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‘Los caballos de Dios’: los monstruos no existen

Esta novela nos adentra en la comprensión del terrorismo islámico teniendo en cuenta tanto la individualidad de la circunstancia como los contextos históricos, socioeconómicos y culturales en los que se fragua el radicalismo.

Escena de 'Los caballos de Dios'

Los caballos de Dios no es una primicia editorial pero trata de un tema muy vigente en nuestro presente más inmediato. Se publicó originalmente en francés en 2010 con el título Les Étoiles de Sidi Moumen (Las estrellas de Sidi Moumen). Poco después, en 2012, el director marroquí Nabil Ayouch llevó esta novela al cine. Fue traducida en 2015 al castellano para Alfaguara por María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego, y en mayo de 2016 alcanzó a su tercera edición.

Las caballos de Dios tiene como punto de partida los atentados de Casablanca (Marruecos) del 16 de mayo de 2003, en los que murieron 45 personas, entre ellos los 12 jóvenes que hicieron estallar las bombas que llevaban pegadas al cuerpo. Mientras acababa de leer esta novela, ocurrió el atentado de Manchester, en el que un muchacho de 22 años saltó por los aires matando a 22 personas, algunas mucho más jóvenes que él. Mi primera reacción al ver su fotografía fue preguntarme qué habría llevado a este chico, con aspecto de adolescente a medio hacer y la mirada triste, a cometer un acto así. Los caballos de Dios ofrece no tanto una respuesta —todavía me pregunto lo mismo—, sino una narrativa que ayuda a salir de esa imaginación enquistada que nos impide concebir al terrorista fuera del «arquetipo monstruo».

La novela está narrada por Yashin, un joven de 18 años que se acaba de inmolar en uno de los atentados suicidas de Casablanca. Nos cuenta su historia desde un más allá que nada tiene que ver con el prometido por el imán que le alistó en la yihad. No está en el paraíso rodeado de huríes, pero aun así no echa de menos «los puñeteros 18 años que me tocó vivir». Desde ahí, desde ese vacío en el que Yashin solo cuenta con su conciencia y su memoria, describe sus pocos años de vida en Sidi Moumen, un poblado de chabolas en torno a un vertedero en el que los jóvenes sobreviven escarbando en las basuras y en el que la violencia está normalizada.

Mahi Binebine ofrece un abanico de personajes de esta comunidad depauperada que, no por ser representativos, son planos. A través de la voz de Yashin, conocemos a los «muertos de hambre» que le acompañan en la vida y en la muerte: su hermano mayor Hamid, al que adora y al que sigue los pasos en el vertedero, en el equipo de fútbol «Las estrellas de Sidi Moumen» del que Yashin es portero, y después también en la yihad; Nabil, un joven hermoso y de rasgos femeninos, hijo de una prostituta y del que muchos abusan sexualmente, incluso sus amigos; Fuad, un chaval inestable enganchado al pegamento; Azzi, hijo de un padre abusivo que carga con un pasado traumático; Jalil, un recién llegado de la ciudad al que enseñan las normas de convivencia del vertedero a base de palizas.

En medio de la violencia y la miseria, Yashin y sus amigos encuentran en su equipo de fútbol un espacio donde demostrar el afecto. En este contexto en el que la brutalidad se salpica de vez en cuando con algo de amor y amistad aparece Abu Zubier, un hombre que comparte orígenes con los muchachos, también un pasado de vicios y violencia, pero que vuelve depurado para así ayudar a purificarlos a ellos, empezando por Hamid, el líder del grupo.

El proceso de conversión dura apenas dos años, pero dadas las condiciones en las que vive el grupo de amigos, resulta más que verosímil. Abu Zubier y los hombres barbudos que cada cierto tiempo les visitan consiguen trabajos para todos, envían alimentos y dinero a sus familias, les reconfortan cuando pasan momentos duros, les sacan de apuros con la ley. En pocas palabras, les ofrecen todo aquello que el Estado y la sociedad fuera del vertedero les ha negado y todo lo que los infieles occidentales (léase cristianos y judíos) les han arrebatado.

Algunos lectores igual encuentran esta trama predecible. Pero el interés de la novela no está tanto en ella —conocemos desde el principio el brutal desenlace— sino en la representación y elaboración que Binebine hace de la vida de este joven y su comunidad: el humus donde crecen muchos de esos jóvenes cuya fotografía observamos con una mezcla de pena, desconcierto y repulsión cada vez que se comete un atentado yihadista.

El autor intenta meterse en la cabeza de este muchacho de 18 años —sí, un terrorista, un asesino al fin y al cabo— una vez que el daño está hecho. Pero Binebine no se centra en el remordimiento, ni en el arrepentimiento ante el dolor causado —aunque haya momentos en el que se hable de él—, sino que a través del recuerdo de la vida del personaje indaga en todos aquellos aspectos que han podido llevarle a preferir su muerte y la de otros seres humanos a seguir viviendo. Y es en este intento de profundización tanto en la psique como en el contexto del que proviene el terrorista donde está la originalidad y el valor de esta novela.

Con un lenguaje a veces poético, a veces descarnado, el autor nos invita a abandonar interpretaciones simplistas del «terrorista islámico» (el «monstruo» o el «perdedor malvado» que diría Donald Trump), y a adentrarnos en la comprensión de este fenómeno teniendo en cuenta tanto la individualidad de la circunstancia como los contextos históricos, socioeconómicos y culturales en los que se fragua el radicalismo. Los caballos de Dios no justifica la acción del terrorista, sino que confronta, a través de la elaboración imaginativa y el conocimiento del contexto en el que surge esa acción, la pregunta que nos hacemos todos: ¿por qué?

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