Opinión | OTRAS NOTICIAS
Juan Goytisolo en Sarajevo
"Nunca vi llorar a Juan pero sé que las lágrimas corroían su conciencia. Nunca lo vi quejarse y todavía recuerdo lo triste que se sintió cuando abandonó la ciudad al final de su periplo. Todavía guardo en mi casa las placas de acero de su chaleco antibalas".
LA VALETA (MALTA) // Me enteré de la muerte de Juan Goytisolo mientras documentaba el salvamento de 389 náufragos realizado por los voluntarios de Proactiva Open Arms frente a las costas libias en el Mediterráneo central y escribo este texto una semana después mientras viajamos a Sicilia en el barco Golfo Azzurro con 497 refugiados subsaharianos y un egipcio rescatados ayer de botes de goma a la deriva. Estoy seguro que el gran escritor español hubiera querido estar aquí viendo con sus propios ojos el mayor drama europeo desde los conflictos de Bosnia y Kosovo. Siempre mostró su preocupación por la situación de los refugiados y se solidarizó con los seres humanos más vulnerables y golpeados por la violencia política o económica.
He querido dejar pasar una semana hasta que se impusiera de nuevo el silencio. La muerte de una personalidad produce un efecto llamada entre centenares de periodistas, críticos, tertulianos de proa o popa en el arco ideológico, que se sienten obligados a reflexionar en papel o en audio sobre lo humano y lo divino del finado. Quizá nunca leyeron su obra, o si la leyeron no la entendieron, quizá nunca les gustó su independencia ideológica o su pensamiento crítico. Pero escriben porque lo único que les interesa es participar en la gran hoguera de vanidades. Son especialistas en coleccionar textos sobre historias, sucesos y acontecimientos, dictadas por la moda del día, aunque sus opiniones no interesen a nadie.
Tengo que confesar que he sentido repugnancia por algún texto leído. Reputados aduladores de los poderosos y eficaces escribientes de obituarios oficialistas reconvertidos en críticos del carácter de un hombre íntegro que luchó por su autonomía y libertad y que no se dejó agasajar y amedrentar por la fanfarria cultural.
Conocí a Juan Goytisolo en junio de 1993 en Split (Croacia). El gran periodista Alfonso Armada, entonces en El País, había recibido el recado de irlo a buscar al aeropuerto de la ciudad adriática. Estábamos en Vitez, un enclave croata-católico, y nuestro principal objetivo aquellos días era recuperar el coche que nos habían robado a punta de Kalasnikov, y, de paso, todas mis cámaras que se habían quedado en la parte trasera del vehículo.
Juan Goytisolo quería ir a Sarajevo para enfrentarse en primera persona a los dramáticos acontecimientos que allí se desarrollaban desde hacía más de un año y publicar sus reflexiones dos meses después en forma de serial en una quincena de diarios de todo el mundo. La escritora y ensayista Susan Sontag había hecho un llamado personal a centenares de intelectuales y escritores estadounidenses y europeos para que acudiesen a Sarajevo a denunciar el drama que sufría su población. Ella misma pasó meses en la ciudad preparando una representación en serbo-croata de la obra teatral Esperando a Godot, de Samuel Beckett. Juan Goytisolo fue el único que aceptó el reto.
Juan Goytisolo y Susan Sontag. GERVASIO SÁNCHEZ
Lo primero que pensé es que tenía la misma edad que mi padre. Ambos habían nacido en enero de 1931 y se llevaban cuatro días. Me parecía inimaginable que un hombre de 62 años se atreviese a dejar la comodidad de París y Marrakech y se arriesgase a morir por contar en directo la violencia diaria en una ciudad cercada. Aquella noche nos dimos un gran banquete en un restaurante de pescado y marisco regado con un buen vino montenegrino. Llevábamos dos semanas comiendo el rancho militar de los británicos y nos quedaban por delante otras dos semanas en Sarajevo. Nos sorprendió lo bien informado que Juan Goytisolo estaba. Durante los meses anteriores había leído decenas de reportajes, crónicas y artículos de opinión sobre aquel conflicto en diarios españoles, franceses, británicos y estadounidenses.
Nunca en mi vida profesional he visto a nadie, ni siquiera a periodistas de referencia, documentarse con tanta obsesión sobre una crisis como a Juan Goytisolo. Conocía los nombres de los periodistas y de los fotógrafos que cubrían aquel conflicto y mostraba una gran admiración por aquellos profesionales que estaban dispuestos a jugarse la vida por ejercer un periodismo sin aditivos. Hay que reconocer que la cobertura de la guerra de Bosnia ha sido una de las mejores de la historia del periodismo. Dos días después apareció cubierto con un chaleco antibalas prestado en el centro de prensa de la ONU de Sarajevo después de haber realizado un viaje peligroso en avión desde Split y atravesado una de las zonas más bombardeadas de la ciudad en un blindado del organismo internacional.
Su indignación era total. Ya definía lo que estaba pasando como memoricidio y denunciaba que Europa iba a pagar con creces su inanición en Bosnia. No entendía por qué los Estados europeos no frenaban los intensos bombardeos sobre Sarajevo y otras ciudades bosnias que ya duraban 14 meses. No entendía la pasividad de los intelectuales europeos ante la limpieza étnica generalizada, los campos de concentración y la violación masiva de mujeres y menores. No entendía por qué los ciudadanos miraban a otro lado.
Durante diez días entrevistó a decenas de cercados de todas las religiones y etnias, recorrió los lugares más simbólicos de la ciudad y se aventuró en zonas extremadamente peligrosas. Quería verlo todo con sus propios ojos. Me impresionó su entereza, su implicación y, sobre todo, su valentía. Las posibilidades de ser alcanzado por la carga de un proyectil o el disparo de un francotirador eran elevadas y él pasaba muchas horas en la calle. Puedo dar fe porque Alfonso Armada y yo lo acompañamos durante varias jornadas. Era edificante escucharle hablar con sus entrevistados, las preguntas que les hacía, la delicadeza y el respeto con que los trataba. Actuaba como un reportero puro. Creo que es uno de los escritores españoles que más se acerca a la forma de trabajar de los periodistas. Ha escrito extraordinarios seriales periodísticos en los diarios que más tarde se han convertido en libros inolvidables.
Como buen conocedor del oficio de contar aceptaba las sugerencias que se le hacían. Todavía recuerdo como si fuera hoy su encuentro con Gabriela Matz, una mujer católica que superaba los ochenta años, y que había decidido permanecer en Sarajevo a pesar de que su hermana vivía en Split. Creo que se enamoró de esa mujer, un personaje íntegro y transparente con un sentido del humor exquisito que se pasaba los días leyendo libros en serbo-croata y alemán, lengua que dominaba, un personaje ideal para contar la historia de los Balcanes.
Alma, su traductora de origen judío, un manojo de nervios con gran sagacidad para encontrar buenas historias en el fragor del día a día bajo las bombas, le acompañaba a todos los lugares que él quería conocer. En más de ocasión nos decía: “Venimos de una zona muy peligrosa y no me he podido negar”. Era imposible oponerse a los deseos del gran escritor. Goytisolo sufría todo aquel disparate y se quejaba amargamente. La muerte diaria de inocentes ante el cinismo y la ceguera de una Europa incapaz de movilizarse que ya empezaba a dar lecciones de pasividad ante el sufrimiento de inocentes. Hoy, en el Mediterráneo central, estoy seguro de que sentiría vergüenza de ser europeo al ver cómo el mar de su infancia se convierte diariamente en un ataúd de agua.
Vivíamos en el mismo hotel, desayunábamos, comíamos, cenábamos en la misma mesa. Aquella convivencia permitió conocer mucho mejor a un escritor heterodoxo e independiente que huía de los estereotipos. Un día me pidió que lo fotografiara al lado de un retrato de Jean Genet, su ídolo de juventud, al que conoció en París. Le mandé semanas después la fotografía y me lo agradeció muchas veces. Me alegra mucho que tomase la decisión de ser enterrado en el cementerio civil de la ciudad de Larache, cerca del gran escritor francés. La próxima vez que viaje a Marruecos podré visitar las tumbas de dos escritores que han dejado una gran huella en mí.
Nunca vi llorar a Juan pero sé que las lágrimas corroían su conciencia. Nunca lo vi quejarse y todavía recuerdo lo triste que se sintió cuando abandonó la ciudad al final de su periplo. Todavía guardo en mi casa las placas de acero de su chaleco antibalas. “Seguro que a ti te harán más falta que a mí”, me dijo con una sonrisa al entregármelas.
Tuve la suerte de ser uno de los primeros que leyó sus reflexiones a principios de agosto de 1993. Me llamaron de El País y me dijeron que me iban a mandar los textos capitulados para publicar durante nueve días (23 a 31 de agosto de 1993) en una quincena de medios de todo el mundo y me pidieron que seleccionase dos o tres fotos por capítulo. Suele pasar en verano. Los listos de los diarios están de vacaciones (se pelean por descansar en agosto) y los sustitutos, casi siempre con mejores actitudes que sus jefes, deciden lo que puede ser mejor para el diario. Alguien pensó que yo podía ser el mejor editor de mi propio trabajo fotográfico y darle a la edición gráfica una narrativa autónoma de los textos.
Más que ilustrar los textos explicar con imágenes lo que ocurría en Sarajevo para enriquecer el serial. Pasé varios días y noches sumergido en la lectura de los magníficos escritos de Juan y en la selección de las fotografías. Sus textos eran impecables. Había pequeñas erratas y alguna confusión de fechas que corrigió cuando se lo indiqué por teléfono. Había entendido perfectamente lo que significaba el cerco de Sarajevo: todo aquel que entraba en la ciudad se convertía en un cercado más y sentía el miedo correr por la nuca cuando se desplazaba por zonas batidas por francotiradores.
El Cuaderno de Sarajevo tuvo un gran éxito. Posiblemente, es uno de los mejores seriales publicados por la prensa en toda su historia. El País vendió los textos y las fotos a diarios europeos, latinoamericanos y árabes. Meses después se publicó como libro en País Aguilar, Círculo de Lectores y Suhrkamp (en alemán). Yo recibí un par de premios importantes por mi cobertura gráfica y el esfuerzo que dediqué a la edición gráfica fue el primer grano de lo que en diciembre de 1994, un año y medio más tarde, sería mi primer libro de fotografías titulado El Cerco de Sarajevo, con un prólogo del propio Juan Goytisolo y editado por la Editorial Complutense.
Juan me demostró su generosidad con creces. Era muy celoso de su intimidad y no le gustaba que se supiera las gestiones que solía hacer en privado para ayudar a tal o cual persona. Un año después me invitó a un seminario que él dirigió en los cursos de verano de El Escorial. Seleccionó media docena de escritores prestigiosos balcánicos, italianos y franceses y me pidió que participara con una exposición fotográfica de sesenta imágenes y buscó la financiación. Consiguió que la entonces ministra de Cultura socialista, Carmen Alborch, la inaugurara en la Casa de Cultura de El Escorial en julio de 1994.
Esas sesenta imágenes compusieron la base de mi exposición definitiva sobre el drama balcánico que se presentó el 10 de enero de 1995 en el Círculo de Bellas Artes de Madrid y que visitó varias ciudades españolas y el edificio de la Unesco en París. Los ciudadanos que visitaron la exposición no veían imágenes de una situación del pasado sino de un drama que seguía ocurriendo. Era impactante ver a muchas personas pasearse antes las fotografías con lágrimas en los ojos. Algunas personas abandonaban la sala ante la imposibilidad de digerir la desolación en el patio trasero de la Europa de Maastricht.
Juan Goytisolo volvió a Sarajevo a principios de 1994. El seis de enero de aquel año pasó su cumpleaños en la ciudad cercada. Lo celebramos con una botella de vino que un periodista consiguió en el mercado negro. Al día siguiente tuve que retratar a Nalena Skorupan, un bebé de 82 días, con la cara salpicada de metralla de un proyectil de cañón que había impactado en su casa y decapitado y matado a su tía que, en ese preciso instante, la estaba acunando. Mi amigo y gran fotógrafo Enric Marti consiguió fotografiarla antes de que muriese y mandar su fotografía a todos los diarios del mundo. En su oficina le enseñamos las fotografías a Juan Goytisolo y se quedó mudo. El cuerpecito de aquella criatura destrozada por la violencia de la guerra te obligaba a asirte a razones de peso para no desmoronarte en la cobertura de aquel matadero permanente y salir corriendo antes de convertirte en la siguiente víctima.
Lo primero que hago cuando voy a Sarajevo desde 1994 es poner unas flores en su tumba. Un día se lo conté a Juan y se emocionó. Me dijo que “los muertos nos amarran a nuestros recuerdos hasta el agotamiento emocional”. Mi suerte fue vivir una gran experiencia vital con el gran escritor recién fallecido. Aunque nos veíamos poco y hacía cinco años que no hablaba con él por teléfono mis recuerdos más emotivos siempre estarán vinculados con la cobertura del mayor incendio bélico europeo desde la Segunda Guerra Mundial.
Mucha gente habla de él pero pocos lo conocieron y menos lo entendieron. Descansa en paz, querido Juan. Sin tierra o a veces, de tierra ingrata.