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Macron, las start-ups y el humo
"Una start-up, que no es más que el anglicismo para denominar a un tipo muy particular de empresa emergente, es la mayor idea como bomba de humo que a base de reportaje, opinión de experto y dato sesgado, se dibuja como la visión esperanzada que nos devolverá el paraíso perdido."
Recuerdo el principio de la década de los noventa como un tiempo especialmente confuso. Seguramente que iniciara mi adolescencia en ese momento contribuyó, de forma más que clara, a esta sensación. Lo curioso, me ha parecido siempre, es que el país, tras las esperanzas democráticas del 78, entró en una etapa parecida. Para conocer una época se pueden consultar sus hemerotecas, leer sus libros de historia o acudir a los documentales. Ahora, lo que realmente da medida de un tipo de sociedad es su televisión. Y a principios de los noventa, España, quedó fascinada con la llegada de las cadenas privadas en una orgía de colorines, aplausos y programas de variedades.
La televisión pública de la década anterior fue un ejemplo a seguir: criterio, riesgo y gusto artístico. Nada de eso importó. Lo hortera elevado a la máxima potencia nos fue traído por unos italianos con pocos escrúpulos, mucho dinero y una elegancia más que cuestionable. Hoy, casi ninguno de los programas de los noventa, admiten una revisión que no sea hecha desde lo irónico. No es que la cosa haya mejorado demasiado pero, de una extraña manera, hasta los desperdicios televisivos se sofistican para ir acordes al nivel de tolerancia y crítica del público. Bien, con la política ocurre algo muy parecido.
Si hay alguien que ha sido elegido para protagonizar nuestra etapa es el nuevo presidente de la República Francesa, Emmanuel Macron. La razón es sencilla, es la victoria electoral de un candidato pro-UE más importante desde que se inició la crisis hace ya casi diez años. Pero además, Macron, reúne una serie de cualidades que le hacen profundamente consustancial al ansia de seguridad reclamada por lo que parece una mayoría de votantes, unos modos sosegados, un cariz moderno y un discurso bastante cercano a los libros de autoayuda. Macron maneja, en esencia, los mismos presupuestos económicos que desembocaron en el desastre de 2008, más desregulación, más mercado y más capitalismo anfetaminado. Pero eso da igual, porque para eso está el sentido común, los asesores de imagen y la potencia discursiva de lo consensuado, para que las mentiras que aún están frescas en el pudridero vuelvan a la vida bajo una capa de chapa y pintura apresurada pero efectiva.
Macron quiere que Francia piense y se mueva como una start-up. Para qué queríamos más. Es evidente que nadie gana elecciones diciendo que su país se debe parecer a una industria en Bangladesh o a una mina de coltán africana, pero si dices start-up, a todo el mundo se le viene a la cabeza algo actual, algo así como unos chicos jóvenes en vaqueros teniendo ideas magníficas que les hacen ricos, que benefician al resto de la sociedad y que, además, son compatibles con acabar tu jornada laboral en una pista de skateboard después de haber participado en algún tipo de actividad filantrópica. Es la cuadratura del círculo, por enésima ocasión, en la que se puede ser capitalista y ser buena persona. Si los emprendedores han sido el eufemismo para enterrar en el imaginario colectivo el término de empresario, la start-up ha sido la pirueta óptima para vendernos que existe una nueva forma de hacer las cosas en el ámbito de la empresa y lo laboral.
Una start-up, que no es más que el anglicismo para denominar a un tipo muy particular de empresa emergente, es la mayor idea como bomba de humo que a base de reportaje, opinión de experto y dato sesgado, se dibuja como la visión esperanzada que nos devolverá el paraíso perdido. Las empresas emergentes son como la primitiva para los inversores aburridos, a los que les sobra el dinero y les falta la aventura. Son algo, más o menos intangible, basado en una idea de negocio, es decir, en una especulación del concepto de creatividad, que es lo que queda cuando la economía real está atenazada por la financiera y el tejido productivo material languidece en las periferias del centro de los países desarrollados. O dicho de otro modo, como montar una fábrica de coches o una empresa de fabricación de ventiladores es caro, costoso y poco competitivo, tengamos ideas, hablemos, compartamos nuestras experiencias y visiones de futuro a ver si, en una de estas, damos con la fuente de la eterna juventud.
¿Quién es el complemento perfecto para esta fantasmagoría? Lo tecnológico. No me entiendan mal. No el ensamblaje de teléfonos móviles por miles de manos mal pagadas que lo mismo un día se revuelven y te montan una huelga, lo tecnológico también como algo intangible y, a menudo, como inútil necesidad creada a un tipo de consumidor sin demasiados recursos pero abundante, es decir, el proletariado precarizado de los países occidentales. Nada de investigación en nuevos motores, energías renovables o materiales de construcción inteligentes, sino aplicaciones para móviles centradas en una falsa economía colaborativa que mercantiliza cualquier aspecto de nuestro tiempo libre.
Ahora al finalizar nuestros trabajos mal pagados podemos seguir trabajando haciendo portes para una multinacional de la distribución, realquilando la habitación sobrante del pisito de sesenta metros cuadrados o vendiendo basura inútil que compramos cuando pensamos que los magníficos sueldos de mil euros iban a durar para siempre. Es cierto que, además de esto, existen otros campos en los que emprender y situar tu empresa emergente, la mayoría de ellos tan útiles como el vino de colores con escamas de oro, la negociación en bolsa ayudados del algoritmo del vasito o la búsqueda rápida de decorados para bodas. Servilletas con forma de cisne. Todo bien.
Las start-ups necesitan de eso llamado capital riesgo, fondos que buscan una inversión mínima, una estructura de costes rácana y unas ganancias exponenciales. Esto casi nunca ocurre, pero puede suceder. Quizá si la nueva empresa sobrevive más allá de dos años, alcanza una masa crítica de usuarios y sus creadores trabajan menos de 12’5 horas al día, que al parecer son los criterios utilizados para dar carta de realidad a la idea. Una bicoca. Las start-ups no son un fenómeno único que se debe al ansia de emprendimiento de la gente. Son la consecuencia del destrozo del trabajo asalariado en sectores donde antes sus profesionales contaban con unas ciertas garantías de estabilidad. Eso y una formación que debe ser aprovechada de alguna forma tras tener una masa de empleados con conocimientos que ya no van a poder ser absorbidos por sus sectores tecnológico-creativos.
Así, los jóvenes profesionales de clase media que hace diez años cobraban un buen sueldo en una empresa de publicidad, por ejemplo, hoy pagan por utilizar un espacio de trabajo, con la esperanza de encontrar un inversor y vender, tras horas de autoexplotación descarnada, su idea revolucionaria a esa misma empresa donde trabajaban. A mí me parece una estafa vital entre muebles de diseño, cafés con sabor a vainilla y sofás vintage, pero no me hagan demasiado caso.
Las start-ups, esta nueva esperanza para sacarnos a todos de pobres, movieron en España en 2016 una inversión de tan sólo 500 millones de euros. Según el informe Spanish startup ecosystem overview -los anglicismos son siempre la manera de sofisticar aquello que por sí mismo carece de cuerpo- en España hay unas 2600 de estas nuevas empresas, perdón, proyectos. Situados además, territorialmente, la mayoría de ellos en Barcelona (28’4%) y Madrid (27’1%). Es decir, el gran plan de los (re)nuevos liberales como Macron o su diminuto presunto amigo Albert Rivera, es poco más que una entelequia que mueve escaso dinero, vale para emplear a poquísima gente y lo hace en partes muy concretas del territorio. Eso si pensamos en términos de economía real, de bienestar generalizado o de presente inmediato viable. Si lo hacemos en términos de rédito electoral, de imagen, de empezar a vender la desregulación laboral ya no como un ataque, sino como una oportunidad, quizá sí podamos hablar de éxito.
Macron, Rivera, las start-ups y los cafés con sabor a vainilla serán como la televisión de los noventa de la que les hablaba al principio. Algo de lo que apartaremos la vista, con pudor y sonrojo, dentro de veinte años, seguramente, eso sí, cuando seamos todos ya unidades de emprendimiento independientes y estemos, felices y satisfechos, con la nueva fantasía que nos den de comer por entonces. Desarrollamos sentido crítico, el problema es que lo hacemos demasiado tarde.