendría que ocurrir aquí, en la Europa privilegiada.
    Y cuanto antes mejor.
    Un saludo y gracias por la lucidez, infrecuente.

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