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El milagro de hacer medicina en un pueblo de Angola
Así es el día a día en el Hospital Nossa Senhora da Paz, un centro puntero de investigación que nació de un campamento de heridos de guerra. Las enfermedades infecciosas y la desnutrición son el pan nuestro de cada día.
CUBAL, ANGOLA // “¿Alguno de vosotros ha vivido una guerra?”. Agostinho Pessela lanza la pregunta a un grupo de españoles delante de su bar tienda mientras beben Cucas, la cerveza original de Angola. La luz del establecimiento es la única señal eléctrica en muchos metros a la redonda. Solo algunas linternas difusas salpican la oscuridad, magnificada por el ladrido de los perros. Los niños juegan sin hacer caso a la noche. “Pero hablo de vivir una guerra de verdad, de tener que salir corriendo”, prosigue Agostinho recogiendo los brazos y el cuerpo hacia su corazón en un movimiento abrupto, como si esquivara un disparo, una bomba. La tierra ensucia sus pies enchancletados a medida que los encoge hacia las pantorrillas. Arriba, la vía láctea, observa la escena con una nitidez que asusta. En cualquier momento –parece– millones de estrellas pueden venirse abajo. Agostinho tiene 42 años: en 27 de ellos, más de la mitad de su vida, estuvo haciendo esos mismos ademanes para protegerse de una guerra extendida a lo largo de diez años, y otros diez y diez más y otros diez. Cuatro décadas.
La tienda recuerda a los ultramarinos de otros tiempos en España, donde el trigo y los garbanzos salían de grandes sacos a granel hacia las bocas hambrientas de otros 40 años de dictadura. Estanterías al fondo y un mostrador alto. “Ha habido una evacuación por un brote de malaria. Más de 18.000 mosquiteros serán repartidos”, avisa un titular en la parte baja de una tele pequeña mal sintonizada. Nadie lo ve. Nadie lo lee. Una niña desdobla de su mano un billete de 100 kwanzas, 25 céntimos de euros al mejor cambio. Compra una vela. Agostinho vende todo lo que puede llegar a Cubal, un pueblo de 300.000 habitantes en el centro de Angola. “De noche soy comerciante y de día soy médico”, dice con una amplia sonrisa de dientes muy blancos, lo poco que a esas horas ilumina su rostro negro. Al día siguiente presentará un estudio sobre la rabia en unas jornadas científicas organizadas por el Hospital Nossa Senhora da Paz, un centro de la red pública gestionado por las Hermanas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús que mantiene desde hace diez años un convenio con el Hospital Vall d’Hebron de Barcelona.
El sol sale a las seis en Cubal. El ruido de las motos sobre los baches de tierra simula el bostezo de una ciudad que duerme poco. Hay bullicio a la entrada del hospital, un rellano con varias instalaciones y algún baobab en medio. Allí llegó Agostinho hace dos décadas, cuando no sabía nada de Medicina. Hoy es el adjunto de la Dirección Clínica. Tiene cinco hijos. Florentina, la mayor, se prepara para hacer las pruebas de acceso a la carrera. Él no tiene título, como casi todos los médicosdel centro. La mayoría, explica el director general del hospital, Ignacio Puche, se han formado como técnicos de salud y en el camino, por las peculiaridades del contexto, se han visto en la necesidad de asumir responsabilidades clínicas. “Algunos de ellos han superado con creces las expectativas en cuanto a sus capacidades y su desempeño”, explica. Quienes conocen a Pessela afirman que posee la cátedra de los que aprenden a base de la experiencia.
Agostinho Pessela, en el hospital. O. CARBALLAR
Aquí no se curan resfriados. Aquí las enfermedades tienen nombres serios. Se llaman malaria, tuberculosis, se llaman cólera, se llaman rabia, se llaman lepra, se llaman sida. Aquí se concentran casi todas las patologías olvidadas –desatendidas en la clasificación de la OMS–. Y cuando no saben cuál es su nombre tampoco saben que están enfermos. Aunque crean que orinar sangre es normal. Están enfermos. Aquí, lo que se podría curar con una pastilla, se complica hasta la muerte por falta de conocimiento, de saneamiento, de inversión y educación. Por el círculo vicioso de la desigualdad y la pobreza, paradójicamente, en uno de los países africanos con más riqueza per cápita. El gasto en salud en Angola apenas supera el 3% del PIB, la esperanza de vida no alcanza los 55 años y uno de cada seis niños no llega a los cinco. En estas condiciones se hace medicina en Cubal, donde el 70% de la población no tiene acceso a agua potable y solo el 12% dispone de letrinas. Las enfermedades infecciosas y la desnutrición son el pan nuestro de cada día.
De campo de refugiados a hospital de referencia
“Esto empezó siendo un dispensario en 1973. De aquí para abajo era todo tiendas de refugiados“, señala la doctora Milagros Moreno, 60 años. Ella inició hace 26 este viaje a lo desconocido, una aventura de amor, como titula el libro que está a punto de publicar. Milagros nació en Melilla y se licenció en Barcelona, donde se especializó en Pediatría. En la sala de desnutrición hay ocho niños. Una madre muestra a la enfermera las llagas que a su hijo, de menos de dos años, le comen el cuerpo. Es un caso grave. La mujer llora porque asegura que no tiene nada que darle de comer. Sofía Rodrigues, una médica voluntaria portuguesa, mira impotente a Milagros, que insiste en que tienen que hacer pedagogía con las madres. “Echa el huevo, bátelo muy bien y se lo dais mezclado con leche”, pide la doctora. Milagros, durante 25 años directora general del hospital, es de esas personas a las que no les gusta posar ni las poses. Ha visto de todo. Ha operado de todo. Ha trabajado sin descanso. Y ha llorado sin parar. Cada día se levanta a las cuatro de la mañana. Y después de misa de las seis, al hospital.
Una mujer abraza a su hijo en una sala del Hospital Nossa Senhora da Paz. O. C.
“Vamos a ver si ha subido algo de peso”, confía junto a una cuna con una bolsa de cacahuetes molidos en la mano. Paulino tiene once meses y pesa tres kilos. Su madre lo acurruca en una tela estampada de flores. Con delicadeza, Milagros descubre al bebé y posa sus huesos en la balanza, colgada del techo. La aguja se mantiene impasible en los tres kilos. El pequeño también tiene tuberculosis. “Vamos a ver si mañana sube algún gramo más”, consuela a su madre. Estos días, Jorge Cordón, un cocinero voluntario, ayuda a preparar menús nutritivos. “Ten mucho coraje”, le pide a Paulino, que la mira con más profundidad que sus ojos hundidos. En otra cama, un niño sufre una convulsión. En una cuna, una niña y su madre duermen abrazadas. Milagros no se rinde con facilidad. Reclama recursos cada vez que una autoridad visita el centro. Dice que sin un trabajo en conjunto, nada aquí es posible. “Estoy disfrutando tanto…”, comenta en un descanso de las jornadas. “Es que he aprendido mucho sobre el carbunco”, desvela con la misma felicidad que una niña pequeña. Su ponencia versa sobre esta enfermedad zoonótica con un 29% de mortalidad en la zona.
En el camino para que un campamento de heridos de guerra esté hoy realizando estudios punteros en este país se cruzó Israel Molina, el director de la Unidad de Medicina Tropical del Vall d’Hebron. “Yo viajé a España porque mi hermano estaba enfermo y el nefrólogo, que conocía a Israel, me lo presentó. Él tenía un proyecto para Sierra Leona. Pero al cabo del tiempo, me llamó, me contó que lo de Sierra Leona no había salido y me preguntó si podía venir”. Israel cogió su mochila y atravesó más de medio continente para llegar a aquel lugar recóndito ubicado en la misión católica de Tchambungo. Una vez que aterrizas en Luanda tras ocho horas de avión, quedan diez horas más de autobús hasta Benguela, la capital de la provincia. Y aún no hemos llegado. Faltan tres más para ver las primeras casitas de adobe de Cubal.
Romeo y sus amigos juegan delante de varias chozas. Están descalzos. Tienen entre 11 y 13 años. Ven los mismos amaneceres, atardeceres y anocheceres todos los días. Son terriblemente bellos. Pero no verán otras bellezas en toda su vida. Ni otros horizontes. “Hacer medicina aquí es un desafío constante. Hay que venir al terreno a investigar para transformar y mejorar la vida de la gente. El objetivo ahora es atraer a talentos, que vengan las generaciones de médicos que están saliendo de la facultad y que la universidad y los hospitales trabajen juntos y que sean ellos los que sacan esto adelante”, reflexiona Molina tras un viaje relámpago a la Universidad de Benguela, donde ultima los detalles para construir un futuro centro de investigación junto al hospital. De 42 años, antes que por África, conoció por su madre, emigrante sevillana en la posguerra, lo que es la pobreza. “Libertad”, reza su camiseta. Es lo único que reza. Ateo confeso, creyó en Milagros y así comenzó el milagro de hacer medicina todos los días en Cubal. No ha sido fácil llegar hasta ahí. El centro de investigación será construido a la espalda del centro de tuberculosis, una referencia en Angola.
Adriano Zacarías es uno de los pacientes que logró salvar su vida. No trabajaba. No tenía estudios. Tras superar la enfermedad, continuó formándose observando a miles y miles de pacientes. Treinta años después, es el responsable de la unidad. Su hija mayor está estudiando la licenciatura de Análisis Clínicos: “Aquí está el tchambungo pero yo quiero que mi hija vea otras cosas, vea más lejos de lo que yo pude ver y si quiere que vuelva después para que podamos aprender de su experiencia”. Para poder pagarle los estudios, la mujer de Zacarías se ha puesto a vender zapatos de segunda mano en el mercado.
El doctor Zacarías, junto a pacientes, en la sala de tuberculosis. O. C.
La unidad de tuberculosis tiene 70 camas y una ampliación añadirá espacio para 40 internos más. Al año pasan unos 700 enfermos. En algunas de sus paredes lucen dibujos infantiles esperanzadores. Ana, antigua paciente, inventó una canción: “Doctor Zacarías me cura o tumbe, há que ter valor para apanhar pica (en portugués, hay que ser valiente para aguantar las inyecciones)”. Los enfermos yacen tendidos en camas bajas cubiertas por mosquiteros. Hace calor. Tosen y se les ve las costillas. Con un 20%, las infecciones respiratorias representan la primera causa de muerte en Angola. “Esta realidad existe”, confirma Zacarías en uno de los dos momentos en los que pierde la sonrisa. En el otro habla de su otra hija. Ella no superó la enfermedad, que se convirtió en multirresistente, cuando la bacteria ya no responde a los tratamientos convencionales. Tenía 11 años. En ese tiempo no disponían de medicamentos para aquella fase, denominados de segunda línea. En ese tiempo, las hermanas pidieron la medicación a España. Y llegó. Llegó a Angola. Pero no a Cubal. El conductor tuvo un accidente por el camino. La pequeña murió un mes después.
Es mayo de 2017 y tampoco hay fármacos de primera línea, explican en la sesión clínica que abre cada día el trabajo en el hospital. En la de hoy participan también los médicos españoles que han venido a las jornadas. Torres atiende sin pestañear. Lleva zapatos blancos y marrones como una estrella del jazz negro de los años 20. En realidad no se apellida Torres. Torres se llama Alberto Filipe. Lo de Torres le viene por el histórico jugador del Benfica. Lo que resulta incomprensible, a la vista de su parecido de verdad, es por qué nadie le puso doctor Mandela. Cuenta Eva Gil, del Vall d’Hebron, que a ella este hombre la ayudó mucho: “Cuando llegué no sabía nada. No tenía ni idea de las enfermedades que había aquí”. Eva vino por dos meses en un primer viaje. Luego de voluntaria, y ahora lleva dos años en la zona. “A veces me preguntan cosas y no sé qué responderles. Son médicos, solo les falta el título”. Cuenta también que Armindo Zaje, que acaba de licenciarse, llama “jefe” a Pessela.
El doctor Armindo es joven, tiene 26 años y lleva un solo mes en el hospital. Calza deportivas y viste vaqueros rotos. Él y Nicolau Maliengue son los dos únicos médicos angoleños titulados en el centro. La primera generación en Benguela y Huambo, las dos ciudades más cercanas, data de 2013. “Lo peor es hacer entender a las personas que tienen que venir a tratarse”, reflexionan. O ver cómo un joven cualquiera con una neumonía no tuberculosa en una situación estable muere en menos de 72 horas. O cómo roban medicamentos para comerciar con ellos en la calle. La sesión clínica está presidida por las enormes manchas blancas que presentan las radiografías. A la salida del cónclave, los médicos del Vall d’Hebrón muestran su admiración por la evolución de estos profesionales, que de no tener futuro han pasado a jugar un papel fundamental en el futuro de los demás a través de la ciencia.
Trabajar sin fármacos
Arleth Nindia es feminista. No tiene miedo. Tiene cinco hijos y los mismos resortes que Rosa Park para sentarse en su puesto de trabajo. Es la responsable del laboratorio. Con traje de chaqueta entallada y pantalón beiges, con un moño alto en su cabeza y unas sandalias de cuñas blancas en sus pies presenta un estudio sobre patologías parasitarias intestinales, casi todas prevenibles y tratables. El 44% de la prevalencia se da en niños. “Tomen nota”, advierte a las autoridades allí presentes con la autoridad que la confianza en una misma otorga. Arleth no es solo la jefa del laboratorio. Artelth es la jefa de un grupo de hombres, que habla de parásitos por la mañana y de las preocupaciones por sus hijos adolescentes por la tarde. Si Arleth hubiera nacido en España, habría tenido un hijo –”en vuestro país solo se tiene uno o dos”, reflexiona–.
Domingas Piedade, 43 años, es la responsable del banco de Urgencias. Al principio, no quería asumir el puesto. “Yo quería ser solo enfermera”. Al final, consultó a su entorno y aceptó. Si Domingas hubiera nacido en España, como Arleth, sus vidas serían otras. Pero nacieron en Cubal, como todos ellos, como todas ellas. Y hay que ser pobre y negro para saber cuántas veces te pueden dar un porrazo solo por intentar algo tan sencillo, que escribía Billie Holiday en sus memorias. Helena Malessu, 52 años, es la limpiadora del laboratorio. Procedente de Ganda, llegó al hospital con dos hijos desnutridos. Tiene tres más. Después se quedó a trabajar. Es curiosa, todo le interesa, quiere saber cómo son otras vidas lejos de la suya. “La pobreza es no tener oportunidades, la pobreza es no poder ir a la escuela, la pobreza son las consecuencias de la desnutrición, de la anemia, de unas enfermedades que afectan al desarrollo intelectual de los más pequeños”, señala Cristina Bocanegra, médica de la unidad catalana. Durante dos años también trabajó en este rincón de Angola. Hay pocas personas que no griten a su paso con alegría: ¡Doctora Cristina, doctora Cristina! Los niños se arremolinan en sus pies. En un estudio sobre la esquistosomiasis demostró una alta prevalencia de la enfermedad en la zona hasta ese momento desconocida.
Aparatos revolucionarios
El número de pacientes ingresados anualmente en el hospital oscila entre 5.000 y 6.000. Unas 25.000 personas son atendidas de forma ambulatoria. En las consultas externas, Raquel María Mateus Filipe, 55 años, responsable del programa de VIH-SIDA, atiende a una niña de 11. Se contagió de VIH tras una transfusión, tuvo tuberculosis a los cinco años, luego otra infección grave y ahora puede que la tuberculosis haya vuelto para quedarse. Espera quieta, en el regazo de su madre, seria, con el miedo metido sin saber muy bien dónde. Se llama Angelina. A la mañana siguiente, harán la prueba definitiva mediante una técnica que permite un diagnóstico más sensible y detecta la resistencia a los fármacos antituberculosos. El aparato revolucionario se llama genexpert y ha llegado a Cubal gracias a un acuerdo con la Fundación Probitas, que en los próximos días firmará un convenio para mejorar las condiciones del laboratorio. “Es que, por ejemplo, no pueden tener algo tan básico como un banco de sangre en condiciones correctas porque no hay luz ni agua las 24 horas. En un lugar en el que cinco de cada cien personas muere como consecuencia de una transfusión”, asegura Elena Sulleiro. Ella y Mercé Claret han trabajado estos días con Arleth y sus compañeros en nuevas técnicas que permitirán un conocimiento epidemiológico de la tuberculosis y de la resistencia a los fármacos que se utilizan para su tratamiento, crucial para elaborar guías terapéuticas adecuadas que reduzcan la morbi-mortalidad de la enfermedad en la zona y, en su caso, reevaluar las pautas establecidas en el Plan Nacional de Salud de Angola. Al día siguiente no pudieron hacer la prueba porque Angelina no acudió.
En una sala aledaña se esconde un ecógrafo. “Se nos ha acabado el gel”, muestra Marcos Ibáñez, un médico voluntario de Zaragoza que ha adelantado el dinero para la compra del material. Está enseñando a Zeferino Pintar, 41 años, a hacer ecografías de mediastino, una ayuda más en el difícil diagnóstico de la tuberculosis infantil y una herramienta que apenas es utilizada en España. Zeferino es una pieza clave en el funcionamiento del hospital. Ahora solo trabaja tres días a la semana para compatibilizar sus estudios de licenciatura. Fue uno de los primeros que se planteó formarse a raíz de la colaboración con el Vall d’Hebron. Hace un par de años viajó a Barcelona, donde permaneció dos meses en el Servicio de Radiología. La colaboración con el hospital catalán se traduce, además, en sesiones de telemedicina cada 15 días. En ellas, los profesionales exponen las historias clínicas más complicadas y, entre todos, los de Angola y los de España, con una pantalla vía Skype, intentan dar con la solución.
El caso de esta semana es el siguiente: un hombre de 41 años presenta un cuadro de toxicodermia en su rostro, manos y pies alarmante. “Sospechamos que es una consecuencia adversa del tratamiento de segunda línea para la tuberculosis”, analiza Eva Gil. “¿Qué hacemos? ¿Suspendemos el tratamiento?”. Ya lo hicieron y mejoró. “Pero si lo suspendemos definitivamente morirá de tuberculosis”. Tras un largo debate, deciden administrar de uno en uno los fármacos para saber cuál produce la afección a la piel. Y deciden que sea así para evitar que el hombre tenga que venir todos los días al hospital a ponerse una inyección. La razón principal para llegar a esta conclusión es que puede dejar de venir, como la pequeña Angelina. Eva avisa de que uno de los fármacos está caducado. El contexto también forma parte del tratamiento en Angola. Pessela se quita la bata blanca y se vuelve a su bar tienda: “La gente se piensa que aprender es sentarse en una silla y escuchar un rollo que te explica otro. Los médicos que vengan de aquí a unos años van a darles mil vueltas a los demás porque este hospital es un aula constante”.
Son las seis y media. Cae la noche en Cubal. Hoy no hay Cucas. Fernando Salvador, que también supo lo que era hacer medicina en este pueblo, prepara la cena junto a su jefe, Israel Molina. Es el único momento de distensión. Tras jugar a las cartas y cantar por Alejandro Sanz y Laura Paussini, el equipo, compuesto también por la farmacéutica Hermisenda Cortés y el zoólogo Alberto Martínez, continúa con el tema que no han soltado desde que subieron al primero de los aviones que los trajo a Cubal: gusanos, estrongiloides, heces, praziquantel, fasciolas, PCR, mosquitos, vectores… “Verlos trabajar me alimenta. Sigo aquí por ellos. Pero cuando esto funcione sin nombres, yo me voy con mis tomates híbridos”, concluye Israel diez años después de presentarse en aquel hospital de monjas. “Quiero decir que estoy muy contenta y que he aprendido muchísimo en estas jornadas”, expresó una hermana, con un crucifijo en el cuello, en el último turno de palabra.
Sencillamente excelente
Excelente crónica