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La política del futuro, el futuro de la política

"Lo hacía Platón, lo hacía Moro, lo hacía Campanella... Lo han hecho todos aquellos que no se limitaban a narrar una aventura en un mundo diferente", afirma el escritor en un nuevo artículo de la serie 'De ciudadanos y cyborgs'.

partenón futuro

Si quieres imaginar el futuro, si lo quieres imaginar en serio, no ceñirte a unos cuantos juguetes tecnológicos y a un par de costumbres novedosas, estás obligado a pensar en política. Sí, la aburrida política. Lo hacía Platón en La República, lo hacía Moro estableciendo los principios de reparto del poder en su isla, lo hacía Campanella, que convertía en autoridad suprema a una casta de sacerdotes. Lo han hecho todos aquellos que no se limitaban a narrar una aventura en un mundo diferente –aunque incluso las aventuras de Flash Gordon tienen en cuenta las relaciones de poder en el planeta Mongo- y todas las utopías y distopías han tenido que enfrentarse en algún momento a ese delicado asunto: quién toma las decisiones, en beneficio de quién, con qué formas de violencia se imponen dichas decisiones. Y, por supuesto, la fantasía que alguien se hace de la política en el futuro refleja el mundo en el que vive. En realidad, no podemos imaginar nada que no conozcamos ya de alguna manera.

En la literatura de anticipación lo político puede adquirir un papel central, lo político que refleja nuestros miedos y nuestros deseos, y desde luego la ideología subyacente. Numerosas narraciones retratan el espanto de un mundo que se presenta como distopía pero que visto de cerca es, con pocas variaciones, real: el de las grandes ciudades que fueron desarrollándose con la revolución industrial. Engels, en La situación de la clase trabajadora en Inglaterra, describe con detalle las formas de vida de los obreros en los hipertrofiados núcleos urbanos, muestra esa miseria y llega a una triste conclusión: “…que los londinenses tuvieron que sacrificar la mejor parte de su humanidad para producir las maravillas de la civilización que se encuentran por doquier en su ciudad.”

Engels recorre los barrios obreros y encuentra enfermedad, alcoholismo, embrutecimiento, y se da cuenta de que el deslumbrante progreso de otros barrios tiene sus cimientos en la pobreza y el hambre. Ese contraste y también la suciedad y la contaminación provocadas por la industria no pasaron desapercibidos a muchos escritores. Tampoco se les ocultaba que la política, a pesar de las optimistas declaraciones de parlamentarios y prohombres, estaba al servicio de ese (des)orden de cosas. Así, más de un autor defiende un cambio radical de la sociedad para el que es necesaria una transformación total de las formas de hacer política. 

H. G. Wells lo anticipaba en Cuando el durmiente despierta: en ella un hombre despierta después de siglos dormido y descubre que es el hombre más rico del planeta. La población lo recibe como un mesías e inicia la revolución contra el Consejo, que los oprimía. Pero el líder de la revuelta sólo pretende ser un nuevo dictador (tema frecuente incluso entre socialistas como Wells: los revolucionarios aparecen como seres sedientos de sangre y de poder) y por desgracia Wells lleva la novela a un final conservador, en lo literario y en lo político: el durmiente se erige en nuevo líder y salva el mundo con su heroico sacrificio.

Morris (Noticias de ninguna parte) llegó a una solución más radical, que hoy gustaría a muchos: en su utopía eliminó a los políticos. En la Inglaterra futura en la que despierta su protagonista (otro durmiente), las decisiones se toman en la comunidad, siempre buscando el bienestar de todos; no es necesaria la represión, desaparece el ejército, el parlamento está disuelto. Mientras tanto, en la utopía de Bellamy (Mirando atrás) la solución es distinta: en lugar de pequeñas comunidades artesanales es la industria la que mantiene el país, pero no basándose en la competencia capitalista sino en monopolios racionales que permiten una productividad capaz de deparar bienestar a todos. Ahí la política se reduce a mera administración. Si en la utopía de Morris los ciudadanos viven en un mundo bucólico y rural, felices artesanos en paisajes sin contaminar, en la de Bellamy todos son burgueses –esa es la utopía, que solo exista una clase media acomodada-: para Morris únicamente la revolución y la guerra podían llevar a esa nueva civilización. Bellamy, por su parte, explica que los industriales cedieron su control sobre los bienes de producción en aras de una economía más eficaz y justa (habría que saber a cuántos industriales conocía Bellamy capaces de tan generoso gesto). Es interesante cómo más de un autor escamotea la revolución o, ya mencioné a Wells, la convierte en algo indeseable.

De hecho, leyendo la literatura de anticipación de buena parte del XIX y de principios del XX se adquiere la impresión de que sus propuestas utópicas, igual que muchas iniciativas filantrópicas de la época –como los falansterios–, se debían no sólo a la compasión por las duras condiciones de vida de los obreros, sino también al miedo al espectro que recorría Europa.

Ese miedo es evidente en novelas como La columna de César, de Ignatius Donnelly; en esta desigual novela (en la que por cierto se encuentra un precursor de Internet y de las tabletas: espejos que permiten leer noticias de todo el mundo), Estados Unidos está dividido en un grupo social privilegiado y en una masa de trabajadores explotada, a la que se mantiene en la más absoluta miseria. Y sin embargo, la inevitable revolución llevará al caos y a masacres, y, aunque no está muy claro por qué, es evidente que los líderes revolucionarios son gente depravada y brutal. El protagonista, que siempre desconfió de la revolución, acaba creando su propia colonia utópica en Sudáfrica, construida sobre la base del sentido común y del miedo a la revolución. Cuando Ortega y Gasset afirmaba que la revolución es siempre un horror, pero que el miedo a la revolución era utilísimo para que las clases adineradas abandonasen parte de su egoísmo, estaba haciéndose eco de lo que la literatura ya había formulado.

También en la segunda mitad del XIX el miedo a la revolución hace que aparezcan diversas distopías antisocialistas. Aún no han llegado los horrores del estalinismo, pero la desconfianza ante el igualitarismo socialista lleva a inventar mundos grises, en los que, por falta de tensión erótica, hombres y mujeres son extremadamente parecidos; se visten igual; los mediocres dominan porque la inteligencia provoca desigualdades; la comida pierde gusto; el ser humano desconoce el sentido de la iniciativa: al no estar espoleado por el deseo de sobresalir, de triunfar –llamémoslo por su nombre: de enriquecerse–, el mundo se vuelve un lugar opresivo, invivible. A Anne Bowman Dodd le corresponde el raro privilegio de ser la primera mujer, en realidad la primera persona, que escribió una distopía a la vez antisocialista, antifeminista e incluso antianimalista.

Pero estamos evocando un tiempo en el que aún se tenía fe en el poder, destructor o creador, de la política, y en general de las ideologías que la sustentaban. Hoy no estamos ahí. Supuestos habitantes del limbo eterno del capitalismo, observadores desinteresados del fin de la Historia, empezamos a conseguir eso que parecía imposible: hablar del futuro sin hablar de política.

En Planeta B, ideas para un Mundo Nuevo, la exposición que tuvo lugar en Düsseldorf de junio a agosto de 2016, se presentaba toda una serie de ideas para mejorar el futuro. Aunque en el prólogo del catálogo se hablaba de política, de rebelión, de revuelta y compromiso, las propuestas se ceñían a la tecnología, el arte, el urbanismo y la arquitectura, eludiendo lo político, esto es, quién controla la producción de todas esas maravillas, quién manda en la nueva ciudad, quién decide a dónde van los recursos, quién se beneficia. ¿Todos los ciudadanos? ¿Todos a un tiempo y por igual?

El mismo prólogo daba una triste explicación a esta incoherencia: “Pero los artistas en los sistemas democráticos son como parásitos que saben que no pueden matar al anfitrión y sin embargo atacan al organismo con la pasión de llevar un poco de caos al orden. Así, los artistas han asumido el papel del bufón de la corte. Tienen libertad absoluta pero nunca derribarán al rey. Los artistas han aceptado que no pueden escapar del sistema capitalista por lo que actúan de forma subversiva e irónica contra el sistema desde dentro del sistema”.

Impresionante ese reconocimiento de impotencia. ¿No suena ridículo “un poco de caos”? ¿No es un oxímoron definir la cantidad de caos? Y si dentro de la formulación de la utopía ya no puedes pensar fuera del capitalismo, es decir, si incluso cuando te permites no ser realista aceptas el fin de la Historia y tu papel de bufón en esa historia detenida, en la corte amplia del capitalismo, lo mejor que puedes hacer es irte a tu casa y jugar en un rincón. Y tu ironía da igual, porque no, no es subversiva, la ironía es lo más fácilmente digerible por cualquier sistema, el ataque que se queda en gesto que ni siquiera se vuelve explícito. Difícil imaginar más impotencia en un manifiesto de perritos amaestrados, tan contentos si roban un hueso de la mesa del amo y lo entierran en el jardín. Al final, habrá que dar la razón a quien dijo que hoy es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.

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