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El amor a un padre que amó la justicia, la libertad y la República

Recordamos la historia de Timoteo Mendieta, cuyos restos han sido enterrados hoy en el cementerio civil de La Almudena, en Madrid.

Ascensión Mendieta. F. S.

Artículo publicado en #LaMarea50, a la venta aquí. Actualizado el 2 de julio de 2017

La familia de María Ibarra era de derechas. La familia de Timoteo Mendieta, de izquierdas. Ambos se casaron y la madre de María nunca más volvió a hablar a su hija. Estaban enamorados hasta el tuétano. Tuvieron tres hijas: Pepa, la mayor; Ascensión, la segunda y Paz, la tercera. Una cuarta, María, murió a los diez meses. También tuvieron cuatro hijos varones. La guerra, el hambre, la dictadura apretaban. Timoteo amaba a su mujer, a sus hijos, a la libertad y a la justicia. Y su amor por la República lo llevó a la muerte. Miembro de UGT, fue detenido y asesinado el 16 de noviembre de 1939. María le guardó luto hasta su muerte, en 1988. Nunca más volvió a reír, ni siquiera cuando el tío Paco, el marido de Paz, a la que le pusieron el nombre a conciencia, le cantaba en broma: «Tres, eran tres las hijas de Elena / Tres, eran tres y ninguna era buena». María se ponía de los nervios y todos los demás se partían de la risa. Ella no, nunca. Fue como si hubieran muerto juntos.

Cuando detuvieron a Timoteo, María se trasladó con sus siete hijos a vivir con su suegra a una habitación del puente de Vallecas, en Madrid. El pequeño dormía encima de la tapa de un baúl. Su madre nunca la ayudó. Fue su suegra, la madre de Timoteo, ese hombre de izquierdas que amaba amar, quien la trató como si fuera una hija. Timoteo le hizo prometer que nunca llevaría a sus hijas e hijos a verlo a la cárcel. Lo único que le pidió es lo que le dieron a ella cuando Timoteo ya no estaba: la foto con todos ellos en una latita. Hoy esa foto la guarda Ascensión, que tenía 12 años cuando mataron a su padre, que tiene 91 cuando al fin ha logrado enterrar sus restos, hallados en una fosa del cementerio de Guadalajara.

Después de la primera búsqueda fallida, a petición de la jueza argentina que investiga los crímenes del franquismo, Ascensión suspiró y dijo: «Qué le vamos a hacer, lo hemos intentado». A los diez minutos, hablando como con ella misma pero en voz alta, añadió algo que nunca antes había pronunciado: «Fui yo la que les abrió la puerta cuando lo vinieron a detener». Fue la expresión del pesado sufrimiento con el que ha cargado toda su vida. Ascensión y sus hermanas sintieron devoción por su padre, que nunca empezaba a comer sin haber repartido la comida a sus hijos. Uno de aquellos días de calamidades murió una niña en una familia donde no tenían ni para una caja de madera. Timoteo mandó a varios compañeros a su casa para que recogieran la bancada de la entrada y, con ella, construir la caja en la que introdujeron el cuerpo para ser enterrado con dignidad.

Sufría cada vez que veía a las niñas cargando cántaros de agua de la fuente para los ricos por un cachito de pan. Él prefería que sus hijos pasaran hambre antes de enfrentarse a aquella escena infame. «Mis hijas no van a trabajar para nadie», decía. Ascensión, que se hizo sastra, cuenta que su deseo era ponerles una panadería. Quién no lo podía querer. Quién pudo matarlo. Era solidario, justo y llevó su amor hasta sus últimas consecuencias. «Sin haberlo conocido, yo quiero muchísimo a mi abuelo. Y mira que yo quería a mi padre, pero como mi madre ha querido al suyo… eso es imposible», cuenta Chon Vargas Mendieta, cuyo testimonio ha permitido construir este relato. «Mi abuelo Timoteo fue un virtuoso del amor», concluye.

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