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Amor propio

"Es verdad eso de que el amor es cosa de dos –o varios– casi tanto como que el amor siempre ha de empezar por uno mismo".

Se acercan a la caseta con paso lento, como no pudiendo ver todos los libros a la velocidad que debieran. Están en ese punto donde la ancianidad permite andar aunque está ya cerca de impedirlo. Ella lleva el pelo color oro, él completamente blanco. Ella se agarra a su bolso, él se sostiene sobre el bastón. Se deciden a coger un ejemplar, leen la contracubierta, curiosean entre las páginas como si la mancha de tinta les fuera a decir algo. Y ahí intervengo, porque los libros huérfanos de fama no se venden solos. Les explico lo del niño y la bruja sarda, lo de la precognición del corazón con forma de lobo negro, lo de la venganza contra los terratenientes y, según acabo, me fijo en que él no se ha enterado de nada porque lleva un audífono y no parece que cumpla muy bien sus funciones.

Ella lo sabe, le mira y le repite las palabras despacio, con la vocalización justa que a mí me falta por origen y premura. Me retiro a una distancia prudencial y hago como que no veo sin quitar ojo. Él asiente, como dando a entender que quiere comprar el libro, se echa mano a la cartera pero ella le para, le dice que se lo va a regalar para que luego se lo preste. Y él sonríe, como recordando algo que hizo muchas veces pero que dejó en suspenso hace tiempo, una de esas costumbres que, como el montar en bicicleta, nunca se olvidan. La mujer me paga, coge su bolsa y me da las gracias mientras que él sigue en un espacio compartido pero lejanísimo. Posiblemente no llevara cartera, posiblemente no sea capaz ya de leer, pero se marcha a su lado, contento, porque el fin último del gesto era ese, hacerle recordar aunque no pueda algo que hicieron juntos a lo largo de su vida. Quizá sea su última Feria, lo que es seguro es que tengo que contener el gesto y respirar hondo cuando se marchan.

En el cercanías, esta mañana, mientras que miro el móvil y en los cascos suena Heart of gold veo en el asiento contiguo a una chica de veinte y pocos. Se ha debido subir en Leganés o Zarzaquemada, mientras que yo estaba atento a la música del canadiense. Es morena, lleva ropa ancha y un arito en la nariz y va atenta como yo, como el resto del vagón, a la pantallita que lleva entre sus manos. Escribe rápido, con manos de roedor nervioso y, de vez en cuando, parece que sonríe. El tren llega a Villaverde y veo por los cristales cómo en el andén de enfrente alguien sale corriendo con la intención de llegar hasta donde estamos. Espero impaciente, deseando que el desconocido alcance su meta. Suena el aviso de cierre y las puertas se mueven con el sonido de la hidráulica de la Nostromo. Justo entonces llega el corredor de estación, exhausto, solo para ver cómo todo se pone en marcha y le deja atrás. Por unos momentos nuestras miradas se entrecruzan. La chica no se ha dado cuenta de nada y al llegar al túnel la intuición de sonrisa se ha convertido en una diáfana muestra de placer escrito. Mientras que manda la respuesta se muerde el labio inferior, anticipando lo que sucederá con quien se escribe los mensajes. Unos pierden los trenes, otros están a punto de cogerlos. A todos nos arrolla uno al menos una vez en la vida.

Hace unos días estaba sentado en una terraza esperando a un amigo, un pamplonés que conserva la seriedad norteña hasta que le sale la ironía de medio lado y ya no para. Una pareja en torno a los treinta sentada cerca, vestida como se supone que tienen que vestir los jóvenes profesionales que tapizan el centro de las grandes ciudades: sofisticación vista en Brooklyn hace diez años, distanciamiento de estrella del rock sin tener un disco en la estantería y zapatillas caras con la suela demasiado fina. Al poco una conversación sobre poner fin a la estancia, unos monosílabos, un billete sobre el platito con la cuenta que parecía pesar toneladas. El camarero, como ellos pero con brío, tardó en traer la nota un tiempo que se les hizo eterno, como si cada minuto juntos, en aquella terraza aquel sábado, en vez de ser la danza de exhibición que resultó un par de años atrás fuese una ceremonia consensuada del dejar pasar. No hubo un reproche, no habría esa noche una palabra más alta que otra. Les quedarán un par de años así, con alguna jornada de casual brillo que no servirá para mucho más que para mantener viva una ficción que ambos saben agotada hace mucho. Parece que confundimos el miedo a la soledad con el placer de la unión y dejamos a nuestras vidas en común agotarse como las velas a las que le falta cera, cuando la luz tintinea y apenas tiene fuerza para iluminarse a sí misma.

Llego a casa ya tarde, con reflejo de cena en las ventanas dibujando en los bloques caprichosas secuencias que marcan lo habitado. Una chica en el que fue mi portal, del que marché hace década y media, se despide del novio o de un chaval que aspira a serlo. Me fijo en ella y creo conocerla, porque se parece a la que debe ser su madre, vecina de piso y de generación. Cuando se abandona un lugar vivimos con la fantasía de que todo queda estático, perenne, congelado como el momento en que nos fuimos. Pero no, el tiempo pasa y todo reproduce las formas conocidas, cambiando los protagonistas pero dejando indemnes las formas, las costumbres. Cojo el ascensor que me vio pasar por mis épocas particulares, que me acompañó cuando los trayectos aún eran la mayoría futuros y las victorias imaginadas superaban con creces a las derrotas yacentes. Me miro al espejo y pienso en el día, en los que se consumen, en los que acabaron o están a punto de empezar, en los que aún son capaces de regalarse libros después de tanto. El espejo, en la parte de atrás de la cabina, me devuelve una imagen que reconozco a medias, no por el cansancio ni el pelo revuelto, sino por la pérdida de interés en casi todo lo que me ha hecho como soy. Es verdad eso de que el amor es cosa de dos –o varios– casi tanto como que el amor siempre ha de empezar por uno mismo.

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