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“Que la paz no nos cueste la vida”
"Son necesarias plenas garantías para defender los derechos humanos y para el ejercicio de la actividad política", escribe la periodista Ana Vicente Moreno desde Colombia.
ANA VICENTE MORENO // En los primeros cuatro meses de este año, más de 6.000 integrantes de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) se concentraron en 26 zonas de Colombia para desarmarse e iniciar su reincorporación a la vida civil. También se definió el programa de sustitución de cultivos de uso ilícito, se instaló la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad, se acordó el funcionamiento de la Jurisdicción Especial de Paz y se aprobaron el Estatuto de Oposición y la ley de amnistía para quienes no cometieron crímenes de guerra ni de lesa humanidad, lo que permitirá a las FARC participar en el Congreso.
Es paradójico que en esos mismos 120 días de camino normativo hacia la paz, en la Colombia rural y en el extrarradio de las grandes ciudades hayan crecido los asesinatos de quienes trabajan en su construcción. En su último informe, el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) ha registrado el homicidio de 51 defensores de derechos humanos, líderes sociales y políticos que trabajaban en favor de sus comunidades indígenas, campesinas y afrocolombianas; personas que luchaban contra la expropiación de su territorio por grandes proyectos económicos, y sobre todo, que apostaban por la construcción de la paz en su país.
El pasado 19 de abril, en la población de Timbío, horas después de salir de una reunión con funcionarios de la Unidad de Víctimas, en la que analizaron el proceso de reparación del cabildo indígena de Kitek Kiwe, fue asesinado (frente a su hijo de 11 años) Gerson Acosta. Era el gobernador de este cabildo creado en 2006 por los desplazados de la masacre del Naya, crimen atroz que se produjo entre el 10 y el 13 de abril de 2001: grupos paramilitares asesinaron arbitrariamente a decenas de personas, saquearon y destrozaron viviendas, torturaron a los pobladores que se encontraban a su paso y desplazaron a quienes sobrevivieron advirtiéndoles que debían abandonar la región. Acosta sufrió numerosas amenazas «por ser defensor de las víctimas de conflicto armado y por pedir resultados en la investigación para conocer los autores intelectuales de la masacre del Naya», según Edwin Humberto Guetio Collazos, una de las cinco autoridades del cabildo.
En esa misma semana, otros cinco líderes indígenas fueron asesinados en Colombia: Pedro Nel Pai Pascal, Jhonny Marcelo Cuajiboy Pascal y Ever Goyes, del pueblo Awá. Y los hermanos Anselmo y Dalmiro Cárdenas Victoria, indígenas Wounan. La Defensoría del Pueblo señaló que, entre enero de 2016 y el 1 de marzo de 2017, fueron asesinados 156 líderes sociales. ¿El motivo? Las víctimas representaban un peligro para «los intereses de élites y grupos de poder regionales que han manifestado su oposición a los acuerdos de paz y a las reformas y cambios que estos conllevan, especialmente en lo atinente a medidas de retorno, restitución y reparación en materia agraria».
Desde que inició el proceso de negociación, a mediados de 2012, organizaciones colombianas como el Programa Somos Defensores alertan de un constante incremento de agresiones en contra del movimiento social. Según sus informes anuales, entre 2012 y marzo de 2017, al menos 388 personas defensoras han sido asesinadas en el país. En el 95% de los casos no ha habido condenas y no se sabe si muchos avances en las investigaciones.
Para el Defensor del Pueblo, «estas violaciones a los derechos humanos son generalizadas al tener un número significativo de víctimas, pertenecientes a grupos de características semejantes, y sucedidas en un mismo periodo y espacio geográfico». Pero esta tesis no es la habitual en el discurso oficial de las autoridades colombianas, que opinan que estos asesinatos no son sistemáticos: «son casos aislados». Los ministros de Interior y Defensa, así como el Fiscal General, afirman que los homicidios se deben a dinámicas regionales y que nada tiene que ver con la actividad de defensa de los derechos humanos que estas personas ejercían.
Los altos funcionarios colombianas tratan de quitar la carga política que implican los homicidios de los líderes sociales. Aseguran que son consecuencia de riñas personales, venganzas o violencia general, crímenes comunes que tienen que ver con zonas de alta conflictividad por la coca o la minería ilegal, y no en relación a su trabajo de defensa a los derechos humanos. Los muestran como crímenes aislados en un país en el que cada año se asesinan a más de 12.000 personas (según datos de 2016). Pero lo cierto es que mientras en el último lustro Colombia ha ido reduciendo la tasa anual de homicidios (entre otros motivos por la desactivación del conflicto armado con las FARC), los asesinatos de personas defensoras aumentan. Esta postura estatal contrasta con la que generalmente defienden organismos como Naciones Unidas que indican que cuando una persona defensora es asesinada, se debe suponer que el delito está relacionado con su labor hasta que la justicia demuestre lo contrario.
El primer informe presentado por la Misión de Paz de la ONU en Colombia habla de que «un ejemplo concreto de los problemas a los que se enfrenta el país en su transición hacia la paz es que algunos grupos armados, paramilitares o de otro tipo, se mueven hacia zonas abandonadas por las FARC-EP, donde quizás puedan intentar establecer violentamente su control». Las propias FARC han alertado sobre la presencia de estos grupos cerca de las zonas de desmovilización, sobre el asesinato de dos guerrilleros amnistiados y de, al menos, siete familiares de otros miembros de la guerrilla. También denuncian las ofertas económicas que los paramilitares hacen a los guerrilleros desmovilizados para que vuelvan a tomar las armas.
El informe de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas señala al Estado y a los grupos paramilitares como los principales violadores de derechos humanos. Y según el Programa Somos Defensores, los grupos paramilitares fueron los responsables del 66% de las agresiones y del 55% de los asesinatos cometidos contra personas defensoras en 2016. Sin embargo, a pesar del riesgo y los llamados de atención, el gobierno no toma las medidas suficientes para luchar contra estas estructuras entre otras razones, porque considera que «no existen».
Ante esta situación, más de 50 representantes de la sociedad civil (entre académicos, activistas, defensores de derechos humanos y periodistas, entre otros) enviaron una carta al presidente Juan Manuel Santos, al vicepresidente, al fiscal general, y al ministro de Defensa en la que mostraron su preocupación «por la grave crisis de garantías para la participación política y el ejercicio de derechos, especialmente por parte de defensores de derechos humanos y activistas sociales». Y les recordaron que «el Estado tiene la obligación de garantizar la protección adecuada de ese liderazgo, no hacerlo constituye un delito deomisión y un desconocimiento a los principios rectores de la Constitución».
Garantías de seguridad
Ante las alertas de la comunidad internacional, Santos anunció el pasado 3 de mayo que el gobierno iba a tomar medidas para reforzar la protección a las personas defensoras y activistas políticos, prometió un proyecto de ley que de «más dientes a la justicia para perseguir y sancionar» a quienes les atacan, el fortalecimiento de la cooperación interinstitucional e internacional en materia de investigación y el combate a las «bandas criminales». El movimiento social teme que esto sea otra promesa que se quede en el aire o que no se implante.
En lo relativo a la lucha contra los ataques a personas defensoras, durante 2016 ya se anunció (sin que hasta la fecha haya resultados públicos) que la Fiscalía estaba acelerando su labor investigadora para esclarecer cada uno de los casos y determinar quiénes fueron los responsables. Asimismo, se prometió que miembros del Gobierno y la Fiscalía se reunirían cada semana en consejos de seguridad en los municipios más afectados; que se iba a crear una unidad especial para investigar los crímenes contra defensores de derechos humanos y líderes sociales y que en la Policía Nacional se constituiría otra unidad especial para perseguir estas «estructuras del crimen organizado».
Para Franklin Castañeda, presidente del Comité de Solidaridad con los Presos Políticos, «en el país es necesario ir más allá de las promesas, es necesario cumplirlas. Es urgente el respaldo público constante a la labor de las personas defensoras de derechos humanos junto con la no estigmatización de su trabajo. Es vital el desmantelamiento total de las estructuras paramilitares incluyendo sus apoyos políticos y económicos y sus vínculos, aún existentes, con funcionarios estatales, así como la depuración de las instituciones implicadas».
«Es crucial poner en marcha de manera inmediata la segunda misión de Naciones Unidas que tiene por objeto verificar las condiciones de reinserción y las garantías de seguridad de los incorporados y sus familiares pero también la situación de líderes y lideresas sociales», añade. En resumen, como claman las organizaciones, son necesarias plenas garantías para defender los derechos humanos y para el ejercicio de la actividad política. Para «¡que la paz no nos cueste la vida!».