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La batalla de Svalbard

El cambio climático está conquistando ya la Fortaleza de Svalbard, nuestra Bóveda Global de Semillas, diseñada para ser inexpugnable, recuerda el autor.

Entrada a la Bóveda Global de Semillas, en el archipiélago de Svalbard. Foto: NordGen/Dag Terje Filip Endresen

Volar a conferencias internacionales es parte de mi trabajo como investigador, pero desde hace un par de años trato de limitar mis vuelos. ¿Es que me da miedo el avión? Pues en cierto sentido, sí, me da miedo el avión, como me da miedo el coche, o la ternera. No temo que el avión se caiga, ni un accidente de coche, ni la enfermedad de las vacas locas. Lo que temo es no saber salirme del patrón de conducta irresponsable que hemos adoptado colectivamente, y que nos lleva a intensificar la catástrofe climática. Temo las consecuencias de seguir cerrando los ojos y pisando a fondo el acelerador, porque no vamos por buen camino.

Me dio un salto el corazón, el pasado 19 de mayo, el darme cuenta de que soy corresponsable de que el cambio climático esté conquistando ya la Fortaleza de Svalbard, nuestra Bóveda Global de Semillas que se diseñó para ser inexpugnable y resistente a catástrofes. Las temperaturas anormalmente altas de este invierno en el Ártico, combinadas con una temporada de lluvia en vez de la esperada temporada de nieve, han inundado el túnel de entrada de la fortaleza. No estaba previsto que pudiese ocurrir algo así: «Global warming will certainly diminish the utility of the permafrost cooling at the new seed-vault site, though the seeds will be stored so deep in the mountain that permafrost should persist there for some 200 years even in a worst-case climate-change scenario.».

El agua llama a la puerta de la copia de seguridad de los bancos de semillas de la Humanidad. Cerca de un millón de saquitos de semillas: muy poca cosa comparada con la biodiversidad que nos estamos cargando a diario y que nunca recuperaremos («Biodiversity: Frozen futures«, Nature, 2008). Pero, con sus limitaciones, son de lo mejor que tenemos, o digamos que eran de lo mejor que teníamos, esa colección de semillas y esa promesa de que nunca se perderían y de que podríamos recuperarnos de cualquier desastre a partir de ese tesoro.

Mantenemos nuestro tesoro de semillas tras un túnel de 125 metros, en una fortaleza en el permafrost, en una zona sin terremotos y a 130 metros sobre el nivel del mar. Hace 10 años nos parecía a prueba de todo («A ‘Forever’ Seed Bank Takes Root in the Arctic«, Science, 2006). Por si os lo preguntáis: también, claro, nos parecía a prueba de las consecuencias a largo plazo del cambio climático: la elevación la ponía a salvo del crecimiento de las aguas. Hace unos días nos hemos empezado a dar cuenta de que nos quedamos muy cortos con nuestras precauciones. Nos cuesta admitir lo precaria que es la situación. Nos cuesta concebir que hay que cambiar el rumbo.

Seguimos cerrando los ojos al daño que hacen nuestras políticas a corto plazo y nuestro actual estilo de vida a nuestros bienes colectivos, a nuestra casa común. Cerramos los ojos a lo que las decisiones de hoy supondrán para las políticas que se nos impondrán en el futuro, para el estilo de vida que nos veremos forzados a adoptar dentro de unos pocos años. No queremos darnos cuenta de hasta qué punto el mañana depende del hoy. Claro que da miedo abrir los ojos a esta realidad y darnos cuenta de que el avión, el coche o el filete de ternera que hoy forman parte de la vida «normal» son en realidad comportamientos autodestructivos, con fecha de caducidad inminente. Claro que es duro confrontar la ideología de quienes nos gobiernan, según la cual el crecimiento perpetuo es indiscutible y el egoísmo individual nos llevará al bien común. Pero es necesario.

Como afirma Andreu Escrivá Encara no és tard. Todavía hay tiempo. En cada pequeña decisión cotidiana, en cada gran decisión política, podemos abrir los ojos a las consecuencias de nuestros actos, y pisar el freno para cambiar el rumbo, o podemos cerrarlos y seguir pisando el acelerador. Excusas no faltan para mantener los ojos cerrados. Excusas nunca faltan. Pero cuanto antes rectifiquemos, mejor. Porque urge una conversación permanente, colectiva e informada sobre cómo volver al rango de temperaturas habitual en el que hemos vivido desde que inventamos la agricultura.

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