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Yo soy yo y mis bioimplantes

"Quién soy yo sin mis traumas, sin mis heridas, con la conciencia de mi pasado alterada hasta un punto en el que no podría reconocerme en mi propia biografía.", reflexiona el autor.

Trinity Matrix graffiti . Foto: Flickr Duncan

Quién soy, si soy predecible. Dónde está mi libertad si Dios sabe que me voy a salvar o condenar. Esta pregunta me la hacía de niño; en el colegio me contaban que Dios lo sabía todo, también el porvenir. Porque para Dios el tiempo no existe. Es como si un ser venido del siglo próximo conociese de antemano tus decisiones aunque tú aún no las hayas tomado. A mí me parecía injusto que Dios me permitiese nacer si sabía que me iba a condenar (no se me pasaba por la cabeza que fuese a salvarme).

Quién soy yo, me pregunto ahora, si Amazon Go podrá crear un algoritmo para predecir mi comportamiento a partir de mis decisiones anteriores, a partir de lo que consumo, de lo que cojo en la estantería aunque después lo deje, de lo que miro. Amazon Go conocerá mis gustos, mis tendencias, incluso mi ideología. Mi depresión y mi euforia se volverán cuantificables y previsibles. En el patrón de consumo habrá ciclos, pero de todas maneras surgirá un algoritmo para predecirlos, y Dios, o Amazon Go, sabrán en todo momento quién soy.

Mi identidad se diluye cuando me vuelvo consumidor, mera acumulación de datos de compra. Es verdad que podría encerrarme en una celda analógica, pagar en metálico, comprar en mercados callejeros, ser yo, a solas; aunque el algoritmo toma nota, las agencias de seguridad registran que ahí se esconde un rebelde, un antisistema. Un egoísta (egotista se llama en el planeta Anarres a quienes piensan en sí mismos y no en el conjunto de la sociedad).

Pero basta una enfermedad para que mi resistencia se derrumbe. Entonces sí deseo beneficiarme de los avances de la ciencia. Así, nos advierte Zizek (Viviendo en el final de los tiempos), entra la dominación en nuestras casas: “La estrategia es siempre la misma: se presenta primero un invento como novedosa y brillante cura para una enfermedad (y así nadie puede oponerse a él) y después su uso se amplía a otros campos.” Zizek se refiere a proyectos de las agencias secretas de defensa de Estados Unidos para controlar a distancia los pensamientos y las emociones; también a las investigaciones para borrar memorias traumáticas (de guerras, de violaciones). ¿No sería un gran avance, liberarnos de nuestros traumas y heridas?

Volvamos al principio: quién soy yo sin mis traumas, sin mis heridas, con la conciencia de mi pasado alterada hasta un punto en el que no podría reconocerme en mi propia biografía.

Podríamos decir que no hay que echarse las manos a la cabeza, en principio; ya estamos acostumbrados a que nuestro cuerpo sobreviva o viva en mejores condiciones gracias a artefactos y órganos extraños: prótesis, bypass, marcapasos, células madre, sangre, hígado, corazón de donantes, incluso de animales, corazones mecánicos. Pero, salvo algún desequilibrado, nadie piensa que los aportes externos que mejoran el funcionamiento de mi cuerpo alteren mi identidad: el alma no reside en el corazón; da igual de qué fuente proceda la sangre que recorre mi cuerpo, es sólo sangre. Cualquier anciano, y no sólo anciano, está dispuesto a convertirse en cyborg si eso alarga o mejora su calidad de vida. Como hemos aceptado que nuestro cuerpo es una máquina, da igual el material con el que la reparemos.

Las dudas empiezan cuando abandonamos el ámbito de lo curativo y pasamos al de lo preventivo y, sobre todo, al de la biónica de refuerzo o crecimiento personal. Por partes: ¿nos parece lícito modificar el código genético para evitar a un bebé, a un embrión, la propensión a contraer ciertas enfermedades? ¿Por qué no? Si usamos la ciencia cuando la enfermedad se ha manifestado, parece razonable anticiparnos a ella. El siguiente paso es evidente: si resulta aceptable intervenir en los genes de un feto para evitarle enfermedades futuras, ¿por qué no ir más lejos e intervenir para mejorar su inteligencia y sus habilidades emocionales?

Sin embargo, la eugenesia genera enseguida asociaciones con distopías como Un mundo feliz, y suscita la desconfianza hacia quienes tomarían la decisión sobre qué rasgos deberán tener los nasciturus. La disyuntiva parece más fácil de resolver cuando un adulto decide libremente qué transformaciones permite en su cuerpo. Desde introducir en él chips que controlen su salud a conexiones neuronales a fuentes de información. El mundo de Matrix no está tan lejos: la fantasía (¿de verdad es sólo una fantasía?) de conectar nuestro cerebro a la nube, promete una ampliación casi al infinito de nuestras posibilidades de conocimiento. Todo ser humano, nos dicen, tiene derecho a convertirse en posthumano, esto es, a ampliar tanto sus capacidades con ayuda de la tecnología que su especie tendrá que definirse de otra forma.

Lo que no está claro es que un adulto vaya a tener siempre esa potestad sobre sí mismo. Hace años que la bioética viene ocupándose de la posibilidad de intervenir en los seres humanos, también sin su consentimiento, para favorecer en ellos un comportamiento ético (moral enhancement, en inglés). En un mundo en el que la catástrofe nuclear es una posibilidad nada lejana o en el que las decisiones económicas pueden llevar a la devastación del medio ambiente hasta el punto de poner en peligro la subsistencia de la especie (y Trump hace que las fantasías apocalípticas cobren nueva actualidad), parece razonable que, si se tienen los medios, se intervenga a la fuerza para dotar al ser humano de una moralidad superior. Y para quienes argumentan que las decisiones éticas pueden ser peligrosas por poco prácticas, ese refuerzo moral, nos dicen, debe incluir dos elementos fundamentales: la consideración de los resultados a largo plazo de las decisiones y, para evitar dictaduras ilustradas, el respeto por la autonomía y la libertad de los individuos. Una adaptación a los posthumanos de las leyes de la robótica asimovianas.

Aparte de que pueda o no apetecernos vivir en ese mundo posthumano, no queda más remedio que volver a las preguntas iniciales. Qué queda de mí cuando alguien altera mi conciencia, aunque sea con mi consentimiento. Dónde está mi identidad. Si ésta es una pregunta filosófica que puede parecer poco útil en la práctica, planteémoslo de otra manera: si la identidad deja de estar clara, es decir, si el yo no es un ser autónomo, si parte de lo que lo constituye procede de fuentes externas posiblemente patentadas, ¿a quién le pertenece mi cuerpo? ¿en qué porcentaje? ¿Y quién tiene derecho a los beneficios que reporten mis acciones? Pensemos que a los agricultores que usan simientes patentadas ni siquiera les está permitido volver a plantar las semillas de su cosecha –tienen que comprar nueva simiente cada año-; entonces parece lógico intuir que yo tampoco podré beneficiarme de mi realidad aumentada, de mis nuevos recursos biogenéticos. Porque yo perteneceré parcialmente a una empresa. Yo…, da igual, para ese momento es probable que la palabra “yo” haya dejado de tener sentido. El posthumano exige también un postlenguaje. Lo único que no es probable que cambie es la estructura económica de explotación.

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