Opinión
El CETA y la nueva vieja globalización
"El mensaje que trasladará España cuando ratifique este simbólico tratado es que prefiere prescindir de los parámetros sociales existentes, esas leyes morales que ponen techo a la actuación de las firmas multinacionales."
El largo Siglo XX terminó en 2016 fundamentalmente con el referéndum para la salida del Reino Unido de la Unión Europea, la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca y la muerte de Fidel Castro. El mismo año, la Comisión Europea propuso a los 28 países miembros de la UE reunidos en el Consejo Europeo la firma del CETA (Comprehensive Economic Trade Agreement). Así es que la década que ha pasado entre junio de 2007, cuando se decidiera encargar un estudio de impacto sobre los posibles efectos de un tratado de comercio con Canadá, y el debate en el Congreso de los Diputados que inicia su ratificación, ha convertido lo que fuera un acuerdo impulsado por un presidente conservador de la rama tory, Stephen Harper, y el actual presidente no ejecutivo de Goldman Sachs, lobbista en Bruselas y expresidente de la Comisión, José Manuel Durão Barroso, en “el acuerdo de comercio más progresista negociado nunca.”
Zygmunt Bauman, el último gran pensador crítico con la globalización, nos dejó un año después de estos sucesos con la idea de que nuestra civilización se encuentra en un momento de interregno —tomando prestado el término de Gramsci. De esta forma, el plan de la Unión Europea para moverse en los tiempos líquidos parece evidente: aprovechar que el eje de lo tolerable se ha desplazado tan bruscamente hacia la derecha con el fin de presentar con otro nombre la misma receta de su tóxico cóctel compuesto por capitalismo extremo y globalización neoliberal. Esta, nos dicen, es la única de las alternativas posibles para capear la tormenta populista. En este sentido, el CETA y la maquinaria de propaganda que lo bendice juegan un papel fundamental. Lo evidenció Albert Rivera el jueves cuando, subido a la tribuna del Congreso, se opuso a enviar el tratado al Tribunal Constitucional para que revisara su encaje en la Constitución Española porque “Podemos vota con Le Pen en contra de este tratado en la Unión Europea [se refería al voto reciente en el pleno parlamentario]”. Da igual que Alemania y Francia hubieran llevado ya hace meses el tratado a sus cortes nacionales, y obteniendo vía libre, se trataba de negar la confrontación política, como hizo la Gran Coalición al unísono en el Parlamento Europeo identificando a la izquierda con la extrema derecha, y eliminar todo atisbo de insurgencia.
El intento por convertir en razonables las negligencias del pasado comenzó cuando Jean-Claude Juncker hizo público su Libro Blanco sobre el futuro de la Unión Europea. Emergió entonces, casualmente al unísono del triunfo de Trump, la idea de que los tratados de comercio que negociaba la Comisión Europea eran progresistas y constituían la punta de lanza para una globalización más justa. Esta especie de eufemismo se ha ido repitiendo desde entonces en infinidad de declaraciones públicas, entrevistas y ha salpicado también las páginas de opinión de los diversos tabloides europeos. Huelga recordar que, en una declaración conjunta fechada en diciembre, varias decenas de académicos, entre ellos Ha-Joon Chang, Dani Rodrik y Thomas Piketty, pidieron a la Unión Europea modificar el contenido del mandato de negociación de los tratados de comercio. Piketty fue incluso más allá y escribió un artículo en The Guardian con motivos muy explícitos para rechazar el CETA. “Es un tratado que pertenece a otra era. No contiene absolutamente ninguna medida restrictiva en materia fiscal o climática. No obstante, contiene una referencia considerable a la protección de los inversores,” señalaba.
Pero la Comisión Europea, en lugar de afrontar las preocupaciones sobre los efectos colaterales de la globalización, se limitó a responder señalando que abreviaturas como el TTIP o el CETA no tienen futuro. “Si se inicia un debate con tal abreviatura, probablemente ya se haya perdido”, expresó a POLITICO el jefe de gabinete del presidente de la comisión, Martin Selmayr. “Si la UE vuelve a entablar conversaciones comerciales con Washington entonces ciertamente no se llamarán TTIP”. El indómito propagandista confirmó lo que sostienen en privado algunos altos funcionarios europeos: “el TTIP ha muerto”. Pero solo sus siglas. Larga vida al TTIP.
El más reciente de los movimientos de la Comisión Europea por blanquear su estrategia comercial ha sido la publicación de un documento que defiende la globalización en detrimento de los repliegues nacionalistas y, como no, populistas. Idealizado como un intento por “establecer reglas multilaterales para dar forma y regular la globalización”, no es más que un documento muy poco novedosos repleto de circunloquios y gráficos pintorescos. Esta es la misma retórica que empleó Barack Obama para tratar de ratificar el tratado transpacífico (TPP) el pasado año e incluso la sostenida por el excomisario de Comercio Pascal Lamy hace más de una década. Aunque, en cierto modo, el texto de la Comisión sí contiene una novedad: la alusión reiterada al papel de la “resiliencia”. En un libro titulado Una vida en resiliencia, el arte de vivir en peligro (Fondo de Cultura Económica), Brad Evans y Julian Reid exponían la importancia del marco mental que se esconde tras esta palabra para justificar las nuevas reformas neoliberales. Parafraseándoles, cuando la Unión Europea exige “una globalización resiliente”, se refiere a negar de antemano cualquier alternativa popular capaz de plantear alternativas al status quo.
Ha sucedido que, por primera vez desde Seattle, los movimientos activistas han logrado dividir exitosamente el campo político e identificar los tratados de comercio como el enemigo unívoco de la globalización. Tanto el CETA como el TTIP son ese significante vacío que proyecta un mito ideológico para agrupar las diferentes demandas populares contra el capitalismo global, usando los términos de Ernesto Laclau. Además, la unión de los distintos grupos críticos con estas dinámicas comerciales se ha constituido como una especie de demos europeo, que es al mismo tiempo pionero y disidente con el establishment bruselense.
De esta forma, en lugar de responder positivamente a los movimientos populares, las élites han escogido incrementar su apuesta por la globalización descontrolada vistiéndola de social a través de diversas técnicas de relaciones públicas. En uno de sus últimas piruetas estratégicas, la Comisión presentó una especie de paquete social, digerido por la prensa como “un verdadero giro social”. No obstante, no contenía más que algunas medidas aderezadas de mucho marketing que para nada revierte el viraje de la integración europea negativa —capitaneada por las ideas hayekianas— de los años 80. Decía el historiador Andrew Moravcsik que “la Europa social es una quimera” puesto que ningún analista en sus cabales cree que los sistemas de asistencia social sean sostenibles a escala comunitaria. “Básicamente, la finalidad de la UE es hacer negocios”, culminaba. Aquí está el quid. A pesar de todo, la construcción comunitaria ha resultado ser uno de los sistemas internacionales más destacados de este tiempo. Y quiere seguir siéndolo.
Al fin y al cabo, como resumió Juncker en su último discurso sobre el estado de la Unión, ser europeo se basa en “estar abierto y comerciar con nuestros vecinos, en lugar de ir a la guerra con ellos. Significa ser el mayor bloque comercial del mundo”. Para percibir los matices conviene recurrir a la carta publicada en El Gran Retroceso (Seix Barral) que David Van Reybrouck le remitió al respecto al presidente de la Comisión Europea. Dice así: “La Unión Europea se ha convertido cada vez más en una batalla entre ciudadanos y empresas. Lo que en su día era un proyecto pacifista que tenía por objeto unir industrias nacionales para evitar que estallara un nuevo conflicto armado ahora es una fuente creciente de tensión entre empresas privadas y ciudadanos furiosos”. En esta nueva vieja globalización, a las primeras se las sigue liberando de sus ataduras al mismo tiempo que a los segundos se les exige sacrificios en forma de derechos.
Como demuestra un exhaustivo análisis del académico Ferdi De Ville, el texto del CETA no respeta las recomendaciones que los propios diputados europeos establecieron para el TTIP. “Los miembros del Parlamento Europeo deberán decidir si el acceso al mercado canadiense logrado (resultando en un crecimiento a largo plazo muy limitado de entre un 0,2% y un 0,3% del PIB) compensa el riesgo inherente que implica el tratado para la capacidad de reacción política y la ausencia de una verdadera promoción del desarrollo sostenible en el mundo”. Una fuerte defensa de la cláusula sobre derechos humanos, la salvaguarda a la hora de impedir la liberalización de determinados servicios, así como la exclusión completa de los servicios públicos quedan como humildes intenciones con tanta validez como las de año nuevo. También, la firma del CETA supone alejarse de una exigencia vinculante con el cumplimento de los compromisos sobre derechos laborales, los estándares ambientales y, sobre todo, con la exclusión de los aspectos más polémicos de los tribunales de arbitraje internacional.
El mensaje que trasladará España cuando ratifique el tratado es que prefiere prescindir de los parámetros sociales existentes, esas leyes morales que ponen techo a la actuación de las firmas multinacionales. Desde luego, esto dista mucho del argumentario socialdemócrata de “haber logrado cambios sustanciales en el contenido del CETA”. A lo sumo, unos días de demora ante una enfermedad terminal.
La idea del comercio libre no es ya la de una herramienta para acabar con el proteccionismo nacional, sino una vía para otorgar más privilegios a las fuerzas industriales y desplazar los focos de poder hacia los centros financieros y tecnológicos. Como señaló de forma muy certera Giovanni Arrighi en Adam Smith en Beijing (Akal), el capitalismo chino no ha seguido la ruta neoliberal de Occidente hacia la integración capitalista global. William I. Robinson sintetizaba correctamente esta tesis: “El Estado conserva un papel clave en el sistema financiero, en la regulación del capital privado y en la planificación. Esto le permite desarrollar la infraestructura del siglo XXI y guiar la acumulación de capital hacia objetivos más amplios que el de la obtención inmediata de beneficios, algo que los estados capitalistas occidentales no pueden lograr debido a la reversión de los sectores públicos, la privatización y la desregulación». Por lo tanto, no es que se trate de una conspiración de las grandes corporaciones, es que la única forma de mantener el peso en el tablero global implica seguir profundizando en estas tres máximas. Los acuerdos de comercio encuentran su motivo de ser en este sentido común que trata de adaptarse a una realidad cada vez más distorsionada.
Estamos ante uno de los diseños más modernos de la arquitectura comercial del nuevo siglo, que sentará los cimientos para todo aquello que esté por venir. Ahora bien, en un momento en que el avance impertérrito del capitalismo necesita desprenderse de los lazos democráticos, el camino que se inicia para seguir justificando las reformas neoliberales será hercúleo. Si las fuerzas progresistas siguen permitiendo que el comercio sirva para eliminar la cuestión moral y crear un coto privado, puede que ningún spin doctor logre maquillar la catástrofe de esta política exterior en unos cuantos años.