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Intento de cierre por arriba en Euskadi

"Lo interesante de la fase política que se está abriendo es que se produce no ante una situación de emergencia o desesperada para las élites, sino como un intento por anticiparse a una crisis orgánica o de autoridad", afirma Sergio Campo, responsable de discurso de Podemos Euskadi.

SERGIO CAMPO* // Los ciclos políticos son cada vez más dinámicos. Hemos asistido a una intensa fase de construcción de una alternativa de cambio protagonizada por las movilizaciones sociales, y, a partir de 2014, por las fuerzas agrupadas en Unidos Podemos y Elkarrekin Podemos. Sin embargo, ahora parece abrirse paso una etapa diferente en la que lo predominante está siendo la reacción y reagrupamiento de los partidos políticos tradicionales históricamente hegemónicos. En términos más gráficos, el ciclo está pasando de un momento de apertura por abajo a otro de cierre desde arriba. En el contexto estatal, esta realidad es más evidente, pero, en el caso de Euskadi, la definición de este cambio de ciclo reúne una serie de particularidades que son de especial interés para redefinir la estrategia política que debemos seguir no solo con vistas a neutralizar ese cierre, sino para ensanchar el empuje del proceso de apertura.

Daniel Campione explica el concepto de revolución pasiva de Gramsci como un momento en el que «la clase dirigente se reagrupa y reorganiza, produce reformas, reacomoda su ‘visión del mundo’, le da un lugar a clases que vienen de formaciones sociales anteriores en el nuevo equilibrio de fuerzas, para lograr un afianzamiento en su posición dirigente, que a su vez aleje las posibilidades de una revolución ‘desde abajo’». Sin ánimo de reducir la potencialidad del concepto de «revolución pasiva» a esta breve definición, sí que es una referencia útil para analizar lo que está ocurriendo en los últimos meses en Euskadi.

La alternativa social y política ha protagonizado una primera fase con vocación de desafiar la hegemonía política existente, pero no ha sido capaz de desbordarla. En todo caso, la pugna ha tenido mayor calado del imaginado nunca por las fuerzas tradicionales vascas. En nuestra tierra la hegemonía ha sido monopolizada históricamente por el PNV, un partido que garantiza en buena medida el orden institucional no solo aquí sino también en el Estado. Una hegemonía –hay que reconocerlo– que hasta ahora nunca ha estado en cuestión, ni por Podemos-Unidos Podemos (a pesar de las victorias en las generales de 2015 y 2016), ni por la izquierda abertzale con sus diferentes estrategias, ni por el fallido asalto constitucionalista de 2001, ni por la frustrante lehendakaritza de Patxi López. Esto, lejos de significar que no es posible, únicamente señala que el camino que tenemos que emprender es inédito.

Lo interesante de la fase política que se está abriendo en Euskadi y que identifico como un intento de cierre por arriba, es que se produce no ante una situación de emergencia o desesperada para las élites, sino como un intento por anticiparse a una crisis orgánica o de autoridad –siguiendo la referencia gramsciana– para la que, sin duda alguna, hay bases objetivas en el oasis vasco. Un intento por anticiparse que revela dos cosas: la primera, en negativo, que las élites mantienen intacta su capacidad de iniciativa política y de reacción; la segunda, en positivo, que realmente perciben el riesgo aunque sea potencial o latente.

A la vista de los principales hitos de los últimos meses, pareciera que la explicación de Campione, más que una definición académica, es el plan seguido por el PNV y sus aliados. Los pactos con el PP y el PSE son, respectivamente, la constatación de esa reagrupación de las élites dirigentes de Ajuria Enea y Moncloa, y la asignación de un lugar a sectores que vienen de formaciones sociales anteriores. En ambos casos con una clara finalidad del PNV por afianzarse en su posición dirigente, pero en el caso del PSE, con una segunda función, porque si bien el pacto con ellos no aporta una mayoría parlamentaria suficiente al Gobierno vasco, sí imposibilita la suma de una mayoría alternativa. Este no es un hecho cualquiera. En toda “revolución pasiva” se pone casi el mismo empeño en no dejar hacer que en la propia iniciativa. Así se ha visto en la lectura del PNV de la reciente moción de censura a Mariano Rajoy. Su “no hay alternativa” funciona como expresión de un deseo, no como constatación de la realidad. El PNV se ha vuelto especialista en pronunciar estas palabras con alivio y no es casual que esta fase de negación del cambio coincida con la primera mayoría parlamentaria progresista desde 1986 en Euskadi, la cual no existiría sin la irrupción de Elkarrekin Podemos.

Si el primer hito, imprescindible, del cierre por arriba era precisamente cerrar el paso a la posibilidad de otras geometrías políticas, el segundo ha sido mostrar la funcionalidad de las fuerzas políticas convencionales ofreciendo, frente a la incertidumbre actual, una serie de pactos de «estabilidad» en Bilbao, Gasteiz y Madrid. Unos pactos con un nítido carácter de legislatura, con compromisos plurianuales que –mérito del PP– precisan de apoyos sostenidos del PNV. En parte es así como se entiende el ofrecimiento de Aitor Esteban para acordar ya los presupuestos de 2018. Pero no únicamente. Es evidente que el PNV, su autoproclamada utilidad como defensores de unos malentendidos intereses de Euskadi, solo es posible en un sistema de bipartidismo imperfecto en el que sus votos son la llave en el Congreso. De ahí su clara apuesta –su necesidad– por cerrar la puerta a cualquier proceso de cambio político y social, en Euskadi y en el Estado.

Pero además son pactos que no se circunscriben solo a un intercambio de estabilidad entre los respectivos gobiernos para una legislatura, sino que, en el caso que nos ocupa de las élites vascas, tienen vocación de producir reformas con vistas a un reacomodo de su visión de la realidad vasca. El primer ejemplo lo tenemos con la reforma de la Renta de Garantía de Ingresos (RGI) en la que lo que parecía imposible se ha hecho realidad: un acuerdo entre fuerzas como son PP, PNV y PSE, que se suponen antagónicas en el tradicional reparto simbólico de posiciones.

No obstante, la relevancia de la reforma de la RGI no está tanto en las modificaciones de cuantías, requisitos de acceso o gestión de la prestación, que la tienen; está en lo que representa como nueva forma de entender tanto uno de los pilares del sistema vasco de protección social como el propio sistema en su conjunto. Un conjunto, un sistema, que se estima suficiente en comparación con el resto del Estado, que no con otras referencias europeas. Suficiente a pesar de una cronificada realidad de pobreza y de creciente desigualdad social. Un sistema que, lejos de orientarse hacia su mejora tanto en nuevas prestaciones como en el carácter subjetivo del derecho a estas, está centrado en su ajuste a la baja en claves de sostenibilidad financiera. Una sostenibilidad financiera desconectada de la fiscalidad, desconectada de cualquier alternativa de elevar la presión fiscal de grandes fortunas o de empresas con beneficios, a pesar de que el propio Azpiazu, consejero de Economía, reconoce que están por debajo de la media estatal. Pero hay otro elemento más que acompaña este ajuste soft y a la baja –que ciertamente en el estado ha sido un shock en forma de recortes duros– y que por ser de carácter discursivo no es menor. Se trata de la focalización de los problemas de sostenibilidad en el supuesto fraude de las ayudas sociales. No se trata de un elemento menor, en tanto en cuanto busca, en esta nueva fase del ciclo político de cierre por arriba, redirigir la dinámica arriba/abajo hacia otra abajo/más abajo. Es decir, un enfrentamiento entre los que tienen poco con los que tienen menos aún destinado a socavar las posibilidades del cambio político rompiendo el espíritu de escisión de su base social, esto es, la posibilidad de construir un ‘nosotros’, una identidad compartida por las clases subalternas, frente a un ‘ellos’ de las élites.

Esta concatenación de hechos que no se limita a la RGI ni mucho menos, está teniendo su correlato en otros servicios públicos y se extenderá a otros derechos sociales y políticas económicas, configurando una nueva visión de la realidad socioeconómica de Euskadi bajo lógicas mucho más neoliberales, más centradas en el mercado, en la competitividad y en el fomento de la responsabilidad individual. Parece real la tentación de las fuerzas hegemónicas de desplazar el paradigma de referencia rebajando las expectativas ciudadanas de igualdad de oportunidades, justicia social o redistribución de la riqueza desde un estado de bienestar –que hasta ahora se decía querer completar– hacia otro en el que se contempla únicamente el «parcheo» de los defectos de un mercado al que no se pueden poner trabas para que pueda ser competitivo en un contexto global. Es decir, dirigen el modelo socioeconómico vasco hacia uno más parecido a una economía social de mercado, aprovechando las propias reformas que llegan desde Madrid, pero también el propio marco competencial del que disponen las instituciones vascas. Un nuevo paradigma que no choca con el perfil democristiano y social del que presume Urkullu y que no es novedoso en el PNV, pues ya asistimos a una deriva similar en la década de los noventa.

Asimismo, estas nuevas políticas de alianzas –insospechadas para una buena parte de la ciudadanía vasca– y la revisión del modelo de desarrollo socioeconómico no son los únicos elementos que configuran este momento político. Hay dos piezas más: el proceso de construcción de paz y la actualización del autogobierno.

Nadie puede ni debe dudar de que el proceso de construcción de paz es una apuesta sincera en favor de un sueño largamente deseado por la inmensa mayoría de la sociedad vasca. Una justa esperanza que es la base democrática imprescindible para todo proyecto político, tanto para el del PNV-PP-PSE como el de Elkarrekin Podemos. Por lo tanto no solo no es objetable ni política ni éticamente, sino algo que debemos preservar, cuidar y empujar. Porque aunque hoy es un elemento que acompaña ese cierre por arriba dándole visos de ser integral, también lo es que es igualmente compatible con un proceso de apertura por abajo.

Consideración distinta merece, sin embargo, una actualización del autogobierno que, en principio, se quiere materializar a toda velocidad en un nuevo estatuto. Un estatuto que está planteado en términos de hacer algún reconocimiento de carácter nacional en el preámbulo, al tiempo que se logra alguna competencia más o el blindaje de alguna de las ya existentes en un marco de bilateralidad. El nuevo estatuto, de llevarse a cabo en estos términos, no dibuja un nuevo horizonte político compartido por una amplia mayoría plural y transversal. Se trata de un ajuste a la medida de su impulsor, el PNV, fácilmente digerible por PP y PSE a pesar de sus aparentes reticencias y que busca cimentar durante un largo período de tiempo el actual estado de las cosas, especialmente en lo relativo a la arquitectura institucional interna vasca. En este proceso de reforma estatutaria la participación ciudadana quedará relegada a una consulta o a algún proceso participativo testimonial. La reforma empieza y termina en sede parlamentaria sin visos de que pueda ser algo diferente a lo que la mayoría parlamentaria existente ya tiene prefijado. Sin visos, en definitiva, de que estemos ante una renovación del pacto social.

El conjunto de todos estos elementos (impedir una mayoría alternativa progresista, pacto de estabilidad y de legislatura con el PP, redefinición del modelo socioeconómico, proceso de construcción de paz y nuevo estatuto de autonomía) configuraría un proceso que va mucho más allá de un mero cierre por arriba de la fase anterior del ciclo político. Más bien define todo un proceso perpetuante frente a los procesos constituyentes que se han acariciado por las fuerzas de cambio. Esa lógica perpetuante vuelve a ser totalmente congruente con la descripción con que comenzaba sobre la revolución pasiva. Las pérdidas de legitimidad que le han podido acarrear al PNV los pactos con el PP se compensan, sin embargo, al ganar la continuidad de su liderazgo del país durante un largo periodo de tiempo. Este conjunto de acciones, en resumen, dibuja un país a su imagen y semejanza, un país esculpido a su medida.

Frente a esta realidad, por el momento, el resto de fuerzas políticas progresistas o bien no están haciendo este diagnóstico o bien participan de él. Nuestra irrupción ha redefinido el reparto simbólico de posiciones dentro de la izquierda de este país. No es solo que el PSE en su histórico papel de muleta del nacionalismo gobernante esté más desdibujado e hipotecado que nunca, es que la propia izquierda abertzale está dando muestras de una profunda desorientación. Su reiterado intento por alcanzar acuerdos a la baja con el PNV –compitiendo en ello con PSE y PP– a pesar de ser rechazados una y otra vez por el PNV, la priorización expresa de lo nacional frente a lo social o, incluso, la emulación fallida de estrategias y lenguajes propios de Podemos están señalando su dificultad para adaptarse tanto a la actual como a la anterior fase del ciclo político. Una nueva fase también parlamentaria en la que, a pesar de no haber tenido su correlato en los medios de comunicación, se ha empezado a ver superada como principal fuerza opositora y de transformación social. Estos son hechos que, de momento, no se transforman en votos o intención de voto en sondeos, pero que no por ello son menos importantes en el análisis político.

Para finalizar, no se trata solamente de señalar el riesgo real de que se cierre definitivamente y desde arriba la ventana de oportunidad para el cambio político y social, sino, y sobre todo, de enfatizar la oportunidad que abre ese mismo proceso de cierre. Este intento de cierre desde arriba nos permite reposicionarnos y reposicionar al adversario en una renovada y más eficaz estrategia política. Así, un adecuado análisis de este intento de cierre o de revolución pasiva y la consiguiente y necesaria contrarréplica que tenemos que articular desde abajo, tienen la potencialidad de devolvernos la iniciativa y el protagonismo en una tercera y nueva fase del ciclo político.

Será precisamente de la capacidad que las fuerzas que impulsan el cambio político y social tengan de adaptar sus estrategias a este nuevo contexto político, de lo que dependen las posibilidades de éxito de este cambio, alejando el riesgo, entre muchos otros pero muy especialmente, de conformismo, renuncia a la disputa por la hegemonía o subalternidad respecto a otros agentes políticos.

* Sergio Campo es responsable de discurso de Podemos Euskadi.

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