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Rajoy: un hombre gris
El presidente del Gobierno declara como testigo en la Audiencia Nacional por el caso Gürtel. Así es Rajoy, un simple hombre.
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Mariano es hijo de un juez que hizo carrera durante el franquismo, nieto de un abuelo purgado tras la Guerra Civil por elaborar el Estatuto de Galicia y heredero orgulloso del franquismo sociológico de Manuel Fraga. Un hombre gris, en el mejor sentido de la palabra. Un registrador de la propiedad cubierto por el capote benefactor que Gógol dibujó sobre la nuca macilenta de Akaki Akákievich. Un avatar del excelso retrato que el escritor ruso describió de la medianía existencial del que pasa por la vida sin hacer ruido ni molestar en demasía, pero que gracias a las vicisitudes de la existencia puede ser cubierto por un manto de gloria momentánea que fulgura para después apagarse y volver a la negritud de su mediocridad.
El funcionario Akaki que construyó Gógol en su relato El abrigo no levantaba la mirada de su trabajo cuando se burlaban de él y cumplía con su labor rutinaria con precisa pulcritud sin dejarse molestar por el ruido de las chanzas. Un hombre con capacidad estajanovista para cumplir con lo encomendado sin preguntarse por lo conveniente de la tarea. Es lo que hay que hacer. Sin ínfulas ni ambiciones, sin complicaciones, la exaltación de la rutina como sostén vital. Akákievich no era un hombre con un excesivo don de la palabra cuando el asunto le perturbaba: “Si se trataba de un asunto muy embarazoso, tenía la costumbre de dejar las frases a medias, así que a menudo, habiendo empezado su discurso con las palabras: ‘Esto, la verdad… claro’ no pasaba de ahí, y se le olvidaba lo que venía después, creyendo que ya estaba todo dicho”, escribía Gógol en su magno cuento para construir un perfil estereotípico que podría vincularse a Rajoy.
El presidente es un hombre taimado, pausado y constante al que le asoman diferentes tics cuando la verdad escasea en su discurso y recita lo obvio con tono solemne, ceremonioso, a veces trabado y atropellado, con esas frases deconstruidas que han convertido en caricatura a un hombre inteligente que aflora solo cuando se pone a hacer parlamentarismo en el estrado con retranca. El hombre imperturbable que prevalece matando por aburrimiento a sus adversarios, simulando el escenario de una masacre anodina que decorara el suelo con cadáveres políticos en los que asomara una mueca de bostezo.
Rajoy vence porque está. Porque permanece cuando al resto le carcomen la inquietud y la imprudencia. Tiene la capacidad para haber llegado a presidente del Gobierno por incomparecencia de los rivales, manteniéndose con su porte de burócrata plomizo, arropándose con el capote de tecnócrata esperando a que las inclemencias de la arena pública despedacen a sus rivales internos y externos. No se le conocen maniobras de medra, ha ascendido poco a poco en su partido por su eficiencia conservadora en diferentes puestos de responsabilidad, por su capacidad para solucionar problemas a los superiores e ir ocupando, por selección natural, puestos de mayor representatividad. Por su faz de argamasa para aguantar escándalos de corrupción, desastres naturales y demás catástrofes políticas con un rictus impertérrito a la espera de que escampe la opinión pública. Un simple hombre.
“A él lo que le molesta es tener que alquilarse con su dinero un lugar para veranear teniendo un apartamentito en Sanxenxo”, apunta Paco Marhuenda, director del diario La Razón y exjefe de gabinete de Rajoy. “Es un hombre de gustos sencillos, que no es amigo de millonarios y que sigue con sus mismos amigos desde que vivía en Pontevedra”, añade. Lo último lo demostró durante las negociaciones para la formación del Ejecutivo, cuando se fue a Galicia a pasar unos días después de que Ciudadanos le impusiera unas condiciones como ultimátum para aceptar su investidura. Con todo el país pendiente de su respuesta, Rajoy se escapó a dar sus largas marchas matutinas por la ribera del río Umia. Una semana después, cuando volvió y todos esperaban saber su decisión, en uno de sus sublimes ejercicios de rajoyismo, afirmó que de eso no se había hablado en la reunión de la dirección del PP. Mientras lo decía miraba confuso, sereno, con el aspecto de quien no es capaz de comprender una escena que mantenía a los periodistas asistentes observándose entre ellos sin ser capaces de disimular la estupefacción.
“Mérito y capacidad. Mérito y capacidad“, repite Marhuenda con clara intención de elevar al personaje. “Eso es lo que le importa a Rajoy y con lo que ha trazado su carrera política, la suya y la de los miembros que ha nombrado. Por eso se rodea de gente brillante con orígenes humildes como Soraya Sáenz de Santamaría”, prosigue. A pesar de las afirmaciones de su excolaborador sobre su visión del progreso desde los estratos sociales menos favorecidos, el Mariano Rajoy que empezaba a aflorar como político en los años 1980 tenía una visión de la igualdad bastante escéptica. “El hombre es desigual biológicamente, nadie duda hoy que se heredan los caracteres físicos como la estatura, el color de la piel y también el cociente intelectual. La igualdad biológica no es, pues, posible. Pero tampoco lo es la igualdad social: no es posible la igualdad del poder político”, escribía en El Faro de Vigo en 1983. Mérito y capacidad, aunque solo para los de la estirpe adecuada.
Rajoy, el hombre gris desarrollado en una familia de provincias cubierto bajo el capote de un juez del franquismo, y que miraba por encima del hombro a todas las clases plebeyas que intentaban prosperar y que aspiraban a mejorar su situación, es el presidente del Gobierno de todos. De los de su estirpe y de los del resto. Akaki Akákievich era un hombre que por sus méritos jamás habría tenido un solo momento de gloria: era un triste burócrata que un día brilló cubierto por un capote lujoso que le colocó en una posición social que no le correspondía. Rajoy, figura tenue, conservador hasta en la presencia, clamaba contra la igualdad social a pesar de que jamás habría trascendido ni salido de la mediocridad si no hubiera sido cubierto por tantos y diferentes capotes.