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Aire acondicionado
"Al parecer había una necesidad ineludible de dotar de nuevos equipos de aire acondicionado a diferentes edificios de la administración autonómica y, además, cambiar las ventanas para cumplir con una norma de eficiencia energética de la Unión Europea", escribe Daniel Bernabé en su último relato para 'La Marea'.
El coche, una berlina con tantos caballos como kilómetros, abandonó el asfalto de la carretera comarcal y se metió por un camino empedrado, haciendo con sus ruedas ese sonido tan particular, como el quebrar de huesos secos, al machacar la gravilla del suelo. Según avanzaba iba dejando una nubecilla de polvo tras de sí. Se escuchaban las chicharras y el ladrido histérico de un par de perros guardeses de una finca a varios kilómetros, delimitada por unos eucaliptos aburridos que se tostaban al sol de agosto.
-Ahora, cuando lleguemos, tú déjame hablar a mí, que lleve yo la vaina.
-Claro, claro.
-Yo primero os presento y, cuando ya estemos en situación y tengamos a este borracho como una mona, le sueltas la cháchara técnica, que no entienda nada pero que no se sienta abrumado, ¿estamos?
– Oye, que yo he cerrado muchos tratos en mi vida, ¿eh?
-Pero en la capital, con cenutrios como tú pero sin dientes. Este es un mandril y tiene mucho colmillo.
-Lorenzo, pero cómo eres.
-Lo que toca, a ver si te crees que lo que tengo me lo han regalado.
Quien conducía y llevaba las riendas, al estilo de los vaqueros del spaghetti western, era Lorenzo, Lorenzo Casillas, oficialmente un asesor de naderías y ahora conseguidor de lo que fuera, con varias empresas quebradas a la espalda, algún fraude con un par de años de meco y con dos pómulos que se marcaban en su cara como piedras talladas, algunos decían que por una hepatitis cogida en los ochenta. A su lado Ramírez, Leopoldo Ramírez, un mequetrefe con una empresa de cerramientos de aluminio en Alcorcón y otra de aires acondicionados en Perales, algunas acciones que le vendió el de la caja y con ganas de dar el pasito que media entre la lumpen-burguesía de polígono a Puerta de Hierro. Por eso se había afiliado al partido, que era como llamaban los comunistas al suyo hacía décadas y es como los sinvergüenzas con relojazo en la muñeca llaman al suyo ahora. Los dos ya sin chaqueta y sudando. Uno por calor, el otro por nervios.
El coche pasó por debajo de un arco metálico donde se leía “Asador el Novillo”, con un par de toros forjados en hierro embistiéndose sobre las palabras. El recinto era uno de esos lugares donde se celebran bodas, con los caminitos entre el césped delimitados por piedras de estanque y halógenos, castillo hinchable para los críos e, incluso, una suerte de ermita donde un falso cura oficiaba ceremonias. Por lo demás, el estilo decorativo del lugar era una superposición de épocas, un sumatorio de malas ideas que empezaban por las ruedas de carro incrustadas en las paredes, continuaban con las esculturas de escayola de ninfas rescatadas de algún puticlub de la nacional V y acababan con un aparcacoches tísico con uniforme rojo, que ese día fumaba aburrido un negro tras otro. Al ver el coche se puso la gorra rápido y se cuadró, reflejo automático de una mili ya lejana.
La pareja pasó al edificio. Dentro una chica con permanente estaba enredada con unos papeles, distribuyendo fechas, invitados y mesas. Llevaba un uniforme de camisa escotada, a Lorenzo se le cayó la vista dentro. Preguntaron por el señor Robledo y a ella los ojillos, pequeños, como de mapache, se le abrieron un poco. Les pidió a los señores que la acompañaran. Cruzaron un par de salones oscuros, con las sillas sobre las mesas, y llegaron a un reservado. Y allí estaba Robledo, Maximino Robledo, que fue alcalde del pueblo en los noventa y de ahí, ayudado por la sagacidad de la tierra seca, a diputado regional, consejero y una ristra de cargos en el partido. Como Lorenzo le había dicho a Ramírez, manejaba, no era el que más, pero manejaba. Se levantó dejando a un lado la ginebra con cola de las seis de la tarde y se acercó a Lorenzo comoun hipopótamo buscando pelea.
-Me cago en Dios y en la Virgen, Lorenzo, pero cuánto tiempo, joder.
-Robledo amigo… -y a Lorenzo no le dio tiempo a acabar la frase porque se vió envuelto en un abrazo de los de romper costillas-. Mira, este es Ramírez.
– Tanto gusto -Robledo le dio la mano sin contestar.
-Venga, sentaos, qué queréis, que os lo traen en un momento. Pedid lo que sea que esto es como si fuera mío.
-Pues un par de cervezas bien frías no vendrían mal, que con el calor que hace no hay quien pare.
-Para mí, mejor, un poquito de agua con gas, que no me sienta bien…
-¿Ramírez, verdad?
-Sí.
-Aquí hemos venido a lo que hemos venido, ¿no? Pues no me jodais y tomaros dos de estas que son mano de santo -Robledo tenía una relación ambivalente con la cristiandad y la ginebra.
El “a lo que hemos venido” era como en estos sitios se llama a los apaños, en este caso una operación en la que todos se iban a llevar una buena mordida. Al parecer había una necesidad ineludible de dotar de nuevos equipos de aire acondicionado a diferentes edificios de la administración autonómica y, además, cambiar las ventanas para cumplir con una norma de eficiencia energética de la Unión Europea. Ahí entraba Ramírez, con su par de empresas. Luego Robledo ponía la pasta, no la suya, precisamente, en una obra que costaría, como siempre, varias veces más de lo previsto. El partido, y de los que él formaban parte, no se mantenía del aire. Lorenzo se encargaba de la fontanería, de trucar las facturas, de moverlas entre proveedores, de ensombrecer lo que tocaba y resaltar lo oportuno, de llevarse otro tanto. Y allí estaban, cerrando los hilillos.
-¿Cómo está la familia, boss? -Lorenzo sabía lo que gustaba.
-Pues ahí van, sacándome la sangre. La pequeña bien, acabó de estudiar una cosa de esas de ordenadores y estoy a ver si hablo con el Ojitos por si la podemos colocar en algún lado. Tú le tratas, ¿no?
-¿Al Ojitos? Uña y carne. Déjalo de mi cuenta. Y el chaval, ya casado, seguro.
-Qué va, mi hijo es gilipollas. Ahora se ha ido a América a no sé qué del cine. El año pasado andaba con cosas de cuadros en Francia. Yo creo que me ha salido medio maricón -rieron, menos Ramírez, que no sabía si debía.
-Bueno, pues como le iba diciendo, nosotros somos líderes en el sector, con varios contratos en la administración. Las oficinas de una de las torres de Chamartín, ¿las conoce? Pues todos los equipos de aire son nuestros. Tenemos ahora un modelo japonés que tiene flujo de corriente controlado mediante IA y además viene en diferentes acabados, versión deluxe y premium.
-Pero, ¿tú qué te crees? ¿Que yo soy gilipollas? -dijo Robledo volviendo a la pose hipopótamo, situando el cabezón para embestir. Ramírez se hizo pequeñito en el asiento.
-No, cómo iba yo a pensar eso, es sólo qué…
-Aquí el boss está de broma, no te lo tomes así, hombre -medió Lorenzo, levantando la copa vacía para que trajeran otras tres.
-Joder. Si aquí no necesitamos moderneces de esas. Con que pongas los cacharros que te sobren en el almacén, nos vale. Eso sí, las facturas tienen que ser con el precio de las moderneces. Y con las ventanas pues lo mismo.
-Sí, sí -Ramírez sólo acertaba en la glosa y la repetición.
-Pero yo creo que si cerramos lo de los porcentajes, algo que os convenga a los dos, los flecos los arreglo yo en dos mañanas -dijo Lorenzo, al que el ambiente en penumbra del reservado le daba un aire aún más tosco.
-Un seis, tres, diez, por ejemplo.
-A ver, boss, cinco, cuatro, diez, que aquí Ramírez es buena gente y además es de los que tiene carnet, no como esa pandilla de aprovechados, ¿a que sí, Ramírez?
-Sí, sí -el tipo bebía y asentía, sin entender ya demasiado.
-Pues sabes qué te digo, que ya está hecho. Dame esa mano y cerramos esto como hacen los señores.
-De lo bueno lo mejor. Si es que entre caballeros es fácil entenderse. A la primera. Y ahora, si me permites, mira lo que tengo aquí -y Lorenzo sacó una bolsita del bolsillo de la chaqueta, bajó la voz y acercó la cabeza- un pericazo que ni en Miami. ¿Podemos aquí? Porque todavía le darás, ¿no?
Robledo hizo un gesto afirmativo con la cabeza, atraído magnéticamente por el polvo blanco. Lorenzo se puso a utilizar la amex para otras labores diferentes de las habituales. Ramírez se levantó lívido, en dirección al baño, sin decir nada.
-Y a este, ¿qué coño le pasa? -dijo Robledo mientras enrollaba un billete de cincuenta.
-Nada, hombre, no se lo tengas en cuenta. Es que es su primera vez y anda acojonado. Ya sabes, con todos estos que han caído, pues la gente anda asustada. Y más por Madrid.
-Pues por eso, Lorenzo, por Madrid. Pero aquí es diferente, aquí no se fija nadie en nada.
-Y con estos hijoputas, ¿qué tal?
-Pues son una banda. Todo el día dando por culo. Hay algunos que hasta que se creen de verdad que van a cambiar algo. Pero les doy dos telediarios, en las siguientes nos los comemos.
-Así se habla.
-Pues claro, a ver si te crees que esto lo hemos montado -y Robledo hizo una pausa para esnifar- para que el primer… oye, ¡pero si es cojonuda!
-¿Qué te había dicho? Si te cuento quién me dio el contacto.
Ramírez volvió del baño, secándose las manos en las perneras del pantalón, mirando a todas partes, como si fuera a aparecer de repente la UCO con Ferreras detrás, seguido de cuatro cámaras.
-Mirad, yo ya de eso paso, es que…
-Pues mejor, a alicatar la otra ventana -y Robledo se lanzó a la mesa como un stuka de bombardeo.
-Tranquilo Ramírez, tú siéntate y disfruta. Aquí el boss ha estado jugando al golf más de una vez con los jefes.
-¿En el Puerta de Hierro? -a Ramírez se le iluminaron los ojos.
-Y cazando, sobre todo cazando. Lo del golf, ¡bah! eso es una mariconada. Con el cochecito, el carrito y su puta madre. Pero una buena montería, eso sí que es pasar el rato. Además, ahí sí van los que mandan.
-¿El Rey?
-Los que mandan, coño. Los que mandan de verdad. ¿pero quién te crees que soy yo? Si es que los de Madrid os pensáis que sois la crema y así no se puede ir. Aquí, ¡aquí! -y Robledo acompañaba cada palabra con un golpe en la mesa- es donde se corta el bacalao.
-Bueno, si Ramírez no ha querido decir nada, Boss. Es que él está muy interesado en lo del club de campo -terció Lorenzo pintando en la mesa un par de tiros más.
-Claro, claro.
-Aquí tenemos de todo. Tenemos buen vino, comprado directamente al bodeguero. Tenemos buena carne, y si no ahora pasamos a la cocina y veis lo que me comí yo antes de que llegarais. Tenemos hasta buen aire, que nada más que hace falta mirar al cielo por las noches, que se ve de todo. Y, además, en el centro de Madrid me pongo yo en hora y media.
-Ya, ya.
-Y por cierto -continuó Robledo, con las palabras y las rayas- encima nos han abierto a diez kilómetros de aquí, un sitio… joder, ¡qué hembras!
-Esto se va poniendo interesante.
-Te lo digo yo, Lorenzo. Unas chavalas que da gusto. Yo no puedo ir porque se me conoce. Pero llamo al dueño y me manda a las que quiera a la casita que tengo ahí en la finca. Anda que no me lo paso yo bien los sábados, con eso que le cuento a la Eulalia de que tengo una reunión en no sé dónde.
-Se le murió su padre, ¿no?
-Sí, una desgracia. Pobrecilla. Ha estado bastante mal. Pero mira, para como estaba el viejo…
-Ley de vida, ley de vida -interrumpió Ramírez, ya como una sombra.
-Pero le he comprado de todo, no te creas. Ahora hasta se ha apuntado a la autoescuela, para que esté entretenida. Pon otra, Lorenzo.
-Ten cuidado que esto es fuerte.
-Pon otra, hostias. Que hoy vamos a acabar en la casita, ya os lo digo yo.
Así siguieron un rato. Lorenzo dosificando la medicina, Ramírez mirando el reloj y Robledo dejando vasos vacíos y enrollando billetes de cincuenta, aunque tuviera uno en el bolsillo de la camisa, otro caído debajo de la mesa y otro sobre ella. Una vena en la frente le palpitaba como si fuera un gusano a punto de salir del capullo. En medio de una de sus bravatas se levantó decidido hacia el baño, porque según dijo “se le habían soltado las tripas”.
-Mira Lorenzo. Yo no sé. A este señor yo no le veo serio.
-A ver, es como es, pero para el tema no conozco a otro más de fiar.
-Ya, pero yo es que me muevo con otra gente. Sabes que mi mujer está muy metida en esto de la iglesia y dime tú si me pillan aquí o en esos sitios de los que nos ha hablado.
-¿Pero quién te va a pillar?
-Pues ya sabes, una cosa lleva a la otra, alguno por el medio queda descontento, canta… yo no sé, yo no sé.
-Ramírez, no me faltes al respeto. Yo soy un profesional de lo mío. Y si me he molestado en traerte aquí, en presentarte a mi amigo, es porque me has parecido un tío valiente y de fiar. Pero no me jodas más.
-No, si yo…
-Además, si no quieres no pasa nada. Tengo en la puerta a otros cuatro como tú. Eso sí, vas a hablar con el cura, el amiguito de tu mujer, para que te meta él en lo del club de campo.
Lorenzo se levantó también al baño, no dejando espacio a las evasivas. La duda quedó flotando en el vaso, ya sin hielos y a la mitad. Él, pensó Ramírez, era una persona decente. Todo lo que tenía lo había conseguido con esfuerzo. Se acordó de la Puri, su mujer, de cuando se compraron el primer pisito en Alcorcón, tres millones que les costó. Y de ahí, poco a poco, al chalet en Villaviciosa. Si por él fuera seguiría haciendo lo que había hecho siempre, pero las cosas eran como eran y, en eso, estaba seguro de que Lorenzo tenía razón. Para llegar a donde él quería llegar hacía falta un empujoncito, hacer amistades, tener atenciones con ellos, en fin, jugar de una vez en la liga de los grandes.
Ramírez miró a su izquierda y vio cómo Lorenzo salía del baño, con la cara desencajada. Le agarró del brazo y se puso a su altura, pero sin sentarse.
-Escucha, ponte la chaqueta y vamos.
-¿Por qué?¿Y Robledo?
-Tú ponte la chaqueta y tira. Y no digas ni pío. Y si te pregunta la de la entrada algo me dejas a mí hablar. Pero no te pares.
-Y entonces, lo de los aires acondicionados, ¿está ya cerrado?
-Mira -dijo Lorenzo mientras que limpiaba la mesa con el antebrazo y recogía los turulos que habían quedado a la vista- a lo mejor tenemos que reestructurar la operación. Pero levanta que ya te voy dando los detalles en el coche.