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¿De verdad ligan tanto los músicos?
"Hace un tiempo encontré al cantante de mi banda-forra-carpetas-de-instituto, muso de todos mis sueños proto-eróticos de jovenzuela confusa, en el lugar menos glamuroso del mundo: Tinder."
Hace un tiempo encontré al cantante de mi banda-forra-carpetas-de-instituto, muso de todos mis sueños proto-eróticos de jovenzuela confusa, en el lugar menos glamuroso del mundo: Tinder. Su cara me sonreía sobre las opciones de ‘match’ o ‘unmatch’. “Soy cantante de Esta-Banda-Mojabragas-Superventas”, escribía en su bio, el muy modesto. (¿Un ‘catfish’? Puede ser). Lo primero que pude pensar (después de darle a “match”, obviamente) fue: “¿De verdad necesita este hombre estar en Tinder? Mientras me venía a la cabeza aquel fragmento del ensayo de Howard Becker sobre la vida de los músicos de jazz, Outsiders: hacia una sociología de la desviación:
“Esta actitud toma la forma de un sentimiento general de que los músicos son diferentes y mejores que otra clase de personas y que, por lo tanto, no deben estar sujetos al control de los marginales -o sea, los que están al margen- en ningún aspecto de la vida, y menos aún en lo que se refiere a su actividad artística. La sensación de ser un tipo de persona diferente del resto que lleva otra clase de vida está muy arraigada (…) La versión extrema de este punto de vista es la creencia de que sólo los músicos son lo suficientemente sensibles y no convencionales como para satisfacer de verdad a una mujer«, decía. Y se quedaba tan pancho Becker.
Volvemos al mito del “sexo, drogas, rock and roll”. Lo que Becker escribía en los años 50, en plena ola de la Beat Generation, tiene su eco en nuestros días. Desde Loquillo con su “Tú chica puedes vivir una vida de hogar, búscate un marido con miedo a volar”, hasta El Arrebato con su “búscate un hombre que te quiera, que te tenga llenita la nevera”, pasando por Café Quijano con su “Y es que por más que yo te quiera y aunque tres vidas viviera pendenciero y mujeriego lo seré hasta que me muera”, el planteamiento nos queda claro: están los hombres de verdad y “el hombre blandengue” del que hablaba El Fary, ese que te deja llenita la nevera. Y luego estamos nosotras.
La visión romántica del músico (y nótese que estoy hablando en masculino, siempre) es la del tipo simpático pero pendenciero, travieso y juguetón que vive por y para el arte y que a las mujeres nos vuelve locas. “Grupis, en medio del camino, hacen lo que sea para entrar al camerino”, que diría Pereza. Porque las mujeres somos esas cosas bellas y hermosas – las feas no entran en la ecuación, por supuesto-, que alabamos a los rockeros y esperamos pacientes en primera fila para gritarles que queremos un hijo suyo y luego nos colamos en los camerinos para hacer moldes de sus miembros (Cynthia Plaster Caster está demasiado reverenciada). “Nosotras os bailamos, las chicas se divierten, los chicos guitarristas, ellos son artistas, tienen lo que quieren”, se quejan cantando a día de hoy (año del señor de 2017, manda narices) Las Odio.
Y entonces, ¿por qué está mi ídolo de juventud, objeto de merchandising construído por y para gustar a las nenas, en Tinder? Dejando de lado las posibles razones pragmáticas (tanto vuelo a Miami, tantos trotes, igual necesita una app para no perder el tiempo), se me ocurren otras respuestas más filosóficas – como Carrie Bradshaw en anarcosindicalista, más o menos-. “Las mujeres buscan hombres que todavía no existen, y los hombres buscan mujeres que ya no existen”, decía Miguel Lorente. Pasando a un punto de vista menos cerrado en lo heterosexual, nos encontramos con que ya no se trata de hombres ni de mujeres, si no de personas buscando a otras personas (sean una, dos, o las que gusten) que las comprendan y respeten sus puntos de vista. El rock se queda fuera de todo ello a pasos agigantados, al igual que una sociedad empeñada en constreñir entidades humanas en etiquetas imborrables de por vida.
El amor, ese ente abstracto que sigue y se seguirá perpetuando, ha cambiado en color, género y número. Y el arte, y los artistas, esos que deberían estar preocupándose tan sólo de congelar, plasmar y transmitir el arte (el amor) han caído también en la trampa capitalista. “¿Dónde aprendemos sobre el amor y qué hacer cuando nos enamoramos o cuando nos dejan o no nos corresponden? En la cultura popular, en las canciones, en las películas”, comentaba en este mismo número Laura Viñuela.
En la actualidad, la canción de amor más coreada ha sido compuesta por cuatro escritores y producida por otras tantas manos, hasta dar como resultado las melodías robóticas y estériles que se coreaban en el 1984 de George Orwell. ¿Dónde aprenderemos a amar, si las canciones ya no nos enseñan?, ¿cómo sabremos qué es el amor, si los artistas se han olvidado de él? Amar es imposible en una sociedad que se divide en músicos y groupies, en privilegiados y oprimidos.
Viendo este panorama, ¿de verdad importa si los músicos ligan tanto?