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¿Por qué escribo sobre memoria histórica?

La periodista cuenta cómo una víctima del franquismo le pidió que los tratara bien a la hora de informar sobre el acto. "No era una cuestión, sin embargo, de tratarlos bien. Era, es, una cuestión de tratarlos. De escucharlos", reflexiona.

memoria histórica Adelia Hermoso, en un acto por las víctimas del franquismo. O. C.

«A La Trunfa le dieron una paliza y, sin dejar de maltratarla, la introdujeron en un cuarto del cortijo, donde la intimidaron tendiéndola en el suelo, obligándola a remangarse y exhibir sus partes genitales; hecho esto, el sargento, esgrimiendo unas tijeras, las ofreció al falangista Joaquín Barragán Díaz para que pelara con ellas el vello de las partes genitales de la detenida, a lo que este se negó; entonces el sargento, malhumorado, ordenó lo antes dicho al guardia civil Cristóbal del Río, del puesto de El Real de la Jara. Este obedeció y, efectuándolo con repugnancia, no pudo terminar, y entregó la tijera al jefe de Falange de Brenes, que terminó la operación. Y entre este y el sargento terminaron pelándole la cabeza”.

Un día de principios de 2010 recibí este párrafo en mi correo electrónico. El historiador José María García Márquez me avanzaba un fragmento de la que iba a ser su próxima publicación. Había acudido a él en busca de testimonios de mujeres que hubieran sido víctimas del franquismo. La Junta de Andalucía acababa de aprobar unas indemnizaciones para dignificar a unas víctimas que ni la Ley de Memoria Histórica estatal, que había entrado en vigor tres años antes, reconocía. “Ellas hacen memoria”, titulé aquel reportaje para el diario Público.

«Bastante tiempo estuve callada, cuando no se podía hablar. Que se entere todo el mundo de lo que pasamos”, contaba Ana Zumudio, de Torre Alháquime. Tenía 90 años. Otras, sin embargo, murieron con el miedo metido en el cuerpo, como Josefa la Trompita, de Benamejí, en Córdoba. Fue el libro de Pura Sánchez Individuas de dudosa moral el que puso nombres y apellidos a aquellas víctimas que hasta 2010, insisto, no estaban empezando a ser consideradas como víctimas: las mujeres. “Reconocer, mediante un decreto, la existencia de este tipo de actos criminales es todo un avance que rompe el estrecho sendero que marcaba el concepto ‘privado de libertad’ como el único que daba derecho al reconocimiento y al homenaje oficial. Más allá de la indemnización, algunos estamos por pedirles perdón por escrito por el tiempo de silencio transcurrido”, escribía en aquella doble página el incombustible Cecilio Gordillo. 

No era el primer reportaje que escribía sobre víctimas del franquismo. Pero fue con él cuando entendí que era necesario un compromiso claro y nítido del periodismo con la memoria histórica. A partir de ahí conocí a Paqui Maqueda, hoy presidenta de la asociación Nuestra Memoria, que con una legendaria portada del diario Público, me pedía en una concentración de apoyo al juez Baltasar Garzón: “Trátanos bien”. Aquellas palabras se me quedaron grabadas. Trátanos bien. Cómo no iba a tratar bien a Santiago Fernández, que me contó cómo le había prometido a su madre, en el lecho de muerte, que iba a encontrar a su tío Benito. Cómo no iba a tratar bien a Francisco Rodríguez Nodal, que me contó con una lucidez increíble desde su taller de ebanista en Carmona cómo escuchaba los gritos de los fusilados en la tapia del cementerio cuando él era un niño. Cómo no iba a tratar bien a Antonia Parra, que salía una mañana de mayo de su casa, nerviosa, agarrada del brazo de su amiga Bienvenida, camino del juzgado a encontrarse con la jueza Servini, la única en el mundo que está investigando los crímenes franquistas. Trátanos bien, insistía Paqui Maqueda con aquella portada de Público enmarcada: “Franco y sus generales acusados de crímenes contra la humanidad”. 

No era una cuestión, sin embargo, de tratarlos bien. Era, es, una cuestión de tratarlos. De escucharlos, de narrar su sufrimiento y denunciar no ya que no han tenido justicia, que también, sino de denunciar que no han encontrado a sus muertos 80 años después. Les propongo un ejercicio sencillo. Imaginen que ahora mismo abren Twitter y leen este titular, a esta hora: “Varios hombres entran en una casa de Marchena y se llevan a una mujer que dormía con sus hijos de tres y cinco años”. Al pinchar en la información, el subtítulo dice lo siguiente: “El padre fue asesinado días atrás. Fuentes policiales aseguran que la mujer también podría haber sido asesinada. Los cuerpos aún no ha sido localizados”. Probablemente nos llevaríamos las manos a la cabeza y no pararíamos de buscar la última hora del caso.

Pues eso fue lo que le ocurrió a Antonio Narváez, un niño de tres años al que le mataron a su padre y a su madre con apenas unas semanas de diferencia. Hoy tiene ochenta y tantos y los sigue buscando. Y los periodistas tenemos la obligación de escucharle. “Ha sido el día más feliz de mi vida”, me dijo cuando declaró también en la causa de la querella argentina. Otro día acompañé a Paqui Maqueda y a Isabel Carmona a presentar una denuncia en un juzgado de Aracena por el hallazgo de restos en una fosa. Poco más de tres minutos dedicaron a atenderlas. Ni una pregunta. Ni una aclaración. Nada. Como si aquellos huesos fueran de animales. “¿Será posible? ¿Será posible? Esta es la justicia de este país. Menos atención que si hubiéramos denunciado que nos han robado la cartera”, susurraron a las puertas del juzgado. Así lo recogí en andalucesdiario.es, otro periódico que apostó desde el minuto uno por la memoria histórica. 

Antonio Narváez (izquierda) y Antonio Martínez (derecha) en la preparación de la declaración a petición de la jueza Servini. En el centro, con melena, Paqui Maqueda.

Paqui, unos días después, se fue a Argentina en busca de esa justicia que no encontró en su país.  Entre sus compañeras de viaje estaba Ascensión Mendieta, a quien encontré ya trabajando en La Marea, un medio que lleva la memoria histórica en su ADN. “La señora Ascensión Mendieta se pasea nerviosa entre cámaras de fotos y curiosos que la rodean continuamente. Es hija de Timoteo Mendieta, asesinado el 16 de noviembre del 1939 en las tapias del cementerio de Guadalajara. Su cuerpo se encuentra en la fosa común de este cementerio. Bastó para su condena que fuese miembro de UGT y presidente de la Casa del Pueblo. Ni los 77 años transcurridos desde la finalización de la guerra, ni los 10.000 kilómetros de distancia que separan nuestro país de Buenos Aires ni los 88 años que recién ha cumplido le han impedido realizar este largo viaje para declarar ante la jueza argentina y solicitar justicia en nombre de su padre”, escribió Maqueda en Diario de una andaluza en Argentina, una crónica diaria publicada en andalucesdiario.es.

Recuerdo aquellas madrugadas, debido a la diferencia horaria entre España y Argentina, esperando ansiosa los días de Paqui para subirlos inmediatamente a Internet. ¿Qué contará hoy? ¿Oye, ha mandado ya Paqui la crónica?, me preguntaban mis compañeros Artacho y Pablo y mi compañera Patricia en la redacción con horas de antelación. Al finalizar el viaje, con el apoyo del director del periódico, Antonio Avendaño, decidimos editar los textos en papel. Y así surgió En la silla del criminal, un pequeño gran libro prologado por el escritor Isaac Rosa y colaborador de La Marea, cuyos beneficios fueron destinados al colectivo. Hoy Ascensión ya ha localizado y enterrado a su padre

En este largo viaje, el del periodismo y la memoria –que no ha concluido, por cierto–, ha sido enriquecedor el encuentro con personas luchadoras como María Dolores Nepomuceno y Mari Ángeles Hidalgo, con su hija Paula, una nueva generación que no parará hasta saber dónde están las víctimas de El Castillo de las Guardas. Personas entrañables como Pedro el Sastre, que se fue sin saber qué había sido de las Rosas de Guzmán, o Luis Vega, que dice que se va sin saber pero sabiendo que ha hecho lo que tenía que hacer. Personas que no se rinden, como Adelia Hermoso, a quien encuentras perenne en cada acto en busca de Baldomero, el primer marido de su madre, Beatriz.

Personas con una vitalidad arrolladora como Lucía Sócam, la música y la letra de esas otras Rosas de Guillena. Personas comprometidas y rigurosas como los arqueólogos Andrés Fernández y el antropólogo Juanmi Guijo, o los historiadores José María García Márquez –y su memoria privilegiada– o José Luis Gutiérrez y Fernando Romero, faros gaditanos. Personas valientes como Manuel Camacho, que logró unir, al menos en una fotografía, a sus bisabuelos, separados ya ancianos por la Iglesia. Personas que, desde la distancia, como Pilar Comendeiro desde Argentina y Nelly Bravo desde Nueva Jersey, supieron guiarme para poder ayudarlas en la búsqueda de su tío José Palma Pedrera, uno de los mineros fallecidos en la emboscada de La Pañoleta.

Y tantas y tantas personas como las que anoche mismo realizaban una vigilia antifascista a las puertas del Arzobispado de Sevilla para que retiren los restos de Queipo de llano de la Macarena. “¿Cecilio, nos tomamos un café?”, lo llamo de vez en cuando. Y el incombustible Cecilio Gordillo, que no se casa con nadie, me vuelve a recordar por qué escribo, por qué debemos escribir, sobre memoria histórica.  

Vigilia antifascista ante el Arzobispado de Sevilla para pedir que retiren los restos de Queipo de Llano de la Macarena.

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