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Esa isla llamada Utopía
"Lo que se olvida es que muchas distopías son utopías que salieron mal, o quizá sería mejor decir, utopías realizadas, culminadas, estancadas. Por eso, la única que merece la pena es aquella que no se ha conseguido".
La utopía es una isla, la distopía es el mundo. Si la distopía fuese una isla, la gente podría huir fácilmente de ella, por lo que habría espacio para la esperanza. Pero lo distópico no admite más esperanza que la de encontrar un refugio provisional de la catástrofe –isla, subterráneo o bosque-, con mucha suerte escapar a otro planeta.
La utopía es una isla física o metafórica, siempre de difícil acceso. Nos separan de ella un estrecho imposible de atravesar, una selva y montañas inexpugnables, murallas construidas por titanes. La utopía debe protegerse porque lo propio del ser humano es la destrucción, y la utopía genera el deseo de aplastarla como un hormiguero bajo las botas de un niño. ¿Cómo se atreven a ser felices? ¿Quiénes se han creído para pretender escapar a la lógica de la explotación, de inquisiciones, de impuestos nada revolucionarios? El que vive en la utopía debe cuidarse de quien procede del exterior: las naves que llegan a Anarres son rigurosamente vigiladas y el tráfico con otros planetas mantenido al mínimo; quienes navegan a la Nueva Atlántida deben ser primero cuestionados y después sometidos a cuarentena; y las pacíficas amazonas de Her-Land saben la amenaza que supone la llegada de extranjeros, en particular si son hombres: intuyen que los hombres no pueden soportar la autosuficiencia de esa sociedad de mujeres; en lugar de admirarla, prefieren derribarla.
Pero quien construye un muro hacia el exterior enclaustra a aquellos a los que protege. La utopía siempre exigió la homogeneidad dentro del recinto, aceptación plena de las normas. La perfección exige que no haya disidencia ni disonancia, y, sobre todo, que no haya cambio, porque todo cambio desde la perfección solo puede ser a peor. Instaurado el gobierno virtuoso, garantizado el bienestar –al menos, el mayor bienestar posible en el mundo real-, una vez que la ley contemple todos los delitos, ¿qué queda sino la sumisión? El destino de lo utópico es el autoritarismo.
La utopía encierra, congela, limita, ordena (en sus dos acepciones principales). La preocupación por la libertad del habitante de Utopía empujó a pensar en cómo romper la maldición de la armonía y devolver al individuo la posibilidad de movimiento y desarrollo. La solución parecía obvia: frente a la isla, el archipiélago. “Un archipiélago de islas autónomas alrededor del globo, conectadas por una infraestructura compartida, donde es un derecho inalienable de todos los habitantes de cada isla abandonar su hogar y emigrar”. (Yona Friedman: Utopies réalisables).
Un conjunto de islas, de mundos, entre los que poder moverse: cuando la propia utopía nos asfixia deberíamos ser capaces de desplazarnos a otro lugar, quizá a aquel que colma las necesidades imposibles de satisfacer en casa. Arquitectos y urbanistas llegaron hace tiempo a esa solución: no la ciudad ideal para todos, sino una pléyade de ciudades casi ideales, cada una con sus prioridades y sus propios diseños, y con multitud de puentes entre ellas. De cualquier manera, la macrociudad máquina, pensada al menos desde los años veinte del siglo pasado, había revelado ya sus límites y se había vuelto pesadilla: el funcionamiento sin roces ni traqueteos no da la felicidad; muchas de las ciudades modelo construidas para los trabajadores fueron abandonadas o destruidas, su orden perfecto de lo racional no supo resistir el empuje de lo orgánico, y mucho menos al de las emociones; nadie quiere habitar el hogar perfecto, que se vuelve otra forma de dictadura al obligarnos a vivir de forma prediseñada para nosotros. Y al final toda gran ciudad se vuelve distópica: en Blade Runner, en películas de anime como Akira, en los Estados policiales pensados en la segunda mitad del siglo XX. Morris ya había previsto que la utopía solo podía darse en pequeñas comunidades. Y también Skinner, en Walden Dos revisitado (1976), mucho antes de la eclosión de Internet, afirmaba la necesidad de abandonar la gran ciudad, pues las sociedades perfectas como las que él había escrito solo podían darse en pequeñas comunidades solidarias y con la mejora de los transportes ya no estábamos obligados a vivir cerca de ningún centro (y menos hoy, en la época de las llamadas autopistas de la información).
Pero hay quien sigue prefiriendo perderse en el bosque o laberinto de la gran ciudad. Pueblo chico, infierno grande. El control social en esas pequeñas comunidades biempensantes puede también oprimir el ánimo. Salir; arriesgar; buscar: verbos tan necesarios como conservar, proteger, ayudar. Incluso Bellamy, en su Estado bonachonamente totalitario de Mirando atrás, proponía la libertad de circulación y de establecimiento entre distintos países, aderezada de una solución ejemplar, que espantaría hoy al llamado mundo occidental: si un ciudadano joven y saludable emigraba a un país, éste debía pagar una compensación al de origen, pues recibía a alguien capaz de trabajar y de producir beneficios a la sociedad de acogida; si, por el contrario, era un enfermo o anciano el que emigraba, sería el país de origen el obligado a compensar al de destino por los gastos que sin duda produciría el recién llegado. (Es decir, España recibiría sumas ingentes de dinero por todos los jubilados alemanes y británicos que vienen a vivir a nuestras costas, y por otro lado tendría que pagar muchos millones a países como Senegal o Ghana, que nos aportan cada año miles de jóvenes sanos y robustos). Todo tiene que estar previsto y calculado en la utopía, isla o archipiélago, Estado Mundial o confederación de naciones. Por eso todas las utopías hacen una descripción detallada de los mecanismos que las mantienen vivas.
Lo que se olvida es que muchas distopías son utopías que salieron mal, o quizá sería mejor decir, utopías realizadas, culminadas, estancadas. Por eso, la única que merece la pena es aquella que no se ha conseguido; más que de isla utópica habría que hablar de viaje utópico.
En Beaubourg, Albert de Meister propone una utopía de ese tipo. Nos encontramos en París, y debajo de los adoquines no está la playa sino un mundo subterráneo que se va construyendo poco a poco, justo bajo ese monumento obsoleto de la modernidad, el Centro Pompidou, un buen ejemplo de cómo las visiones futuristas pueden volverse herrumbrosos fantasmas. La utopía que se nos propone está incompleta: el narrador hace recuento de todos los problemas que van surgiendo, los enfrentamientos, las dificultades para, a pesar de todo, no perder de vista el objetivo, que es una sociedad libre. Para ello no se aíslan, sino que son permeables; cualquiera puede entrar y salir, tomar lo que desea; claro que hay robos, pero los robos no importan si no existe la propiedad, ni privada ni común; si alguien prefiere trabajar o dedicarse al ocio es cosa suya. Tampoco pretenden la revolución, solo quitarse de encima las presiones y las enfermedades de la sociedad contemporánea. No hay prohibiciones, ni jefes, ni normas, y el caos y las dificultades se aceptan como parte del proceso. El objetivo, en lugar del aislamiento utópico, es permitir el contacto para facilitar el contagio: que el mundo de los Tristes, los Oprimidos, los Programados, los Ocupados –cada vez que se menciona a los habitantes del exterior se les da un apelativo diferente- vaya absorbiendo algunas de las prácticas de Beaubourg. Y que vayan surgiendo nuevos Beaubourgs.
El acierto de esta novela inusual consiste en comprender que la utopía solo tiene sentido cuando no es más que una sombra, un eco, algo que no pretendemos ver con precisión, una premonición compartida. Se trata de perseguir la utopía mediante un sentido ético de los actos del presente, alejados del utilitarismo tecnocrático. Negar la lógica del éxito y del orden que domina nuestro mundo. La única utopía posible es la que acepta el riesgo de su propia destrucción con tal de no asumir la racionalidad y el sentido práctico que nos llevan a aceptar lo inaceptable. La utopía no tiene que ser una isla, sino un espacio por el que transitamos, una y otra vez.