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El legado de Mandela en la Macarena
“Igual que había un hombre que se llamaba Martin Luther King, yo les cuento a mis niños, porque ellos no lo han vivido, que Mandela luchó en Sudáfrica, lo metieron en la cárcel y al final fue presidente de su país. Ha merecido la pena”.
Fama, senegalesa de 47 años, compra naranjas en la frutería de su barrio, en la Macarena, en Sevilla. Kilo y medio. Sale apresurada hacia su casa con la bolsa de plástico en una mano y un monedero en la otra. Dice que ha dejado la comida puesta en el fogón. “No tengo tiempo”, prosigue desconfiada sin dejar de caminar con su vestido largo estampado. No quiere hablar con periodistas. Pero ve un libro y un rostro negro en ese libro y un nombre y un título que la hacen aminorar su paso, olvidarse de la comida y detenerse. “Venga, lo voy a hacer por Mandela”, afirma mientras suelta la bolsa de naranjas en el acerado. Posa coqueta a pesar de no estar peinada –opina ella– para la foto, con su Mandela agarrado al corazón.
Mandela sigue vivo y sigue vivo también en Andalucía. Sigue vivo en todas aquellas personas que un día salieron de África en patera, debajo de un camión, pateando desiertos y sorteando mafias de explotación de mujeres. Mandela siempre les acompañó en esas travesías donde la única luz, a veces, solo brillaba en un recuerdo, en una frase que grabaron para poder seguir caminando en mitad de la nada: “Había un hombre que se llamaba Nelson Mandela, que sacrificó su vida para que todos seamos iguales, para que todos tengamos las mismas oportunidades, por la libertad”, le cuenta a sus hijos Fatou, otra mujer senegalesa de 34 años, que siguió al minuto, por Internet, la muerte del líder sudafricano.
Sin Mandela –cuenta Fatou–, ella se habría rendido cada vez que la policía llegaba y desmantelaba el tenderete improvisado con el que se ganaba la vida. Entonces no tenía papeles. Se iba a su casa, se daba una ducha y volvía a intentarlo. “Él entiende que ceder puede ser una clase de victoria”, escribe Richard Stengel, periodista de la revista Time, en El legado de Mandela, el libro que Fatou sostiene en sus manos, orgullosa, a la salida de la consulta del médico. “Claro, tienes que luchar por lo que quieres, no decir ‘soy inferior’. Muchas veces, cuando he estado en un momento difícil he visto a Nelson Mandela”, concluye mirando al hombre sonriente de la portada del libro. Porque para ella no es un Dios, es un hombre, una figura histórica que hay que heredar: “Igual que había un hombre que se llamaba Martin Luther King, yo les cuento a mis niños, porque ellos no lo han vivido, que Mandela luchó en Sudáfrica, lo metieron en la cárcel y al final fue presidente de su país. Ha merecido la pena”.
William, 32 años, hojea y hojea el libro. Se detiene en el nombre del autor y pasa páginas hasta encontrar un párrafo que lo sume en un profundo silencio: “He dedicado toda mi vida a la lucha del pueblo africano. He luchado contra el dominio blanco, y he luchado contra el dominio negro. He abrigado el ideal de una sociedad democrática y libre en la que todas las personas vivan juntas en armonía y con igualdad de oportunidades. Es un ideal por el que vivir y que espero ver realizado. Pero si fuera necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir”. Son las últimas palabras que Mandela pronunció en público –durante el juicio que le llevó a la cárcel– hasta que fue puesto en libertad en 1990.
Mira hacia arriba, hacia abajo, con el rostro serio, y sigue pasando hojas: “Aunque sorprenda a los que solo saben de él que es un icono, sería capaz de enumerar las veces que me contó durante las entrevistas que había pasado miedo”. William, de Camerún, asiente: “Él también tenía miedo. No hay nadie que no tenga miedo”. No imagina África sin Mandela. “Yo un día iré hasta Sudáfrica a ver su casa, porque fue un líder que luchó por una causa muy digna”, cuenta mientras pasea a su hija, Sofía, en un carrito. Quiere que “un blanco” o “un negro” continúe esa labor.
Allí o en Europa, sostiene Fatou: “Si hay un niño que ha nacido aquí, tiene los mismos derechos. Todo el mundo puede ser presidente, si hace las cosas bien. Mira lo que pasó con Obama. Todos tenemos que tener las mismas oportunidades”. El racismo no se ha extinguido. “A veces los inmigrantes lo hacemos mal, pero no es porque seamos inmigrantes, es porque somos gente. Y hay gente buena y hay gente mala”, explica. Como Mandela, sabe que no hay nadie que sea totalmente bueno o totalmente malo. Hasta de su peor enemigo, el que lo quería llevar a la horca, se quedaba con lo mejor: “Lo que tomé de él fue su capacidad de trabajar duramente”, dijo Mandela de John Vorster, el presidente pronazi de Sudáfrica.
En la barandilla de unas escaleras descansan Johnson y Mike, de Nigeria, ambos de 36 años. Se esfuerzan por que sus voces no se pierdan entre las ambulancias que llegan y salen de Urgencias del hospital Virgen Macarena. “Mandela ha sido un luchador nato, que en todo momento ha buscado la paz de su gente, un hombre de honor”, exclama Johnson, con sus ojos a punto de quebrarse. “La gente cuando está en el poder quiere morir ahí. Pero Mandela no”. Su amigo Mike le interrumpe con vehemencia: “El problema que nosotros tenemos en África es la guerra. ¿Y qué ocurre? Que nosotros no tenemos allí empresas de armas. Las armas vienen de Alemania, de aquí, de Rusia. Muchos dirigentes de mi país tienen cuentas en Alemania, en Suiza… y hay un montón de gente que está pasando hambre”, vomita a modo de Establishment’s Blues, la canción de Rodríguez, el americano que triunfó en Sudáfrica. Luego se tranquiliza y afirma más pausado: “Mandela ha sido un gran hombre, es el padre de toda África”.
Nosotros, dice su amigo Johnson, tenemos que continuar trabajando por la libertad, de forma individual para que la paz llegue a todos. “Porque todos necesitamos de todos”, insiste. Eso es Ubuntu, la palabra con la que Mandela explicaba las relaciones entre las personas: “Soy porque nosotros somos”. Nadie es una isla. Todos formamos parte del mismo mundo. “Y los que se ahogan también”, subraya Mike. “Un montón de gente que sale de África y que su madre, su padre, no saben dónde están”.
Fama los dejó al otro lado, en Senegal, donde asegura que una vez vio en persona al propio Mandela. “Su hijo mayor le preguntó por qué nunca dormía en casa y él contestó que había millones de niños sudafricanos que también lo necesitaban”, lee Fama en el libro, emocionada. “África va a seguir adelante con lo que ha dejado Mandela”, finaliza con un guiño a la esperanza. Ahora sí, coge la bolsa de naranjas del suelo y se va a casa a quitar la comida del fogón.
Este artículo fue publicado originalmente en Andalucesdiario.es