Opinión
El inicio del curso
Rajoy, Bartual, Kim Kardashian, Vargas Llosa, Umbral... Una panorámica con agosto colgando de los dedos.
Tenemos a agosto colgando de la punta de los dedos y ninguno lloraremos cuando se despeñe. Los meses que prometen una cierta tregua cuando no al menos permitirnos huir con la mirada y se revelan con ganas de notoriedad son imperdonables. Y más cuando lo hacen con terribles disgustos. Ha sido este un verano raro donde los que buscamos un descanso en lo literario lo tuvimos que interrumpir, en más de una ocasión, para regresar a las letras de actualidad, que parecen las mismas que las de la ficción, pero que no son más que una procesión ordenada con afán de influir. Los que empezamos a escribir pretendiendo capturar la vida, o al menos imitarla, nos vemos así obligados a ser pífanos de algún ejército –cuando no tamborileros– en guerras que casi nunca elegimos empezar. Este es ya mi tercer año en estas páginas en un oficio que da más imagen que alimento, pero que una vez que se prueba es difícil de esquinar para volver a la tranquila seguridad de cualquier otra cosa.
El curso era eso que empezaba con lápices largos de puntas afiladas y cuadernos limpios, lugares en el puzzle de pupitres y el olor a colegio sobre el chándal nuevo. Rajoy, el presidente, comparece en el Congreso sin ninguna de esas atribuciones, como un repetidor al que le da igual la nota del examen de septiembre porque tiene mano con el profe para que le aprueben. La comparecencia en torno a la Gürtel es como su declaración en la Audiencia, una función donde propios y ajenos dan por sentado sus mentiras y donde lo único que queda por discutir es su pericia para interpretarlas. Al final, de tantos platos de corrupción, hemos acabado por aprender a digerirla, a meternos el cucharón en la boca y casi ni notar el sabor amargo. Lo cual no quita para que siga siendo un alimento infame.
A Bartual, que era un dibujante que tenía una revista de humor político, se le ocurrió escribir un divertimento a cachitos y casi rompe Internet. Ha tenido más lectores en unos días que los que tendrán muchos escritores en toda su carrera aunque, también es cierto, que posiblemente algunos ya ni se acuerden de él. Yo me alegré, porque parece que aunque todo avance mostrenco hacia la imagen como coartada, las historias siguen teniendo encanto entre la gente, que es esa palabra que utilizamos cuando queremos referirnos a los demás desde arriba. Aunque también me entristecí cuando vi que muchos de esos lectores recriminaban al cuentista que les había engañado, que lo que allí había sido expuesto no era verdad. Mal asunto cuando ya no se sabe distinguir entre los conceptos de ficción y mentira, porque eso implica que pasamos todas las ficciones por ciertas.
Kim Kardashian es esa mujer que no ha hecho nada en su vida pero que sin embargo lo ha hecho todo, nuestra maggiorata contemporánea, alguien que no tiene ningún talento especial salvo el de haber sabido convertirse a ella misma en el producto perfecto. Puro siglo XXI. Ausente de cualquier condición, vacía de características, vale para enredarse en la madeja que le pongan por delante. Esta vez han sido unas fotos caracterizada como Jackie Kennedy en su época Cassini, la de los años felices de primera dama, trajes chaqueta europeizantes e hijos sonrientes de la mano. Da igual que todo aquello fuera mentira –salvo quizás la elegancia de maniquí tenso– y no hubiera ni familia feliz ni época dorada, para los americanos aquella breve legislatura que acabó bruscamente desparramada en la tapicería de un descapotable en Dallas se ha convertido en su arcadia, un lugar fantástico al que volver cuando el presente se les muestra incierto. Mientras que Houston se ahoga en el Harvey y su presidente les desea buena suerte, América gira los ojos hacia la Kardashian y su hija Noroeste, a ver si en la ficción encuentran, si no realidad, algo de consuelo.
Quien ya parece que ha abandonado gustosamente su papel de creador de ficciones es Vargas Llosa, que desde que se juntó con Isabel Preysler no hace más que darme alegrías. Algunos dicen echar de menos al Nobel, yo acojo con gran alegría al señor mayor que hace cosas que piensa sofisticadas. Desde aquella celebración en el que el servicio subió de los sótanos de la mansión para, uniformados y dispuestos, cantarle el cumpleaños feliz, siempre tengo un ojo atento al marqués peruano de los dientes blancos. La última ha sido su estancia en una clínica marbellí acompañado de Isabel y de Tamara –la hija de esta última, que pasó de conductora arriesgada a devota creyente, la que pudo haber sido nuestra Patty Hearst– para, los tres, someterse a un ayuno terapéutico, que viene a consistir en pagar una gran suma de dinero para que no te den de comer. Lo que me queda claro es que el mundo ha cambiado y aquella Marbella del descoloque tornó su trivialidad colorista en una zen, que viene a ser lo mismo pero más aburrida. Lo otro es que los pobres se toman vacaciones y además de ruidosos son glotones, mientras que los ricos reposan y disfrutan de las virtudes del ayuno para alcanzar un renacer espiritual. Cuánta magia.
Umbral hubiera sacado buen material de esta función, hace diez años que se murió. Algunos le echamos de menos porque, aunque no encajaba en nuestras prioridades, regalaba momentos gloriosos escondidos en sus no narraciones, en sus viajes de estilo por épocas que nos querían sonar, como ecos que se reflejaban en los últimos años del pasado siglo, casi como imágenes que se despiden. Uno de esos tesoros es un párrafo en Memorias de un niño de derechas, en el que hablaba de las largas colas masculinas de los entierros, de cómo el muerto tiraba de uno de esos hilos de la humanidad, del entretejido social, dejando al mundo deshilachado para siempre. Sin embargo, al poco, todos volvían a sus quehaceres y se restauraba la trama del tapiz, se llenaban los huecos. Cómo se podía mirar así a la humanidad y sospechar que había habido un solo muerto, decía. Lo peor que nos dejó Umbral, además de unos últimos años insoportables, cálidamente arropado por el muermazo del manto de la derecha, fue a sus presuntos herederos, que le pretenden en formas pero no en riesgo, a los que nunca ningún cadenero ha amenazado en una cafetería, porque saben más de cálculo que de letras. Supongo que uno no elige a quien le llora, pero sí se lo busca.
Umbral, madrileño vallisoletano, dejó una muy conocida columna llamada Los catalanes, creo que del 76, donde recogió ese respeto que se les tenía a los del condado en la meseta, algo tópico pero sincero, por su libertad y frescura frente al olor a ropero viejo que tenía la ciudad que tuvo que cargar con la institucionalidad franquista. Era en todo caso un homenaje, un abrazo, cuando muchos imaginaban las cosas de otra forma. Ya en el 2000, el mismo escritor tiene otra columna para olvidar, de esas de la época en la que en los periódicos se hablaba de fascismo lingüístico y lo catalán empezó a ser entretenimiento de ofensa a mejores palos que tocar. Y no fue el único. Una evolución, una escalada, que nos sitúa donde estamos hoy y de la que tendremos que hablar largo y tendido. De momento, el miedo es que se imponga el magnetismo de los torpes, ese que casi les obliga a chocar cuando se cruzan, aunque ninguno quiera. Y el asunto está preñado de torpeza. A ver cómo acaba, o mejor, cómo empieza.